En el apacible pueblo de Valle Verde, donde las montañas se abrazaban con el cielo, vivía Don Justo. A sus 85 años, su rostro reflejaba las huellas del tiempo y su vida se había convertido en un largo ritual de espera. Había criado con inmenso sacrificio a siete hijos, quienes le juraron que nunca lo abandonarían, pero esa promesa se había disuelto en el viento.
Cada tarde, sin falta, Don Justo se sentaba en su vieja silla de madera en el porche de su modesta cabaña, mirando el camino polvoriento. Esperaba el regreso de aquellos que se fueron. Los aldeanos, viéndolo, murmuraban con pena: “Hace años que no vienen, Don Justo. Ya no tiene sentido seguir esperando”. Él nunca respondía; solo aferraba con más fuerza una carta amarillenta y sellada que guardaba como un tesoro. Era de Miguel, su hijo mayor.
La soledad del anciano solo era interrumpida por la compañía silenciosa de sus cinco gatos, quienes parecían entender su tristeza. Sin embargo, lo que nadie sabía era que un desconocido estaba a punto de cambiar su vida.
Ese desconocido era Carlos, un joven de 20 años de rostro amable, que notó algo inquietante. Cada día, veía a Don Justo comprar menos comida en el mercado, hasta que sus compras se redujeron a dos panes y una pequeña botella de leche. Preocupado, un día Carlos se le acercó.
“¿Todo bien, Don Justo?”, preguntó con suavidad. El anciano levantó la vista, sus ojos nublados por la melancolía. “Sí, muchacho. Es solo que… mis hijos ya no vienen y no hay mucho que comprar”.
La mirada de Carlos se posó en la carta que el anciano nunca soltaba. “¿Y esa carta, Don Justo? Siempre la lleva con usted”.

“Es de mi hijo Miguel”, respondió el anciano, su voz apenas un susurro. “Me la mandó hace años. En ella me promete que regresará por mí, que me llevará a vivir con él, que no tendré que pasar más necesidades”.
Carlos, confundido, notó que el sobre seguía sellado. “Pero, Don Justo… ¿por qué no la abre?”.
“No he querido”, dijo el anciano con una dulzura melancólica. “Quiero que sea una sorpresa”.
Conmovido, Carlos comenzó a visitar a Don Justo, llevándole víveres. Para entender mejor, buscó a Don Julián, el viejo panadero del pueblo. Don Julián le contó la historia completa: la muerte de la esposa de Don Justo, y cómo él se convirtió en padre y madre para sus siete hijos, sacrificándolo todo. Uno por uno, se fueron, prometiendo volver, pero el olvido los consumió. “Esa carta sellada”, concluyó el panadero, “es lo único que le queda. Se aferra a esa esperanza, aunque todos sabemos que nunca volverán”.
A partir de ese día, Carlos no solo llevó comida. Empezó a reparar la vieja cabaña, arreglando la puerta, pintando las paredes y, sobre todo, brindándole compañía. La profunda soledad de Don Justo comenzó, poco a poco, a desvanecerse.
Pero una mañana, el tiempo se detuvo. Carlos encontró a Don Justo pálido, temblando y cubierto de un sudor frío. Apenas podía sostenerse.
“No me siento bien, muchacho”, dijo Don Justo con voz débil. “Pero antes de irme… quiero saber. Por favor, léeme la carta. He esperado tanto tiempo, pero ya no puedo más”.
Con el corazón apesadumbrado y manos temblorosas, Carlos tomó la carta amarillenta. Rompió el sello que había guardado la esperanza del anciano durante años. Mientras leía en silencio, sintió un nudo en la garganta. La carta no era una promesa, sino una despedida. Miguel explicaba que había encontrado trabajo en otro país, que no regresaría y que sus hermanos estaban demasiado ocupados para visitarlo.
Carlos miró el rostro expectante del anciano, que esperaba la noticia que lo había mantenido vivo. En ese instante, tomó una decisión. Respiró hondo y, adaptando las palabras, comenzó a leer en voz alta la mentira más piadosa.
“Don Justo”, dijo con voz temblorosa, “la carta dice que Miguel… ha tenido algunos problemas con su trabajo, pero que pronto regresará. Le pide disculpas por no haber podido venir antes, pero promete que muy pronto estará aquí para verlo”.
El rostro de Don Justo se iluminó. Una sonrisa pura borró las arrugas del dolor y la enfermedad. “¡Lo sabía, muchacho!”, murmuró con confianza. “Siempre dije que mis hijos regresarían”.
Con una energía renovada, se levantó lentamente y, arrastrando los pies, salió al pueblo. Con la carta abierta en la mano, fue mostrando a cada vecino la prueba de su fe. “¡Es cierto! ¡Mi hijo vendrá! ¡Aquí lo dice!”.
Carlos, mirando desde lejos, reunió a los vecinos y les contó la verdad. Les pidió que no desmintieran al anciano. La comunidad de Valle Verde, entristecida por la realidad pero conmovida por el amor, aceptó.
Los días pasaron. La salud de Don Justo seguía deteriorándose, pero su corazón estaba feliz. Ya no estaba solo. Don Julián, Doña Elena y otros miembros de la comunidad acudían a diario. Le llevaban comida, ayudaban en la casa y, sobre todo, le brindaban compañía.
Una mañana fresca, el sol se asomó tímidamente sobre Valle Verde. Carlos entró en la casita y encontró a Don Justo acostado, su cuerpo débil, pero su mirada serena. El anciano levantó la mano con esfuerzo.
“Carlos”, dijo con la voz casi apagada, “gracias por todo. Me has cuidado como un hijo. Yo… yo nunca te lo pude agradecer como debía”.
Carlos solo pudo apretar su mano, incapaz de hablar.
“Te quiero, muchacho”, continuó Don Justo con una sonrisa serena. “Y aunque mis hijos nunca regresaron, encontré lo que más necesitaba: un hijo, una familia y el amor de este pueblo”.
Con un último suspiro, Don Justo cerró los ojos y descansó en paz. No murió solo, olvidado en su porche, sino abrazado por el cariño genuino de una comunidad y del joven que se convirtió en el hijo que siempre esperó.
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