En el interior de São Paulo, en el año 1863, la esclavitud aún era una realidad brutal en Brasil. En una pequeña ciudad, se celebraba una subasta de esclavos. Entre la “mercancía” destacaba un niño de 12 años llamado Josias. No era como los demás; Josias era enano, midiendo apenas un metro de altura, con un cuerpo frágil y débil.

Los compradores lo miraban con desprecio. En una subasta, lo que importaba era la fuerza física, y Josias era visto como inútil para el trabajo pesado. El subastador, desesperado por venderlo, bajó el precio cada vez más. Finalmente, cuando la puja llegó a unos míseros ocho centavos, un hombre levantó la mano.

Era Antônio Cabalheiro, un terrateniente algodonero de 45 años, conocido en la región por su crueldad y mezquindad. Cabalheiro no compró a Josias por necesidad; lo compró como una broma cruel. Le pareció divertido poseer un esclavo enano, alguien a quien humillar para su propio entretenimiento.

Josias fue llevado a la hacienda atado a una carreta. Durante el viaje, Antônio no dejó de insultarlo. Al llegar, lo arrojó al suelo frente a los otros esclavos, anunciando en voz alta que había comprado a esa “aberración” por solo ocho centavos. Los demás esclavos miraron al niño con lástima, sabiendo lo que le esperaba.

La vida de Josias se convirtió en un infierno. Antônio le asignaba tareas imposibles: cargar sacos de algodón que pesaban más que él o trabajar en la peligrosa prensa de algodón, una máquina que comprimía la fibra en fardos. Cuando Josias, inevitablemente, fallaba, los castigos eran brutales. Antônio lo azotaba hasta dejarlo cubierto de heridas, lo encerraba en armarios oscuros sin comida ni agua, o lo obligaba a permanecer de pie bajo el sol abrasador.

Peor aún, Antônio lo hacía todo riendo. Invitaba a otros hacendados a ver a su “esclavo enano”, obligando a Josias a realizar trucos humillantes como un animal de circo. Los otros esclavos, aunque sentían pena, temían demasiado a Antônio como para ayudarlo abiertamente.

La situación empeoró cuando Antônio Cabalheiro comenzó a beber más. Borracho, su crueldad se multiplicaba. Despertaba a Josias en mitad de la noche solo para golpearlo, inventando excusas absurdas.

Un día de julio de 1863, algo dentro de Josias finalmente se rompió. Era un día de calor sofocante y Josias trabajaba cerca de la prensa de algodón. Antônio, borracho como siempre, supervisaba el trabajo, gritándole insultos al niño. Entonces, hizo algo que había hecho muchas veces antes: le dio una patada a Josias con tanta fuerza que el pequeño cuerpo voló por el aire y se estrelló contra la pared.

Josias cayó al suelo, mareado y dolorido. Pero esta vez, algo fue diferente. Al levantar la mirada, vio a Antônio Cabalheiro riéndose, completamente indiferente al dolor que había causado. En ese instante, todos los meses de tortura, humillación y desesperación se concentraron en un único punto de rabia pura. Josias comprendió que iba a morir de todos modos; si no era por ese golpe, sería por el siguiente, o por agotamiento. No tenía nada que perder.

Antônio Cabalheiro le dio la espalda a Josias y se acercó a la prensa para inspeccionar el algodón, tan ebrio que apenas podía mantenerse en pie. Se inclinó, metiendo la cabeza en la abertura de la máquina.

Silenciosamente, Josias se puso en pie. Vio a Antônio inclinado sobre la prensa. Con toda la fuerza que su pequeño cuerpo podía reunir, corrió hacia la palanca que controlaba la máquina. Antes de que nadie pudiera reaccionar, tiró de ella.

La prensa de algodón, con una presión hidráulica capaz de comprimir cientos de kilos, se activó instantáneamente. La parte superior de la máquina descendió con una fuerza tremenda. Antônio Cabalheiro ni siquiera tuvo tiempo de girarse. La prensa atrapó su cabeza y la parte superior de su cuerpo, aplastándolo todo en un horrible instante.

Se hizo un silencio total en la hacienda, roto solo por los gritos de horror de los otros esclavos. Josias permaneció de pie junto a la palanca, temblando violentamente, con los ojos fijos en el cuerpo destrozado de Antônio. No se resistió cuando el capataz de la hacienda, alertado por el ruido, corrió y ordenó que lo ataran. Estaba en estado de shock.

Las autoridades fueron llamadas. Durante el interrogatorio, Josias finalmente habló. Con una voz pequeña y temblorosa, lo contó todo: la compra por ocho centavos, los meses de tortura, los golpes, el hambre y el momento final en que sintió que era su vida o la de Antônio. Los demás esclavos confirmaron su historia, describiendo la crueldad extrema de Cabalheiro.

El caso se volvió famoso en la región. Matar a un amo era el peor crimen que un esclavo podía cometer, sin importar las circunstancias. Sin embargo, la brutalidad del abuso sufrido por Josias era innegable. Las autoridades se enfrentaban a un dilema: un niño de 12 años claramente torturado contra las leyes inflexibles de la esclavitud.

Finalmente, un juez dictó el destino de Josias. Teniendo en cuenta su edad, su condición y las circunstancias extremas de abuso, el juez determinó que, aunque técnicamente era un asesinato, existían atenuantes significativos. Josias fue condenado, pero en lugar de la ejecución, fue sentenciado a trabajos forzados hasta alcanzar la mayoría de edad, momento en el que sería liberado.

La sentencia fue controvertida, pero se mantuvo. Josias cumplió su condena y fue liberado a los 18 años, justo cuando la esclavitud en Brasil estaba llegando a su fin. Intentó construir una vida como hombre libre, pero siempre llevó consigo el trauma de todo lo que había vivido. Nunca habló mucho de lo que sucedió en la hacienda de Antônio Cabalheiro, pero las cicatrices en su cuerpo y la sombra en sus ojos contaron la historia por él, viviendo el resto de sus días cargando el peso de ese único y terrible acto de supervivencia.