El Jinete Silencioso
Nadie en el polvoriento “Black Ace Saloon”, en el año 1884, se dio cuenta de que estaban sentados junto al pistolero más letal del Oeste. Un extraño marchito apuraba un whisky barato, soportando las burlas sin una sola palabra. El silencio era su acero: frío, afilado y paciente.
La ciudad de Copper Ridge vivía bajo la sombra de un solo hombre: Victor Kaine, el despiadado líder de la banda de los “Wolf Canes”. Controlaba cada esquina, cada negocio, cada gota de whisky que se servía. Donde ellos caminaban, el miedo seguía como un perro fiel.
Ese martes, algo rompió el patrón. Nathaniel Cross llegó en la diligencia. Sesenta y ocho años, cabello plateado como la luz de la luna, piel curtida por décadas bajo un sol despiadado. No traía equipaje, solo una vieja alforja y un sombrero gastado. Pagó una habitación en la pensión de la Viuda Harrison con monedas de plata deslustradas.
Esa primera noche, Nathaniel cenó solo en el salón. Un bruto borracho, “Razor Jim”, notó al anciano, le arrebató el sombrero y escupió en su plato. “Los viejos no duran aquí, abuelo. Viniste a morir”.
Nathaniel masticó lentamente, con ojos firmes, y respondió con un tono glacial: “Vine a saldar cuentas”.
Razor Jim se rio, confundido, pero retrocedió. El anciano terminó su comida, dejó monedas en la mesa y salió. Antes de cruzar la puerta, se detuvo y observó la mesa de los pistoleros, memorizando cada rostro.
En su habitación, Nathaniel sacó de su alforja lo único valioso que llevaba: una fotografía amarillenta. En ella, un joven alguacil con una placa posaba junto a una hermosa mujer que sostenía a un niño. Eran su esposa e hijo.
No había llorado desde 1871, cuando encontró su hogar quemado y a su familia enterrada bajo las cenizas. Los culpables fueron una banda de matones ferroviarios. Nathaniel los rastreó durante tres años, encontrándolos uno por uno. Cuando el último hombre dejó de gritar, Nathaniel desapareció, convirtiéndose en leyenda: “El Jinete Silencioso”, el pistolero que nunca fallaba.

Durante décadas se escondió, tratando de olvidar. Hasta que, cuatro semanas atrás, un viajero moribundo le habló de Copper Ridge y de un nombre que congeló la sangre de Nathaniel: Marcus Sutton. El único hombre que había escapado de su venganza hacía dieciséis años. El hombre que había planeado el ataque y sostenido la antorcha mientras su familia ardía. Y ahora, Marcus Sutton era la mano derecha de Victor Kaine.
La mañana siguiente llegó con un sol brutal. Nathaniel observó desde la pensión cómo los hombres de Kaine extorsionaban a los comerciantes. Un matón corpulento llamado “Ox” golpeaba a un viejo tendero que no podía pagar. El hombre cayó y nadie intervino.
Nathaniel salió a la calle. El sol ocultaba su rostro mientras caminaba hacia el tendero caído.
“Oye, viejo”, gruñó Ox. “Estás metiendo la nariz donde no te llaman”.
Nathaniel se enderezó lentamente. “Este hombre no te debe nada, y yo te debo menos”.
Ox rio y sacó su revólver. “¿Tienes idea de con quién estás hablando?”
“Sí”, dijo Nathaniel, sereno. “Con un hombre muerto caminando”.
El silencio se apoderó de la calle. Dentro del salón, Marcus Sutton lo vio por la ventana. El reconocimiento lo paralizó. Dejó caer su vaso de whisky. “No puede ser”, murmuró.
Victor Kaine salió del salón, alertado por el silencio. “¿Qué está pasando aquí?”
“Este vejestorio se metió”, dijo Ox, sin bajar el arma.
Kaine evaluó a Nathaniel. “¿Estás loco, viejo? ¿Quieres morir?”
Nathaniel lo miró con calma helada. “Busco a alguien. Marcus Sutton. Sé que está aquí”.
El aire se congeló. Marcus salió lentamente, pálido, la mano rozando su revólver.
“Nathaniel Cross”, susurró Marcus con voz quebrada. “Creí que estabas muerto”.
Kaine miró a Marcus, confundido.
“¡Es el Jinete Silencioso!”, gritó Marcus.
En ese instante, el pueblo comprendió quién era Nathaniel Cross. Kaine soltó una risa seca. “El Jinete Silencioso… un cuento de borrachos. Mira, viejo, yo dirijo esta ciudad, y si quieres a Marcus, tendrás que pasar por encima de mí y de mis veinticinco hombres”.
Nathaniel no apartó la mirada de Marcus. “Veinticinco hombres no me preocupan. He matado a más por menos”. Le dio a Kaine una oportunidad: “Entrégame a Marcus, y me iré. Nadie más tiene que morir”.
“¿Y si me niego?”, preguntó Kaine.
“Entonces todos mueren. Marcus será el último, para que vea caer a sus amigos”.
Kaine escupió. “Tienes hasta el amanecer de mañana para largarte de la ciudad. Si sigues aquí, te mataré yo mismo”.
Nathaniel asintió lentamente. “Mañana al amanecer. En la calle principal. Tú, yo y Marcus”.
El alba tiñó Copper Ridge de rojo. Nathaniel bajó las escaleras de la pensión. Llevaba dos revólveres en fundas de cuero. La viuda Harrison le ofreció café. “No tiene que hacer esto”, susurró ella. “Sí, tengo que hacerlo”, respondió él.
El pueblo estaba desierto. Las ventanas cerradas. Nathaniel caminó hasta el centro de la calle principal, frente al salón.
Las puertas del salón se abrieron de golpe. Victor Kaine salió primero, luego Marcus Sutton, pálido y temblando, y detrás de ellos, veintitrés hombres armados con rifles, escopetas y revólveres. Todos apuntando a un solo anciano.
“Última oportunidad, Cross”, sonrió Kaine. “Monta un caballo y lárgate”.
Nathaniel escupió al polvo. “He estado muerto dieciséis años. Hoy solo termino el trabajo”.
Kaine dio una señal. Sus hombres se abrieron en semicírculo. Era una ejecución. “¿Últimas palabras?”
Nathaniel miró fijamente a Marcus. “Tu jefe ordenó que quemaran viva a mi familia. Tú sostuviste la antorcha. Ellos suplicaron piedad. Tú les diste fuego”.
El mundo contuvo el aliento. Kaine levantó la mano. “¡Apunten!”
Veintitrés armas se levantaron. Y entonces, Nathaniel se movió.
En los siguientes siete segundos, se escribió la historia. Sus manos fueron un borrón. Sus dos Colts salieron de las fundas con una velocidad imposible para un hombre de su edad.
¡Bang! ¡Bang!
Dos hombres cayeron antes de que nadie pudiera disparar. Nathaniel rodó hacia un lado, deslizándose detrás de un abrevadero.
¡Bang! ¡Bang! ¡Bang!
Tres hombres más cayeron. Sus movimientos eran precisos, calculados, mortales. Los pistoleros disparaban a las sombras mientras sus compañeros caían uno por uno. Cuarenta segundos después, quince hombres yacían muertos o moribundos.
Kaine retrocedió hacia el salón, recargando frenéticamente. “¡Es el diablo! ¡Es el maldito diablo!”, gritaba.
Los últimos cinco pistoleros cargaron desesperadamente. Bang, bang, bang, bang, bang. Todos cayeron.
Kaine quedó solo. Él, Marcus, y un anciano que caminaba hacia ellos como la misma muerte. Nathaniel se detuvo a veinte pasos. Veintitrés muertos. Quedaban dos.
Marcus cayó de rodillas. “Hazlo, Nathaniel. Termina con esto”.
Pero Kaine levantó su último revólver. No apuntó a Nathaniel, sino a Marcus. “¡Si voy a morir, me llevo a este traidor conmigo!”, gruñó.
¡BANG!
El disparo retumbó. Kaine cayó hacia atrás, un agujero de bala limpio entre los ojos. El revólver de Nathaniel todavía humeaba, apuntando.
“Eso fue por mi familia”, dijo.
Enfundó sus armas y miró a Marcus, que sollozaba en el polvo.
“Tú puedes vivir”, dijo Nathaniel, su voz áspera. “Pasa el resto de tus días siendo mejor que el cobarde que fuiste”.
Sin otra palabra, Nathaniel montó un caballo negro que había aparecido entre las sombras y cabalgó directamente hacia el amanecer.
Copper Ridge finalmente estaba libre. Veintitrés hombres yacían muertos en el polvo, y un alma rota había recibido una segunda oportunidad. La venganza de Nathaniel Cross estaba completa, y la leyenda del Jinete Silencioso desapareció en el horizonte, dejando atrás solo silencio, polvo y una ciudad que podía volver a respirar.
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