Inna estaba junto a la ventana, observando cómo las gotas de lluvia descendían lentamente, formando dibujos caprichosos en el vidrio. Diecisiete años. ¿Era mucho o era poco? En su mente pasaban uno a uno los aniversarios, los viajes, las miradas compartidas. Todo aquello, de repente, se derrumbaba como un castillo de naipes.
—Tenemos que hablar —dijo Alexey con una voz apagada, casi mecánica.
Ella giró despacio y lo miró. En sus ojos reconoció una mezcla de culpa y determinación, esa misma expresión que alguien lleva cuando está a punto de clavar un cuchillo invisible.
—Me voy, Inna. Me voy con Natasha.
El silencio se volvió pesado. Solo el tic-tac del reloj heredado de su madre rompía la calma sofocante.
—¿Con una de tus estudiantes? —preguntó, serena, sin una pizca de dramatismo.
—Sí. Los sentimientos se acabaron. Necesito algo nuevo, emociones frescas. Tú eres inteligente, deberías comprenderlo.
Inna esbozó una sonrisa amarga. Siempre le decía “mujer inteligente” cuando quería que aceptara algo sin preguntas.
—¿Estás absolutamente seguro?
—Totalmente. Ya tengo las maletas listas.
Ella asintió, se acercó al armario y sacó una botella de vino que habían guardado para una ocasión especial.
—Entonces brindemos —dijo mientras descorchaba—. Una cena de despedida es lo mínimo. Diecisiete años no son poca cosa. Invitemos a tu familia, a tus amigos… será un cierre elegante.
Alexey la miró atónito.
—¿Quieres organizar una fiesta de divorcio?
—Exacto. Terminemos con estilo. ¿No soy, acaso, una mujer inteligente?
Mientras él trataba de procesar la propuesta, Inna ya escribía mensajes en su teléfono con absoluta calma.
—Mañana, a las siete. Prepararé tus platos favoritos. Considéralo mi regalo final.
Alexey esperaba lágrimas, reproches, escándalos… pero no esa serenidad que lo inquietaba más que cualquier grito.
—Y por cierto —añadió ella—, dile a Natasha que también venga. Me gustaría conocer a la mujer que logró devolverte la emoción.
Al amanecer del día siguiente, Inna se puso manos a la obra. Hizo llamadas a bancos, se reunió con un abogado, organizó documentos. Cada paso era ejecutado como en una operación minuciosamente planeada.

Por la tarde, el departamento estaba impregnado de aromas deliciosos. Inna sacó el juego de vajilla de bodas, regalo de su suegra, y acomodó la mesa con cuidado.
—Todo debe quedar perfecto —murmuró, ajustando los detalles.
A la hora señalada, comenzaron a llegar los invitados. Los padres de Alexey fueron los primeros. Su madre la abrazó con torpeza.
—Innochka, ¿de verdad no hay forma de arreglar esto?
—No, mamá. A veces, lo correcto es dejar ir.
Después llegaron los amigos. Finalmente, Alexey y Natasha cruzaron la puerta.
—Bienvenidos —los invitó Inna, indicando las sillas principales—. Hoy ustedes son el centro de atención.
Cuando todos se acomodaron, Inna se puso de pie con la copa en la mano.
—Queridos, nos reunimos para despedir el final de una etapa y dar la bienvenida a otra.
Miró a su esposo con una serenidad helada.
—Lyosha, gracias por estos diecisiete años. Me enseñaste muchas cosas, sobre todo que el amor tiene formas distintas.
Un murmullo recorrió la mesa. Natasha bajó los ojos, nerviosa, jugueteando con la servilleta.
—Pero lo más valioso que aprendí —continuó Inna— fue a fijarme en los detalles.
Sacó un sobre y comenzó a desplegar papeles sobre la mesa.
—Aquí está el crédito del coche, firmado a nombre de los dos. Aquí, las deudas fiscales de tu empresa. Y estas —dijo mostrando facturas—, son las cuentas de restaurantes y joyerías donde intentaste impresionar.
El rostro de Alexey se volvió pálido. Natasha abrió los ojos sorprendida.
—Y por último —añadió Inna con calma—, este es el acuerdo prenupcial que firmaste sin siquiera leer. ¿Recuerdas la cláusula sobre la infidelidad?
Un silencio sepulcral cayó en la habitación. Solo se oía el goteo de la llave en la cocina.
—El apartamento ya está a mi nombre. Las cuentas están bloqueadas. Y la demanda de divorcio fue presentada ayer.
La copa en su mano brillaba bajo la luz, como un símbolo de victoria.
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