El Tesoro del Río Avon
El agua estaba helada, tanto que dolía, pero Amelia ya ni lo pensaba. Metía las manos, tallaba la tela áspera, enjuagaba, exprimía y la apilaba en el cesto de mimbre como si se le fuera la vida en cada prenda. El vaho de su respiración se mezclaba con la bruma matinal del río Avon.
—No sientes los dedos, ¿verdad? —murmuró Beth a su lado, agachada frente a la corriente grisácea. —Hace años que dejé de sentirlos —respondió Amelia sin alzar la vista, concentrada en una mancha difícil—. Lo importante es que no se arruine la ropa de Lady Wendworth, si no, no nos paga.
Beth suspiró y sacudió la cabeza, salpicando unas gotas heladas. —Dicen que en Londres las damas tienen hasta cinco vestidos para cada día, y nosotras tenemos cinco montones de ropa para un solo día —replicó Amelia, medio en broma, medio cansada.
Hubo un silencio breve, solo roto por el chapoteo del agua y el roce de la tela contra las piedras. Amelia miró de reojo el cielo nublado. Si llovía, la ropa tardaría más en secarse y la Sra. Dalton, su casera, no admitiría excusas esa noche. Su mente voló hacia su madre, recostada en el camastro del cuarto alquilado, tosiendo cada vez más, pálida como la espuma sucia del río.
—¿Tu madre sigue con fiebre? —preguntó Beth, rompiendo el hilo de sus pensamientos. —Un poco. Dijo que se sentía mejor, pero estaba temblando —contestó Amelia con un nudo en la garganta—. El boticario quiere que le compre otro frasco de tónico. —¿Quiere monedas? Claro, siempre quieren monedas —murmuró Beth con amargura—. ¿Cuántas tienes ya?
Amelia apretó los labios, terminó de enjuagar una camisa de lino fino, la dobló con rapidez y se levantó con cuidado de no resbalar en el lodo de la orilla. Metió la mano en el bolsillo del vestido, sacó una pequeña bolsita de tela remendada y la abrió. —Dos chelines y algunas monedas pequeñas —respondió tras contarlas con los dedos húmedos y rojos—. Si no pago hoy la mitad del alquiler, Miss Dalton me va a mirar como si hubiera robado la plata de su mesa. —Tal vez si le explicas… —Ya le expliqué la semana pasada —la interrumpió Amelia—. Solo se encogió de hombros y dijo que las muchachas solteras tienen que aprender a organizarse. Como si fuera tan sencillo.
Guardó las monedas con un cuidado casi tierno. —Termina ese cesto. Yo llevaré estas prendas a la casa Harrington antes de que inventen que me quedo con sus cintas. —¿No te da miedo esa casa? —preguntó Beth. —La casa no. La gente que vive dentro, un poco —admitió Amelia—. Pero pagan puntual. No puedo darme el lujo de tener miedo.
Tomó el cesto lleno de ropa limpia, acomodó el peso en su cadera y subió la pequeña vereda hacia el camino principal. Al llegar cerca del puente de piedra que cruzaba el Avon, se detuvo para cambiar el cesto de brazo. Le dolía el hombro. Fue entonces cuando lo vio.
Al costado del puente, donde la tierra se hacía barro pegajoso, había un hombre tirado. Estaba cubierto de lodo desde las botas hasta el cabello. Su ropa, aunque de buena tela, estaba arruinada y la capa desgarrada. Temblaba violentamente. Amelia miró alrededor; no había nadie más. El hombre intentó levantarse apoyándose en una piedra, pero resbaló y volvió a caer con un gemido de frustración.
—Perdón —dijo él al notar que ella lo observaba con cautela. Tenía una voz culta, aunque débil—. No quería asustarla. —No me asustó —respondió ella, acercándose unos pasos—. Solo… ¿qué le pasó?
Bajo la suciedad, Amelia distinguió rasgos finos. No tenía las manos callosas de los jornaleros. —El caballo se asustó… perdí el control… rodé por la orilla y bueno, aquí estoy —explicó él con una sonrisa cansada—. Parece que mi acompañante siguió sin darse cuenta. —¿Puede ponerse de pie? —Lo he intentado. Mis piernas parecen de plomo. —Aquí hace mucho frío.
Amelia dudó. Tenía que entregar la ropa. Tenía que pagar el alquiler. Tenía que comprar el tónico. No tenía tiempo para desconocidos. Pero el hombre temblaba de una forma que le partía el corazón.
—¿Puedo? —preguntó él—. No quisiera importunarla. Pero he perdido mi bolsa y no tengo con qué pagar ahora mismo. Si supiera de algún lugar cercano… —Hay una posada más adelante, “El Cisne” —dijo Amelia—. Pero sin monedas… —Sin dinero, lo dudo —completó él—. No quiero parecer un aprovechado.
Amelia respiró hondo. Podía seguir de largo. Nadie la juzgaría. Eran sus ahorros, su vida, la salud de su madre. Pero lo miró a los ojos, unos ojos grises que, a pesar del dolor, mantenían una dignidad extraña. —Mire —dijo ella, bajando el cesto—. No tengo mucho. Apenas lo justo. —No le estoy pidiendo… —Lo sé —lo cortó—. Pero si se queda aquí morirá de frío.
Se arrodilló y sacó la bolsita. El tintineo fue minúsculo, pero para ella sonó como una campana de iglesia. —Se las doy —dijo, extendiendo la mano—. Con esto podrá pagar una cama y comida caliente. Él la miró, atónito. —No puede hacerlo. Son sus ahorros. —También son su única oportunidad. Tómelas. No tengo tiempo para dramas.
El hombre aceptó las monedas con una lentitud reverente. —No sé cómo pagárselo. —Los pobres estamos acostumbrados a darle cosas a la vida sin que nos las devuelvan —dijo ella con una risa seca—. Me llamo Amelia Clark. —Amelia —repitió él—. Yo le doy mi palabra de que no olvidaré esto. Soy Edward… Har… Edward —corrigió—. —Adiós, Edward. Vaya a la posada.
Amelia se alejó rápido, sintiendo el bolsillo ligero y el corazón pesado. Entregó la ropa en la mansión Harrington, recibió su paga habitual (que ahora le parecía una miseria) y regresó al pueblo. Allí, el rumor corría como la pólvora: el Duque de Harrington había desaparecido tras un accidente de carruaje.
“Absurdo”, pensó Amelia. Los duques no terminan en el barro.
Al llegar a casa, la realidad la golpeó. Su madre dormía mal. La Sra. Dalton la interceptó en la escalera. —Se acerca fin de mes, Srta. Clark. —Lo sé. Pagaré. —Espero que así sea. Si no, tendré que buscar otros inquilinos.
Amelia entregó lo poco que había ganado ese día, quedándose sin nada para el boticario. “Hice lo correcto”, se repetía, intentando creerlo.
Al día siguiente, en el río, un muchacho de la mansión, Thomas, llegó corriendo. —Srta. Clark. El Duque ha vuelto. Está a salvo. El ama de llaves quiere saber si puede lavar más ropa. E incluso… —bajó la voz— ofrece un adelanto. Beth abrió los ojos como platos. —¡Di que sí! Pero Amelia sintió un orgullo fiero arderle en el pecho. ¿Caridad? ¿Lástima? —Dile que acepto el trabajo —dijo firme—. Pero no quiero adelantos. Pagarán lo justo por el trabajo justo, cuando lo entregue.

Thomas se fue, confundido. Beth la llamó loca. Pero Amelia volvió a tallar la ropa con furia. No quería deberle nada a nadie.
Lo que Amelia no sabía era que, desde un carruaje discreto en el camino superior, unos ojos grises la observaban. Edward Harrington, limpio y vestido como el noble que era, escuchó el reporte de Thomas. —¿Rechazó el adelanto? —preguntó Edward, con una media sonrisa dibujándose en su rostro. —Sí, Su Excelencia. Dijo que solo quiere lo justo.
Edward miró la pequeña moneda gastada que hacía girar entre sus dedos. La misma moneda que ella le había dado en el puente. —Es más rica de lo que cree —murmuró para sí mismo—. Reginald —llamó a su administrador, que iba sentado frente a él revisando libros de cuentas—, ¿cuál es la situación de las rentas en el edificio de la Sra. Dalton? Sir Reginald, un hombre de rostro afilado y escasa empatía, se ajustó los lentes. —Ah, esos arrendamientos. Son propiedades menores bajo su tutela, mi señor. Hemos presionado a la tal Dalton para que regularice los pagos. Es una cadena: nosotros presionamos, ella presiona. Es la única forma de mantener el orden.
Edward frunció el ceño. —¿Presionar? ¿A costa de qué? —De la eficiencia, señor. —Detén cualquier presión sobre esa propiedad hoy mismo. Quiero revisar esos contratos personalmente.
Pasaron tres días. Tres días de lluvia incesante. Para una lavandera, la lluvia es sinónimo de hambre. La ropa no secaba. Amelia había lavado montañas de sábanas del castillo, pero sin poder entregarlas secas, no había paga. En su cuarto, la tos de su madre se había vuelto un estertor preocupante. El frasco de tónico estaba vacío. —Amelia… —susurró su madre—. No te preocupes por mí. —Descansa, mamá. Mañana saldrá el sol.
Pero al día siguiente no salió el sol. Quien salió, o más bien entró, fue la Sra. Dalton, acompañada de dos hombres robustos. —Lo siento, Amelia —dijo la casera, evitando mirarla a los ojos—. Sir Reginald ha exigido el pago de la propiedad principal hoy. No puedo cubrirlo si tú no me pagas. Tienes una hora para sacar tus cosas. —¡Está lloviendo! ¡Mi madre está enferma! —gritó Amelia, poniéndose frente a la cama como una leona—. ¡Tengo dinero pendiente de la mansión Harrington, solo necesito que pare de llover para entregar la ropa! —Una hora —repitió la mujer, cerrando la puerta.
Amelia sintió que el mundo se le venía encima. La dignidad no calentaba la sopa. El orgullo no curaba la tos. Miró a su madre y, por primera vez, se quebró. Lloró en silencio, recogiendo sus pocas pertenencias.
De repente, se escuchó un alboroto en la calle. Caballos. Un carruaje se detuvo justo frente al edificio ruinoso. Pasos pesados subieron la escalera. La puerta se abrió de golpe sin llamar. Era Sir Reginald, con cara de pocos amigos, seguido por la Sra. Dalton que parecía aterrorizada. —¿Es aquí? —preguntó una voz grave desde el pasillo.
Amelia se giró, protegiendo a su madre. Un hombre alto entró en la pequeña habitación. Llevaba una levita de terciopelo azul oscuro, botas lustradas y una capa impermeable. Se quitó el sombrero. Era Edward. El hombre del barro. Pero ya no había barro. Solo autoridad y una preocupación que suavizaba sus facciones al verla.
—¿Señor Edward? —balbuceó Amelia. Sir Reginald se adelantó. —Su Excelencia, no debería entrar aquí, es un lugar insalubre. Estas inquilinas están siendo desalojadas por falta de pago.
Edward ni siquiera miró a su administrador. Sus ojos estaban fijos en Amelia. —Nadie será desalojado hoy, Reginald. Ni nunca. —Pero, señor… las reglas… —¡Las reglas las dicto yo! —la voz de Edward retumbó en las paredes desconchadas—. Y la primera regla es que no se echa a la calle a la mujer que salvó la vida de tu Duque.
Un silencio sepulcral llenó la habitación. La Sra. Dalton se llevó las manos a la boca. Amelia parpadeó, confundida. —¿Duque? —susurró—. ¿Usted es…? —Soy Edward Harrington —dijo él, acercándose suavemente—. Y tú eres Amelia Clark, la mujer que me dio todo lo que tenía cuando yo no era más que un extraño sucio en un puente.
Él sacó de su bolsillo la pequeña bolsa de tela de Amelia. La depositó sobre la mesa, pero ahora la bolsa tintineaba con un peso diferente. Pesaba mucho más. —Dije que te devolvería el préstamo —dijo Edward suavemente—. Pero en los negocios, Amelia, un préstamo de alto riesgo merece un interés muy alto. Amelia miró la bolsa y luego a él. —No lo hice por una recompensa. —Lo sé. Por eso mereces una.
Edward se giró hacia Reginald. —Mande traer al médico de la corte inmediatamente. La madre de la señorita Clark será trasladada a una habitación de invitados en la mansión hasta que se recupere. Y en cuanto a este edificio… —miró alrededor con desagrado—, creo que necesita nuevos dueños. Amelia, a partir de hoy, las escrituras de esta casa estarán a tu nombre. La Sra. Dalton puede ser tu inquilina, si decides que se quede.
Amelia sintió que las piernas le fallaban. Edward la sostuvo por el codo con firmeza y delicadeza. —¿Por qué? —preguntó ella, con los ojos llenos de lágrimas—. Solo fueron dos chelines. Edward sonrió, y en esa sonrisa Amelia reconoció al hombre con el que había hablado en el río, sin títulos ni barreras. —Porque me recordaste que la nobleza no está en la sangre ni en los títulos, Amelia. Está en las manos que trabajan y en el corazón que da sin esperar nada.
Meses después, el río Avon seguía fluyendo, frío y constante. Pero Amelia ya no tenía las manos entumecidas por el agua helada. Paseaba por la orilla, pero esta vez del brazo de Edward. Su madre, recuperada, tomaba el té en el jardín de su propia casa con la Sra. Dalton, que ahora era mucho más amable.
—¿Extrañas el río? —preguntó Edward, observando la corriente. Amelia apretó su brazo y recargó la cabeza en su hombro. —El río me enseñó a resistir —dijo ella—. Pero tú me enseñaste que no tengo que hacerlo sola. —Nunca más —prometió el Duque, besando su mano, esa mano que una vez estuvo roja de frío y que ahora sostenía su futuro—. Nunca más.
Amelia sonrió, viendo cómo el sol finalmente rompía las nubes sobre Somerset, iluminando el puente donde dos destinos se habían cruzado gracias a la bondad de una lavandera y la humildad de un duque.
FIN.
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