El cartón debajo de mi cuerpo ya no aísla del frío del concreto. Es un invierno cruel en Nueva York, y la ciudad, que nunca duerme, se siente más helada que nunca. Son las dos de la madrugada y la temperatura ha descendido a menos cinco grados. Cada ráfaga de viento es como una bofetada de hielo en la cara. Mis manos, agrietadas y sangrantes, son un testimonio de incontables noches como esta. Tiemblan incontrolablemente mientras trato, con una desesperación inútil, de ajustar la manta raída que es lo único que me separa de la certeza de una muerte congelada. El olor a basura, a lluvia vieja y a mi propia desesperación llena el aire, un perfume familiar de mis últimos ocho años.

Desde este callejón, un oasis de oscuridad entre el brillo de la ciudad, tengo una vista perfecta del edificio de apartamentos de lujo en la Quinta Avenida. Es un rascacielos imponente, una aguja de cuarenta pisos de vidrio y acero que brilla contra el cielo nocturno como un monumento a la ambición. El treinta y dos, el de en medio, es el suyo. En ese piso, en un mundo de calor, seguridad y comodidad inimaginable, vive mi hijo. Michael. El niño que una vez me esperaba en casa con sus dibujos de soldados y sus abrazos interminables. El niño que una vez pensó que yo era su héroe.

Unas botas pesadas resuenan en el pavimento y un haz de luz me ciega. No necesito abrir los ojos para saber quién es. “Tommy, hace demasiado frío para estar aquí afuera”, la voz es tranquila y firme, la de un hombre que se preocupa pero ha visto demasiado para sorprenderse. Es el oficial Rodríguez. Nos conocemos desde hace tres años, desde que me encontró inconsciente en este mismo lugar después de un ataque de pánico.

—¿A dónde más voy a ir, Rodríguez?

El haz de luz se apaga y el oficial se sienta en cuclillas a mi lado, su uniforme un contraste marcado con mi manta raída. Es un hombre joven, con una barba bien cuidada y ojos amables que siempre parecen cansados.

—El refugio en la calle Séptima tiene espacio. Te prometo que te buscaré un buen rincón.

—Sabes que no puedo ir ahí. Los ruidos, la gente, el olor… no puedo manejar eso.

Rodríguez asiente, comprendiendo. Sabe de mis pesadillas, de los gritos que me despiertan en medio de la noche. Sabe que el bullicio de un refugio es más aterrador para mí que la soledad del callejón. El ruido de la gente, el sonido de los golpes, los susurros de los extraños, todo se mezcla en mi mente con los estallidos de bombas en Kandahar, con los gritos de mis camaradas. Sabe que el PTSD es una herida invisible, pero que duele más que cualquier bala.

—Tommy, va a ser una noche brutal. ¿Tienes a alguien a quien llamar?

Me río amargamente, una risa que suena más a un crujido de hielo que a una verdadera diversión.

—¿Llamar? Mi teléfono murió hace seis meses. Y aunque funcionara…

—¿Qué?

Señalo hacia el edificio de apartamentos de lujo, un gesto que se siente tan ridículo como es. La torre de vidrio y acero se alza como un dios indiferente ante mis súplicas silenciosas.

—Mi hijo vive ahí arriba. Piso treinta y dos.

Rodríguez sigue mi mirada, su rostro una mezcla de incredulidad y lástima. Es un tipo bueno. Uno de los pocos que nos trata a los que estamos en la calle como personas, no como inconvenientes.

—¿En serio?

—Michael Patterson. Abogado corporativo. Se graduó de Harvard, tiene una esposa hermosa, dos niños. Gana más en un mes de lo que yo vi en toda mi vida.

—¿Por qué no…?

—¿Por qué no le hablo? Porque hace ocho años me dijo que estaba muerto para él. Porque se avergüenza de lo que me convertí después de Afganistán. De este… fantasma.

Rodríguez se queda callado, la conmoción en su rostro. Probablemente está pensando lo mismo que pensaría cualquier persona normal: que soy un padre fracasado que se merece esto. Y por mucho que duela, en un rincón oscuro de mi mente, creo que tal vez tenga razón.

—¿Cuándo fue la última vez que intentaste contactarlo?

—Hace tres años. Fue justo después de que me echó de la casa de mi hermana. No tenía a dónde ir. No tenía nada. Fui a su oficina en la calle 57. Era un edificio de mármol y vidrio, un mundo aparte del mío. Lo esperé en el lobby durante cinco horas, sintiendo el peso de la vergüenza en cada mirada que recibía. Cuando finalmente bajó…

Las palabras se me atascan en la garganta. Es un recuerdo que he tratado de enterrar, un momento tan doloroso que ha dejado una cicatriz en mi alma.

—¿Qué pasó?

—Me vio desde el elevador. Lo vi reconocerme. Sus ojos, que una vez fueron los de un niño inocente, se llenaron de algo que no pude descifrar: ¿sorpresa? ¿disgusto? ¿miedo? Esperé a que saliera, mi corazón latiendo con una esperanza que no había sentido en años. Esperé a que viniera a mí, a que me abrazara. Pero el elevador subió de nuevo. Su secretaria vino después, una mujer con el rostro de una estatua griega. Me dijo, con una voz robótica, que el señor Patterson había salido por la puerta trasera.

Rodríguez maldice en voz baja, con rabia por mí.

—Tommy, tal vez si…

—No hay ‘tal vez’, Rodríguez. Para él, su padre murió en Afganistán, un héroe de guerra al que se le dio un entierro con honores. Este vagabundo que está aquí, esta vergüenza, no existe.

El viento se vuelve más fuerte, aullando por el callejón. Mis dientes castañean incontrolablemente. Mi cuerpo tiembla, no por el frío, sino por una oleada de recuerdos dolorosos.

—¿Sabes qué es lo más jodido de todo esto?— le digo, mi voz un susurro ronco y quebrado— Que estoy orgulloso de él. Se graduó de Harvard, tiene una esposa hermosa, dos niños que nunca van a conocer a su abuelo. Logró todo lo que yo quería para él.

—Pero te necesita, Tommy. Los hijos siempre necesitan a sus padres.

—No. Él me necesitaba cuando tenía ocho años y yo me iba a la guerra. Me necesitaba cuando tenía doce y yo regresé roto, tomando para olvidar, gritando por las pesadillas que me perseguían todas las noches. Me necesitaba cuando tenía dieciséis y su madre me echó de la casa porque ya no podía manejar mis ataques de pánico. En ese entonces, era un niño que necesitaba a su papá, y yo no estaba ahí. Ahora soy un fantasma. ¿De qué le serviría un fantasma?

Una sirena suena a lo lejos, un recordatorio de que la vida sigue su curso, ajena a nuestra miseria. Rodríguez revisa su radio, su rostro iluminado por la luz azul.

—Tengo que irme. ¿Estarás bien?

—¿Importa si no lo estoy?

—Sí, me importa.

Se va, su figura desapareciendo en la oscuridad. Promete pasar de nuevo en una hora. Pero los dos sabemos que para entonces, tal vez ya sea demasiado tarde.

El entumecimiento se está extendiendo por mis brazos, una sensación agradable y aterradora a la vez. Mi respiración se está volviendo más superficial. El frío ya no duele tanto, se ha convertido en una parte de mí, un segundo cuerpo que me envuelve en una manta de hielo.

Es gracioso. He sobrevivido a tres tours en Afganistán. He escapado de explosiones que mataron a mis compañeros, de emboscadas talibanes. Pero voy a morir a tres calles de donde vive mi hijo, víctima del frío y la soledad. La ironía es un veneno dulce.

Saco del bolsillo una fotografía arrugada, una reliquia de otro tiempo, de otra vida. Michael a los diez años, después de su primer juego de béisbol. Su rostro, cubierto de tierra, tiene la sonrisa más grande que he visto. Yo estoy detrás de él, con mi uniforme de soldado, sonriendo, orgulloso. Ninguno de los dos sabía entonces que esa sería una de las últimas fotos felices que nos tomaríamos juntos. La última foto de un padre y un hijo que se amaban sin reservas.

—¿Papá, vas a venir a todos mis juegos?— me había preguntado ese día, sus ojos llenos de la misma esperanza que yo había visto en los ojos de mis camaradas antes de ir a la guerra.

—A todos, campeón. Te lo prometo.

Pero no cumplí esa promesa. Ninguna de las promesas que le hice.

Un BMW negro, exactamente como el que vi manejar a Michael hace años, pasa por la calle. Por un segundo loco, el último destello de una esperanza moribunda, pienso que tal vez es él. Tal vez finalmente viene a buscarme. Tal vez el orgullo ha sido vencido por el amor.

Pero el auto sigue de largo. La esperanza muere de frío, como yo.

Cierro los ojos. Las imágenes empiezan a mezclarse en una danza caótica y dolorosa. Michael de niño, pidiendo que le lea un cuento. Michael de adolescente, gritándome que lo avergonzaba frente a sus amigos, que mi alcohol y mis gritos eran una mancha en su vida. Michael de adulto joven, un hombre que parecía tan seguro de sí mismo, diciéndome que hasta que no limpiara mi vida, él no quería verme más.

—”Consigue ayuda, papá. Deja de tomar, ve a terapia, arregla tu vida. Cuando lo hagas, tal vez podamos hablar”— me había dicho. Sus palabras, que una vez me parecieron crueles, ahora suenan como un último grito de amor desesperado.

Pero la ayuda cuesta dinero. La terapia cuesta dinero. Los medicamentos para el PTSD cuestan dinero. Y cuando no tienes dinero, cuando no tienes seguro médico, cuando el sistema que se supone te debe proteger te abandona, ¿qué haces? Te refugias en una botella. Te escondes en las calles. Te conviertes en invisible.

El entumecimiento se ha apoderado de mi cuerpo. Mis manos están tan entumecidas que no puedo sentirlas. Mi visión se está volviendo borrosa.

Miro una vez más hacia el edificio de apartamentos. En el piso treinta y dos hay luces encendidas. Michael probablemente está despierto, trabajando hasta tarde como siempre hacía de niño con sus tareas. O tal vez está leyendo cuentos a sus propios hijos, en un mundo de calor y seguridad. Tal vez les está prometiendo que siempre estará ahí para ellos.

Espero que cumpla esas promesas mejor de lo que yo cumplí las mías.

Espero que sea mejor padre de lo que yo fui.

Mi visión se está volviendo borrosa. La fotografía se me cae de las manos, el viento la lleva lejos, un recuerdo perdido en la noche.

—Te amo, Michael— susurro al viento frío —Siempre te amé, incluso cuando no sabía cómo demostrarlo.

Las luces del edificio se vuelven más difusas, se mezclan con las estrellas. El frío ya no duele tanto, es un amigo silencioso. En mi mente, Michael tiene ocho años otra vez y me está contando sobre su día en la escuela. Estamos en casa, junto a la chimenea, y él se queda dormido en mis brazos.

—¿Papá?— dice en mi recuerdo —¿siempre vamos a estar juntos?

—Siempre, campeón. Pase lo que pase.

Pero me equivoqué.

No estamos juntos.

Él está a tres calles de distancia, en un mundo de lujo y éxito que yo mismo le ayudé a construir.

Y yo estoy aquí, muriendo solo en un callejón, con solo recuerdos de un tiempo cuando él me amaba tanto como yo lo amo a él.

La ironía es que, al final, cumplí mi promesa de una manera retorcida.

Siempre estaré con él.

En su conciencia.

En su culpa.

En las pesadillas que vendrán cuando se entere de que su padre, el hombre que una vez lo amó más que a su propia vida, murió congelado a pocas calles de su apartamento de dos millones de dólares.

El último pensamiento que tengo antes de que todo se vuelva negro es una pregunta, un grito silencioso que solo el viento puede escuchar:

¿Se preguntará alguna vez qué habría pasado si hubiera bajado de ese elevador hace tres años?

Supongo que nunca lo sabremos.