El Instinto de una Madre

Día 1, un olor extraño. Día 7, su hijo dejó de comer. Día 14, no podía caminar sin llorar. Día 21, lo llevó de urgencia al hospital. El médico vio los resultados de los análisis y salió corriendo. Lo que reveló a continuación, ningún padre debería tener que escucharlo jamás.

Sarah limpia la encimera de la cocina por tercera vez en el día. Su hijo Jake, de tres años, está sentado a la mesa, empujando los cereales con la cuchara. Tiene el pelo castaño y alborotado y unos brillantes ojos verdes que solían chispear con picardía. Solían.

Sarah se inclina y le besa la frente. Es entonces cuando vuelve a percibirlo. Un olor dulce, casi como a fruta demasiado madura mezclado con algo que no puede identificar. Se aparta, frunciendo el ceño. —Jake, cariño, ¿has vuelto a jugar con el perfume de mamá? Jake niega con la cabeza, sin levantar la vista de sus cereales. —¿Cuándo fue la última vez que te bañaste? —Ayer, mamá.

Sarah sabe que es verdad. Ella misma lo bañó, frotándolo hasta dejarlo limpio con su gel de burbujas favorito. Pero el olor sigue ahí. Débil, pero persistente. Anota mentalmente llamar al pediatra. Quizás es solo una fase. Los niños a veces huelen raro, ¿no?

El día 7 llega más rápido de lo que Sarah esperaba. El tazón de cereales de Jake vuelve a estar intacto sobre la mesa. Es la cuarta mañana consecutiva que no desayuna. —Solo unos bocados, corazón. Por favor. Jake niega con la cabeza. —Me duele la barriguita. —¿Dónde te duele? Señala su estómago, con su pequeña mano presionando contra la camiseta. Sarah se arrodilla a su lado. Sus ojos parecen cansados, más viejos de lo que deberían. El olor es más fuerte ahora. Sarah ya no puede ignorarlo. Sigue a Jake a todas partes. Su habitación, el salón… Incluso después de los baños, regresa en cuestión de horas.

El día 14 es cuando todo cambia. Sarah está doblando la ropa cuando oye a Jake llorar en el piso de arriba. No es su llanto normal. Este es diferente, es de dolor. Suelta la toalla y corre. Jake está en el suelo de su habitación, con lágrimas corriendo por su cara. Intenta ponerse de pie, pero sigue cayendo. —Cariño, ¿qué pasa? —Me duelen las piernas, mamá. Me duelen mucho.

Sarah lo levanta y él grita. Apenas lo está tocando, pero grita como si le estuviera rompiendo los huesos. Sus manos tiemblan mientras llama a su marido, Tom, al trabajo. —Tom, algo le pasa a Jake. No puede caminar. Tiene mucho dolor. Y ese olor, Tom, es tan fuerte ahora que apenas puedo respirar cerca de él. —Llévalo a urgencias. Ahora mismo. Salgo del trabajo.

En urgencias, el médico examina a Jake rápidamente. —¿Se ha quejado de dolor de estómago? —Sí, desde hace una semana. Y el olor… empezó hace unas dos semanas. La expresión del médico cambia. Algo parpadea en sus ojos. Preocupación. Quizás miedo. —Voy a pedir unos análisis de sangre. Llévenlo al hospital principal hoy mismo. No esperen. —¿Qué cree que es? —Aún no estoy seguro, pero necesito que le hagan esos análisis de inmediato.

La sala de espera del hospital es fría y estéril. Finalmente, aparece un médico, uno mayor, con el pelo canoso. —Señor y señora Peterson. Síganme, por favor. Los conduce por un largo pasillo hasta un despacho. Las oficinas son para las malas noticias. El estómago de Sarah se encoge. El médico se sienta, sosteniendo una carpeta con manos que tiemblan ligeramente.

—He revisado los análisis de sangre de Jake. Primero necesito hacerles unas preguntas. ¿Ha tenido una sed excesiva, bebiendo más agua de lo normal? Sarah piensa. Sí, de hecho, sí. —¿Ha estado orinando con más frecuencia? Ahora que lo menciona, sí. —El olor que han notado, ¿lo describirían como dulce, casi afrutado? —Sí. Exactamente así.

El doctor cierra los ojos por un momento. Cuando los abre, están llenos de algo que Sarah nunca ha visto en un médico: miedo genuino. —Su hijo tiene cetoacidosis diabética. Su nivel de azúcar en sangre es superior a 600. Lo normal es por debajo de 100. Su cuerpo ha estado descomponiendo grasa para obtener energía porque no puede usar la glucosa correctamente. Eso es lo que han estado oliendo: cetonas. Su sangre se está volviendo esencialmente ácida.

La habitación da vueltas. —¿Qué significa eso? —pregunta Sarah. —Significa que Jake tiene diabetes tipo 1. Su páncreas no produce insulina. Pero lo más crítico es que está en Cetoacidosis Diabética, una condición que amenaza su vida. Si hubieran esperado otro día, quizás dos… No termina la frase. No es necesario. —¿Va a estar bien? —la voz de Tom se quiebra. —Lo ingresaremos de inmediato. Necesitamos estabilizar su azúcar y rehidratarlo. Necesitará terapia con insulina el resto de su vida. Pero sí, con el tratamiento adecuado, estará bien.

Sarah rompe a llorar. Lágrimas de alivio, de terror, de todas las emociones a la vez. —Sabía que algo iba mal. Todos decían que estaba exagerando. —Señora Peterson —se inclina el médico—. Su instinto salvó la vida de su hijo. Muchos padres pasan por alto estas señales. Creen que es una gripe, un virus estomacal. Para cuando traen a su hijo, es demasiado tarde.

Seis meses después, Jake corre por el patio trasero, persiguiendo a su perro. Está sano de nuevo, lleno de energía. Su risa llena el aire como música. Sarah lo observa desde el porche, con el teléfono en la mano. En la pantalla hay un grupo de apoyo para padres de niños con diabetes tipo 1. Ha estado compartiendo su historia, esperando que ayude a alguien más a reconocer las señales, porque ahora sabe lo que significaba ese extraño olor. Sabe hacia dónde se dirigían esos días de pérdida de apetito y dolor creciente. Y sabe lo cerca que estuvieron de perderlo todo.

Tom se une a ella en el porche, observando a Jake jugar, con la bomba de insulina visible en su cinturón. Es parte de él ahora, un recordatorio de que sus vidas cambiaron para siempre en el día 21. Pero está vivo. Está riendo. Está aquí.

Sarah siente una profunda determinación. Si eres un padre o una madre y estás leyendo esto, por favor, escucha. Un olor extraño no es solo una cosita sin importancia. La sed excesiva no es solo porque hace calor. La pérdida de peso repentina, el cansancio constante, el dolor de estómago… son el cuerpo de tu hijo pidiendo ayuda a gritos. Confía en tus instintos. Si algo parece estar mal, probablemente lo esté. No dejes que nadie te haga sentir que estás exagerando. No esperes, porque la espera casi le cuesta la vida a su hijo.

Jake corre hacia el porche, sin aliento y sonriendo. —¡Mamá! ¿Viste qué rápido corrí? Sarah lo abraza con fuerza, besándole la coronilla. —Lo vi, cariño. Eres el niño más rápido del mundo.

El sol se pone detrás de ellos, pintando el cielo de tonos naranjas y rosas. Un nuevo día, una segunda oportunidad, una vida salvada por una madre que se negó a ignorar las señales.