La Viuda de San Rafael

Ella se casó un martes de junio y, antes de que el año terminara, la muerte había tocado su vida seis veces. El sol caía despiadado sobre las montañas de Colima cuando Eva Díaz se paró frente al espejo de su habitación, contemplando el vestido blanco que su madre había cosido durante semanas. Tenía 19 años, piel morena clara y unos ojos oscuros que reflejaban una inteligencia poco común para las mujeres de su época, pero también un corazón que latía con terror ante lo que estaba por venir.

Eva no amaba a Joaquín Rentería. No lo conocía realmente, más allá de los encuentros breves y vigilados que sus familias habían orquestado. Joaquín, un viudo de 32 años con una hacienda en las afueras, era un hombre de rostro anguloso y expresión dura. Hablaba poco, y sus palabras sonaban más a órdenes que a conversación, pero tenía tierras y ganado. Eso era suficiente para don Esteban Díaz, el padre de Eva, quien veía en este matrimonio una salvación económica para una familia al borde de la ruina.

—Es tu deber —le había dicho su padre—. La familia te necesita.

La ceremonia se realizó en la pequeña iglesia del pueblo. El aire olía a tierra húmeda y flores de naranjo. Durante la fiesta en casa de los Díaz, don Esteban se levantó para el brindis. Alzó su copa de mezcal, comenzó a hablar de la felicidad de su hija y, de repente, se detuvo. Su rostro palideció, la copa estalló contra el suelo y él se desplomó. El diagnóstico del doctor Mariano Vega fue tajante: el corazón de don Esteban se había detenido.

Allí, en medio de su propia boda, Eva vio morir al hombre que la había forzado a ese destino. No hubo noche de bodas, solo un velorio cargado de murmullos. Doña Gertrudis, la vecina supersticiosa, fue la primera en sembrar la duda: «Un hombre que muere en la boda de su hija es muy mala señal».

Al día siguiente, Eva partió hacia la Hacienda San Rafael. La casa era sólida pero oscura, sin flores ni calidez. Joaquín fue claro desde el primer momento: ella estaba allí para servir y obedecer. «Esta es tu casa ahora. Mantenla limpia».

Los primeros meses fueron una rutina de soledad asfixiante. Su única compañía era Remedios, la criada, quien le contó sobre la primera esposa de Joaquín, muerta en el parto, una mujer triste y apagada. Pero la tristeza pronto dio paso al horror.

En septiembre ocurrió el segundo incidente. Tomás Fuentes, un joven trabajador, cayó del techo de un establo y murió instantáneamente. Aunque fue un accidente laboral, Remedios llegó pálida esa tarde: «Dos muertes en tres meses, Eva. La gente ya está hablando».

En octubre, la tragedia golpeó más cerca. Catalina, la hermana menor de Eva, enfermó de fiebre tifoidea. Eva apenas pudo verla antes de que muriera. Fue la tercera muerte. En el funeral, Eva escuchó las acusaciones directas. La gente se apartaba de ella. «Tres muertes, todas después de tu boda», susurró doña Gertrudis.

El invierno trajo lluvias y encierro. En diciembre, Eva descubrió que estaba embarazada. Joaquín solo asintió: «Bien. Necesito un heredero». No hubo alegría, solo la fría satisfacción de una transacción cumplida.

Enero de 1848 trajo la cuarta muerte. Rodrigo Salazar, el capataz, fue arrastrado por su caballo que se espantó sin razón aparente en el arroyo. Su cuerpo quedó destrozado. «Cuatro muertos en siete meses», le dijo Remedios con terror en los ojos. «Dicen que hay algo oscuro siguiéndote».

Eva intentó aferrarse a la razón, pero en febrero, su madre, Doña Rosario, la visitó. Al regresar a casa esa noche, tropezó en la oscuridad y se rompió el cuello. Cinco muertes.

El mundo de Eva se derrumbó. Sus propias hermanas huyeron a Guadalajara, aterrorizadas de estar cerca de ella. Los trabajadores de la hacienda renunciaron. Eva se quedó sola con Joaquín y el bebé que crecía en su vientre, rodeada por un silencio que pesaba como plomo. Las pesadillas la acosaban cada noche, viendo una y otra vez los rostros de los muertos.

Solo el padre Anselmo, un joven sacerdote recién llegado, se atrevió a visitarla, intentando convencerla de que todo eran coincidencias trágicas, no una maldición. «El verdadero peligro no es una maldición imaginaria, sino su propio sufrimiento», le dijo.

En junio nació Rafael. El parto fue largo y doloroso, pero tanto madre e hijo sobrevivieron. Por un momento, pareció que la luz regresaba. Pero la calma fue un espejismo. A finales de mes, llegó la noticia: el último trabajador que había huido de la hacienda había muerto al caer de un andamio en otro pueblo.

Seis muertes.

Julio y agosto trajeron una sequía bíblica. El calor era tan intenso que los pájaros caían muertos del cielo. La hacienda San Rafael se convirtió en un horno. El ganado comenzó a morir de sed y hambre. Joaquín, que nunca había sido un hombre religioso, empezó a mirar a Eva con una mezcla de odio y temor supersticioso. La racionalidad del hombre se evaporó con el calor. Si sus trabajadores morían, si su ganado moría, la culpa debía tener un origen.

Una tarde de finales de agosto, el cielo se tornó de un color violeta amoratado. Las nubes de tormenta se acumularon sobre las montañas de Colima, prometiendo no solo lluvia, sino destrucción. La atmósfera eléctrica crispaba los nervios.

Joaquín había estado bebiendo mezcal desde el mediodía. Entró en la cocina donde Eva amamantaba a Rafael. Tenía los ojos inyectados en sangre y la camisa desabotonada, empapada en sudor.

—Todo se está muriendo —dijo Joaquín, con la voz pastosa—. Mis vacas, mis cultivos, mi gente. Todo lo que tocas se pudre.

Eva abrazó al bebé con fuerza, retrocediendo hacia la pared.

—Es la sequía, Joaquín. Solo es el clima.

—¡No es el clima! —rugió él, golpeando la mesa—. Es esa maldita sangre tuya. Tu padre lo sabía, por eso murió. Tu madre lo sabía. ¡Eres tú! Debería haber escuchado al pueblo.

Joaquín dio un paso hacia ella, y por primera vez, Eva vio en sus ojos la intención de violencia física real. No era la frialdad habitual; era la furia de un animal acorralado.

—Dame al niño —ordenó él.

—No —dijo Eva, su voz temblando pero firme.

—¡Dámelo! No dejaré que lo mates también con tu mala suerte. Lo llevaré con mi hermana al pueblo. Tú te quedarás aquí hasta que… hasta que esto pare.

Eva sabía lo que significaba. Si se llevaba a Rafael, ella no volvería a verlo. Y “hasta que esto pare” sonaba a una sentencia de muerte.

El viento comenzó a aullar afuera, golpeando las persianas. El primer trueno sacudió los cimientos de la casa de adobe.

—No te lo llevarás —repitió Eva. Dejó al bebé en la cuna improvisada detrás de ella y agarró el cuchillo de cocina que estaba sobre la mesa. Su mano temblaba, pero sus nudillos estaban blancos.

Joaquín se rió, un sonido seco y sin humor.

—¿Crees que puedes contra mí? Soy tu marido. Soy tu dueño.

Se abalanzó sobre ella. Eva lanzó un tajo al aire, desesperada, logrando cortar superficialmente el brazo de Joaquín. Él gritó de rabia, no de dolor, y de un manotazo le arrancó el cuchillo, lanzándola contra el aparador. Los platos cayeron estrepitosamente, haciéndose añicos alrededor de ella.

El bebé comenzó a llorar a gritos. Joaquín se giró hacia la cuna.

—¡No lo toques! —gritó Eva, intentando levantarse, pero el golpe la había dejado aturdida.

En ese instante, la tormenta estalló con una violencia sobrenatural. Un rayo cayó tan cerca que la luz blanca cegó la habitación por un segundo, seguido inmediatamente por un trueno ensordecedor que pareció partir el cielo. El caballo favorito de Joaquín, atado cerca del porche, relinchó en pánico absoluto, coceando contra la madera de la estructura.

Joaquín se detuvo, mirando hacia la puerta. Su obsesión por sus posesiones era lo único que competía con su ira.

—Maldito animal —gruñó, olvidando momentáneamente al bebé—. Si rompe el cerco se matará.

Miró a Eva con desprecio.

—No te muevas. Volveré por el niño. Y luego arreglaremos cuentas tú y yo.

Salió tambaleándose al porche, hacia la lluvia torrencial que caía como una cortina sólida. Eva se arrastró hacia la cuna, tomó a Rafael y corrió hacia la puerta trasera, dispuesta a huir hacia el monte, hacia la tormenta, hacia cualquier lugar que no fuera allí.

Pero al llegar al umbral, un sonido terrible la detuvo. No fue un trueno. Fue el crujido de madera vieja cediendo y un grito humano que se cortó en seco.

Eva, empapada por la lluvia que entraba, se asomó con cautela al porche delantero.

El caballo, enloquecido por la tormenta, había coceado uno de los pilares principales del viejo porche, debilitado por las termitas y la humedad de años anteriores. El techo de tejas pesadas y vigas de roble se había derrumbado justo donde Joaquín estaba tratando de soltar al animal.

No había movimiento bajo los escombros. Solo una bota asomaba entre las tejas rotas y el barro que se formaba rápidamente. El caballo había huido hacia la noche.

Eva se quedó inmóvil, con la lluvia golpeando su cara, mezclándose con sus lágrimas. El corazón le martilleaba en el pecho. Esperó. Esperó a que la mano de Joaquín se moviera, a escuchar un gemido, una orden, un insulto.

Nada. Solo el sonido de la lluvia lavando la tierra.

Lentamente, con Rafael apretado contra su pecho, Eva bajó los escalones. Se acercó a los escombros. Vio el rostro de Joaquín entre las vigas. Sus ojos estaban abiertos, fijos en el cielo tormentoso, con una expresión de sorpresa eterna. Un golpe en la sien había sido fatal y certero.

Siete.

La séptima muerte.

Eva retrocedió, cayendo de rodillas en el lodo. Una risa histérica burbujeó en su garganta, mezclada con sollozos. ¿Era una maldición? ¿Era coincidencia? ¿O era, como había dicho el padre Anselmo, simplemente la vida sucediendo con su brutal indiferencia?

Al día siguiente, cuando Remedios llegó —empujada por la curiosidad de ver cómo habían pasado la tormenta—, encontró a Eva sentada en el pórtico, limpia, vestida de negro riguroso, meciendo a Rafael con una calma que helaba la sangre.

—El patrón… —balbuceó Remedios al ver los escombros.

—El patrón ha muerto —dijo Eva. Su voz no temblaba. No había miedo en sus ojos, solo una profundidad oscura e insondable—. El techo cayó sobre él durante la tormenta.

Remedios se persignó, retrocediendo un paso.

—Siete —susurró la mujer—. Siete muertes, doña Eva. Ahora eres la dueña de todo.

—Sí —respondió Eva, levantando la vista. Por primera vez en un año, no bajó la mirada. Sostuvo los ojos de Remedios con una fuerza nueva, nacida de la supervivencia—. Soy la dueña. Y Remedios…

—¿Sí, señora?

—Diles en el pueblo que vengan a ayudar a limpiar esto. Y diles que la Viuda de San Rafael paga bien. Pero diles también que no toleraré más susurros. La muerte ya se cobró su cuota. Aquí ya no hay nada más que llevarse.

Remedios asintió y corrió hacia el pueblo, llevando la noticia.

Eva se levantó y miró hacia los campos. La lluvia había cesado y el sol comenzaba a salir, iluminando la tierra mojada. Sabía lo que dirían. La llamarían bruja, la llamarían maldita, la “Viuda Negra de Colima”. Nadie querría casarse con ella nunca más. Nadie se atrevería a cruzarla ni a desafiarla por miedo a ser el octavo.

Y mientras observaba el horizonte con su hijo en brazos, Eva Díaz sonrió levemente.

Que tuvieran miedo. El miedo era una muralla. El miedo era protección. Por primera vez en su vida, era libre. La maldición, real o no, se había convertido en su armadura, y ella reinaría sola en San Rafael, intocable, hasta el fin de sus días.