Catarina supo que recibiría una paliza incluso antes de entrar en la sala principal de la casa grande. Lo supo por la expresión que ponía la joven Isabel cuando planeaba una maldad; por la forma en que Clara, de catorce años, sostenía la muñeca de porcelana, no para jugar, sino como un arma. Lo supo porque en veintitrés años sirviendo a esa familia, había aprendido a leer las señales de tormenta antes de que las nubes se formaran.

“¡Catarina!”, llamó Isabel, con voz dulce como la miel. “¿Limpiaste mi cuarto hoy?”

“Sí, señorita”, respondió Catarina.

“¿Estás segura? Entonces, explícame esto”.

La joven de diecisiete años se levantó y mostró la muñeca que Clara sostenía. Una muñeca carísima traída de Portugal, ahora con un brazo roto, el vestido de seda rasgado y la cara de ángel partida por la mitad.

“Yo no rompí eso, señorita”, dijo Catarina, aunque sabía que era inútil. Sabía que las dos la habían roto a propósito para tener una excusa para hacerla sufrir.

“¿No la rompiste? Entonces, ¿quién fue? ¿Las ratas?”

“No lo sé, señorita. Cuando limpié, la muñeca estaba intacta en el estante”.

Clara se levantó con esa sonrisa cruel de niña rica que va a torturar a quien no puede defenderse. “¿Nos estás llamando mentirosas?”

“No, señorita Clara, yo no…”

“¡Claro que sí! Si tú no la rompiste y nosotras no la rompimos, entonces estamos mintiendo cuando decimos que fuiste tú”. La lógica era perversa, pero perfecta; una trampa que las niñas habían perfeccionado.

“¡Isabel, Clara!”, la voz de Doña Teresa llegó desde su mecedora, sin levantar la vista de su bordado. “Dejen de torturar a la negra. Si rompió la muñeca, castíguenla y listo”.

“¡Pero madre, ella lo niega!”

“¿Y qué? Negra que niega un crimen solo demuestra que es culpable”.

Catarina sintió hervir la sangre. Veintitrés años escuchando esa filosofía cruel. “Doña Teresa, lo juro por el alma de mi madre, yo no la rompí…”

“¡Cállate la boca!”, explotó Isabel, sacando un pequeño látigo de la cintura. Clara corrió a cerrar la puerta de la sala. Catarina entendió que no sería un castigo normal.

“Quítate la ropa”, ordenó Isabel.

Catarina miró a Doña Teresa, buscando moderación, pero la mujer seguía bordando. Con manos temblorosas, Catarina se desnudó. A sus cuarenta años, quedó expuesta, siendo mirada como un animal por las dos niñas que había ayudado a criar.

“De rodillas”, ordenó Clara.

Catarina se arrodilló, cubriéndose el pecho.

“Manos en la nuca”, dijo Isabel, probando el látigo en el aire. “Y si gritas, golpearemos el doble”.

El primer latigazo ardió como hierro al rojo vivo. Catarina se mordió la lengua hasta sangrar. El segundo, el tercero, el cuarto. Fueron quince latigazos. Quince cortes que grabó en su memoria.

“Ahora limpia esa sangre del suelo”, ordenó Isabel. “Y si manchas la madera, recibirás otra paliza”.

Mientras limpiaba su propia sangre del suelo, Catarina tomó una decisión. No volvería a bajar la cabeza. Usaría los veintitrés años de secretos que había escuchado para vengarse.

 

La primera tentativa

 

La oportunidad surgió tres semanas después. Oyó gritos ahogados en el cuarto de las niñas. La puerta estaba entreabierta. Vio a Isabel en la cama, sangrando profusamente, mientras Clara la consolaba. Estaban hablando de un aborto.

“¿Estás segura de que fue de Joaquim?”, susurró Clara.

“Sí. Fue en la fiesta de San Juan”.

Joaquim era el primo rico destinado a casarse con Isabel. Un embarazo antes del matrimonio destruiría la reputación de ambas familias. Catarina tenía su arma perfecta.

Esperó dos semanas. Cuando Joaquim llegó de visita para hablar del matrimonio, Catarina se acercó a Doña Teresa.

“Señora”, dijo fingiendo timidez. “Es sobre la señorita Isabel… Estuvo muy enferma hace unas semanas, sangrando mucho de madrugada… Hablaban de la tía Margarida y de Joaquim”.

Pero justo cuando Doña Teresa comenzaba a dudar, Isabel apareció en la puerta, radiante e inocente.

“Madre, ¿problemas de salud? No, para nada. Tuve mi regla normal el mes pasado. Quizás Catarina está confundida”.

La mentira fue tan convincente que Doña Teresa se volvió contra Catarina. “¡Estás espiando a mi hija! ¿Intentas causar problemas en mi familia? Si descubro que planeas algo contra nosotros, ¡yo misma te mato con mis propias manos!”

La primera tentativa había fracasado y la había expuesto como una amenaza.

 

La segunda tentativa

 

La vida de Catarina se convirtió en un infierno. Las humillaciones se volvieron diarias. Una mañana, Clara la llamó.

“Me pica horriblemente el pie. Quiero que lo examines”.

“¿Examinarlo, señorita?”

“Con la boca. Vas a lamer mi pie hasta que la picazón se pase”.

Catarina miró a Isabel, quien solo sonrió, acomodándose para ver el espectáculo. De rodillas, Catarina lamió el pie sucio de la niña, tragando el sabor a tierra y su propia dignidad. Fue allí cuando decidió que la próxima tentativa no sería con palabras, sino con acciones definitivas.

Esa noche, subió al desván y encontró un viejo cuchillo de matar cerdos. Lo afiló hasta que cortaba el aire. El plan era sencillo: apuñalaría a las niñas en la cocina.

Pero a la mañana siguiente, fue Doña Teresa quien bajó primero. “Catarina, Isabel está enferma, con fiebre alta. Prepara un té y llévaselo a su cuarto”.

Era una oportunidad mejor. Subió con el té en una mano y el cuchillo oculto en la otra. Encontró a Isabel en la cama, pálida y débil, con Clara a su lado. Era el momento perfecto.

Acercó la taza y su mano rozó el mango del cuchillo.

“Catarina”, susurró Isabel, “ayúdame a sentarme. No puedo sola”.

Cuando Catarina la tocó, cuando vio la vulnerabilidad en sus ojos febriles, algo se rompió. No pudo hacerlo. No pudo matar a una niña enferma, por muy cruel que fuera. Salió del cuarto con el cuchillo aún en la cintura y la frustración de otra oportunidad perdida.

 

La tentativa final

 

Dos semanas después, llegó el Padre Manuel para la confesión anual. Las niñas vieron esto como la oportunidad para la humillación suprema.

“Padre”, dijo Isabel después de la cena, “estamos preocupadas por Catarina. Actúa de forma extraña, inventa historias… Creemos que puede ser una posesión demoníaca”.

La acusación era gravísima.

“Dice que sabe de nuestros pecados”, añadió Clara, “cosas que solo el demonio podría haberle contado”.

“Catarina, ¿es verdad?”, preguntó el padre.

“No, padre, yo nunca…”

“¡Lo ve!”, interrumpió Clara. “¡Lo niega! Una persona poseída siempre niega al demonio”.

La trampa estaba cerrada. Doña Teresa sugirió una prueba. El padre roció a Catarina con agua bendita. Ella no reaccionó.

“El demonio es astuto”, dijo Isabel rápidamente. “Necesitamos una prueba más fuerte. El látigo bendito. Si la golpeamos con un látigo bendecido, el demonio no podrá esconderse”.

Usarían a Dios como excusa para torturarla. El padre Manuel bendijo el látigo. Amarraron a Catarina al poste del patio.

“Si hay un demonio, se manifestará”, declaró el padre.

Isabel contaba cada golpe: “Uno, dos, tres…”. Fueron diecinueve latigazos “sagrados”. Cuando terminaron, Catarina estaba semiconsciente. Pero lo que había salido de ella no era un demonio; era su humanidad. Lo que quedó fue puro odio cristalizado.

Tres días después, con las heridas aún sangrando, llegó la oportunidad definitiva. El Señor Damião y Doña Teresa fueron a la feria de la ciudad, dejando a las niñas solas en casa.

“¡Catarina! Prepara nuestra merienda”, gritó Isabel desde la sala.

Catarina preparó el pan con mermelada y la leche caliente. Pero antes, subió al desván una última vez. No por el cuchillo, sino por el frasco de arsénico que el Señor Damião usaba para matar ratas. Veneno sin olor y sin sabor.

Mezcló el polvo en la leche de ambas y les sirvió la bandeja.

“Te demoraste”, se quejó Clara.

Bebieron todo sin sospechar. Quince minutos después, Isabel sintió un dolor agudo en el estómago. Treinta minutos después, Clara también sufría cólicos terribles. Una hora después, ambas vomitaban sangre en el suelo de la sala.

Catarina se sentó en la mecedora de Doña Teresa, observándolas convulsionar.

“¡Por favor!”, susurró Isabel. “Llama… llama al médico”.

“No puedo, señorita. No tengo permiso para salir de la hacienda sin autorización”.

“Entonces… cuando papá llegue…”

“Su padre solo regresa mañana. Y ustedes… ustedes no durarán hasta entonces”.

Fue entonces cuando entendieron. Vieron a la esclava sumisa que habían torturado durante años y comprendieron.

“Catarina…”, lloró Clara. “¿Por qué?”

La respuesta llegó, fría como el hielo. “Porque ustedes me enseñaron que la gente puede ser tratada como cosa. Y las cosas… las rompemos cuando ya no sirven”.

Las dos niñas murieron al atardecer, abrazadas la una a la otra. Catarina se quedó mirando los cuerpos, sintiendo una satisfacción terrible y vacía a la vez. La venganza se había cumplido.

Pero ahora, debía huir. Sabía que cuando el Señor Damião regresara y encontrara a sus hijas muertas, no tardaría en descubrir quién había sido. Sin mirar atrás, Catarina salió de la casa grande por última vez. Caminó hacia la oscuridad del bosque, hacia una libertad incierta, dejando atrás veintitrés años de infierno y los cadáveres de sus torturadoras. La justicia, por fin, había sido suya.