El invierno de 1847 llegó a la provincia de Ávila con una crueldad que nadie recordaba. La nieve sepultó los caminos durante meses y el hambre se extendió por los pueblos como una plaga silenciosa. En los mercados de Piedrahíta, las mujeres peleaban por migajas de pan negro.

A 15 km del pueblo, perdida entre robles centenarios, se alzaba la casona de los Mendoza, una construcción de piedra gris que había conocido tiempos mejores. Evaristo Mendoza, de 45 años, contemplaba desde la ventana el paisaje desolado. A su lado, su esposa Remedios mecía a su hijo menor, Joaquín, de 8 años, mientras tarareaba una nana que sonaba a lamento.

“Padre, tengo hambre”, murmuró Carmen, la hija de 14 años.

Hacía tres días que no probaban más que agua con hierbas amargas. Habían vendido todo lo que tenían de valor. “Pronto encontraré algo”, mintió Evaristo con la voz ronca.

Esa noche, mientras su familia dormía, Evaristo escuchó los cascos de un caballo. Un hombre encapuchado golpeó la puerta. “Por favor, necesito cobijo. Pago bien por una noche bajo techo”.

La palabra “pago” resonó en la mente hambrienta de Evaristo. Descorrió los cerrojos.

El hombre era robusto, de mediana edad, con ropas de buena calidad. “Soy Teodoro Ramírez, comerciante de paños. Vengo de Salamanca”. Sus ojos se acostumbraron a la penumbra y vieron la pobreza extrema de la familia. Pero fue la expresión en los ojos de Evaristo lo que debería haberle hecho huir: una mirada vacía, primitiva, la de una bestia acorralada.

“Pase, pase”, murmuró Evaristo.

Teodoro se sentó junto al hogar apagado. “No se preocupen”, dijo, sacando de sus alforjas una hogaza de pan y un trozo de jamón. “Tengo suficiente comida para compartir”. Los ojos de los niños se iluminaron.

Durante la cena, el comerciante habló de sus viajes, de los negocios próseros. “En Madrid”, decía, “los mercados rebosan de todo tipo de carnes… ternera, cordero, cerdo”. Cada palabra era una daga en el corazón hambriento de la familia.

Teodoro captó algo siniestro en el ambiente, una tensión que no podía explicar. “Creo que debería descansar”, murmuró.

“Nonsense”, intervino Evaristo. “Con esta tormenta será imposible viajar. Debe quedarse”.

Esa noche, Teodoro no pudo dormir. Hacia las 3 de la madrugada, escuchó pasos lentos en la escalera. La puerta se abrió. En el umbral se recortaba la silueta de Evaristo, sosteniendo un hacha de leñador. Sus ojos brillaban con una locura que ya no tenía vuelta atrás.

“Lo siento”, susurró Evaristo. “Pero mi familia debe sobrevivir”.

El hacha cayó sobre Teodoro antes de que pudiera emitir sonido alguno. En la planta baja, Remedios abrazaba a sus hijos. La familia Mendoza había cruzado una línea de la que ya nunca podrían regresar.

Los días que siguieron fueron una pesadilla. Evaristo había arrastrado el cuerpo al sótano y allí lo había descuartizado como si fuera ganado. Remedios permanecía en la cocina, removiendo un guiso que despedía un aroma extraño, casi dulzón.

“Tenéis que comer”, murmuró Evaristo, entrando con las ropas manchadas de sangre. “Es carne fresca”.

“Padre, no puedo”, lloró Carmen. “Es una persona”.

“¡Era un extraño!”, rugió Evaristo. “Un hombre que tenía comida mientras nosotros nos moríamos de hambre”.

Cuando probaron el guiso, el sabor era diferente, con un regusto metálico. Carmen vomitó, pero el hambre pudo más que la repulsión. Entre arcadas y lágrimas, siguió comiendo. Durante tres días se alimentaron del cuerpo de Teodoro Ramírez.

Evaristo había encontrado en las alforjas suficientes monedas, pero algo había cambiado. El acto de matar y alimentarse de carne humana había despertado un apetito que el pan ya no podía satisfacer.

Una semana después, otro viajero perdido llamó a la puerta. Era un joven clérigo, el padre Vicente. Evaristo lo recibió con la misma sonrisa falsa. Esa noche, mientras el clérigo dormía, Evaristo afilaba su hacha.

“No podemos hacerlo”, murmuró Carmen. “Es un sacerdote, un hombre de Dios”.

“Es un hombre”, replicó Evaristo. “Y nosotros necesitamos sobrevivir”.

Cuando subió las escaleras, Evaristo alzó el hacha, pero sus brazos temblaron. El arma cayó al suelo, despertando al clérigo. El padre Vicente se incorporó y sus ojos se encontraron con los de Evaristo. En ellos leyó toda la verdad: el horror, la culpa, la locura. Evaristo recogió el hacha. Esta vez no dudó. El segundo asesinato fue más fácil que el primero.

El invierno de 1848 trajo la fama siniestra de la casona Mendoza. Los rumores comenzaron en las tabernas de Piedrahíta cuando los viajeros empezaron a desaparecer. “Tres hombres en el último mes”, murmuró el alcalde Patricio Velasco.

En la casona, los Mendoza habían establecido una rutina macabra. Evaristo perfeccionó su técnica. Carmen, ahora con 15 años, había desarrollado una habilidad terrible para identificar a las víctimas potenciales. Joaquín, de 9 años, había crecido considerando normal lo que sucedía.

Una tarde de marzo, llegó un tratante de caballos llamado Sebastián Herrera. “Hermosa hija tiene usted”, comentó Sebastián durante la cena, guiñándole un ojo a Carmen. “Podría conseguir un buen matrimonio en la ciudad”.

La sugerencia de que su hija fuera una mercancía despertó en Evaristo una rabia que trascendía el hambre. Esa noche, el hacha cayó con saña renovada. Pero Sebastián Herrera había hecho algo que ninguna víctima anterior había logrado: había dejado pistas. Su ruta era conocida y su desaparición no pasaría desapercibida.

En Piedrahíta, el alcalde recibió una carta de Madrid preguntando por Sebastián. “Tenemos que investigar”, declaró Patricio.

La mañana del 15 de abril de 1848 amaneció clara y fría. Doce hombres armados, dirigidos por el alguacil Tomás Aguirre, avanzaban hacia la casona. A medida que se acercaban, un edor dulzón y nauseabundo golpeó sus sentidos.

En el interior, Evaristo detectó el peligro. “¡Remedios! ¡Despierta, tenemos visita!”

Los golpes en la puerta resonaron como truenos. “¡Abrid en nombre de la ley!”

Evaristo cogió su hacha y abrió. Se encontró cara a cara con doce hombres armados.

“Han desaparecido varios viajeros en esta zona”, explicó el alcalde. “¿Has visto algo extraño?”

Evaristo mintió, describiendo vagamente a algunos viajeros que supuestamente habían seguido su camino. Pero entonces, el viento cambió. El olor que emanaba de la casa golpeó a los hombres.

“¿Qué es ese olor?”, preguntó Aguirre, empuñando su escopeta.

“Hemos tenido que sacrificar algunas cabras”, improvisó Evaristo. “Las guardamos en el sótano”.

“Vamos a echar un vistazo”, declaró el alguacil.

Lo que encontraron en la planta principal ya era perturbador, pero fue al bajar al sótano cuando se enfrentaron al verdadero horror. La luz de las antorchas reveló una carnicería: huesos humanos apilados como leña, carne en descomposición y herramientas de descuartizamiento.

“Dios mío”, susurró el alcalde, con la cara blanca como la cera. “¿Qué clase de monstruos?”

En la planta superior, los gritos de horror llegaron hasta la familia. Remedios se desplomó sollozando. Evaristo sabía que había llegado el final.

“¡Monstruos!”, rugió Aguirre, apuntando su escopeta al pecho de Evaristo.

“Esperad”, murmuró Evaristo, alzando las manos. “Mis hijos. Ellos no, yo les obligué”.

Pero era demasiado tarde. La primera descarga de escopeta alcanzó a Evaristo. La segunda se llevó por delante a Remedios. Carmen corrió hacia la puerta con Joaquín de la mano, pero no llegaron ni a cruzar el umbral. Los disparos resonaron en la casona.

Cuando el humo se desvaneció, la familia Mendoza yacía esparcida por el suelo.

“Quemadlo todo”, ordenó Aguirre con la voz ronca. “Que no quede piedra sobre piedra de esta casa maldita”.

Mientras las llamas consumían la casona, los habitantes de Piedrahíta vieron una columna de humo negro que se alzaba hacia el cielo. Era el final de una pesadilla, pero el nacimiento de una leyenda.

En los archivos del pueblo, el expediente oficial mencionaría vagamente “bandoleros eliminados” y “justicia impartida”. Pero los ancianos del lugar susurrarían la verdad en las noches de tormenta. La casona fue completamente destruida, pero decían que en las noches sin luna aún se podía percibir ese olor nauseabundo flotando entre los robles, como si el mal hubiera echado raíces tan profundas que ni el fuego pudo arrancar.

Los Mendoza murieron, pero su legado de horror pervivió en la memoria colectiva, un recordatorio escalofriante de las profundidades a las que puede descender el alma humana cuando el hambre del cuerpo devora también el alma.