Otro contrato de suministro de equipos médicos se desdibujaba ante sus ojos. Los números y las cláusulas hacía tiempo que se habían fundido en una papilla monótona. Yelena se frotó el puente de la nariz y se recostó en la silla.

La llamada de su marido llegó justo a tiempo.

—Lena, hola. Oye, hoy voy a llegar tarde. La reunión se está alargando.

—¿Otra vez? —pasó la página sin pensar—. Tercera vez esta semana.

—Qué se le va a hacer, es trabajo. No me prepares cena, comeré algo por ahí.

—De acuerdo —Yelena ya se había acostumbrado a las constantes noches de trabajo de su esposo. En los últimos seis meses se habían vuelto notablemente más frecuentes—. Nos vemos en casa.

—Sí, claro. Bueno, adiós.

Estaba a punto de colgar cuando de pronto oyó una risa femenina conocida de fondo. La mano se le quedó congelada sobre la pantalla. Esa risa… ¿dónde la había oído?

—¡Ígor, lo prometiste! —sonó la misma voz, ahora más clara.

A Yelena se le detuvo el corazón. Anzhela. Su antigua amiga; no se hablaban desde hacía dos años, después de un feo incidente con dinero.

¿Qué hacía junto a Ígor?

—Ten un poco de paciencia —oyó decir a su marido—. Tenemos que ser cuidadosos.

—¡Estoy cansada de esconderme! ¿Cuándo te decidirás por fin?

—Anzhel, quedamos en eso. Un poco más y todo saldrá bien. Lo principal es que Lena no sospeche nada antes de tiempo.

Yelena sintió que los dedos se le entumecían. El teléfono casi se le resbaló de la mano. ¿Qué quería decir con “decidirte”? ¿De qué hablaban?

—Estoy harta de esperar —siguió Anzhela—. Llevamos dos años alargando esto. Ella se enterará de todos modos.

—Se enterará, pero no ahora. Tengo un plan. Confía en mí.

¿Un plan? Yelena apretó el teléfono contra el oído, temiendo perderse una sola palabra. La garganta se le secó.

—Tu Yelena es tan ingenua —rió Anzhela—. Aún no sospecha nada. Y prácticamente lo hicimos todo justo bajo sus narices.

—Silencio —cortó Ígor—. No te confíes. Ella es más lista de lo que parece.

—Ígor, hablo en serio. Deja de dilatar. Arregla los papeles y termina con esto. No puedo seguir representando esta comedia.

¿Papeles? ¿Qué papeles? Yelena sintió un frío recorrerle la columna. ¿Podría ser…?

—Está bien, está bien. La semana que viene me reuniré con el abogado. Pero prométeme que serás más cuidadosa. Si sospecha algo antes de tiempo, todo podría venirse abajo.

—Lo prometo. ¡Pero no esperaré para siempre!

Oyó movimiento y, por el auricular, el portazo de un coche.

—Sube, vámonos. Tengo prisa.

La línea se cortó.

Yelena se quedó inmóvil, mirando la pantalla negra del teléfono. Sus pensamientos se enredaban, negándose a formar una cadena lógica.

Ígor y Anzhela. Dos años. Papeles. Un plan.

Intentó reconstruir la cronología. Anzhela había desaparecido de sus vidas tras el escándalo por el préstamo. Resultó que el dinero que había pedido a Yelena no había sido para el tratamiento de su madre, como alegó.

Pero si la conversación que acababa de oír era cierta, ella e Ígor llevaban viéndose dos años. Todo este tiempo.

—Lena, ¿puedes firmar el contrato con Medtek? —Marina, la jefa de compras, se deslizó en la oficina sin ser vista y le tendió una carpeta—. Son dos copias, necesito tu firma en ambas.

Yelena tomó la carpeta mecánicamente, pero las letras volvieron a emborronarse. Le tembló la mano.

—Lena, ¿estás bien? Tienes cara de haber visto un fantasma. ¿Ocurrió algo?

—No, está bien. Es que… me duele un poco la cabeza.

—¿Quieres irte a casa? Falta solo una hora de jornada. Puedes firmarlo mañana.

—No, mejor lo hago ahora —Yelena se obligó a concentrarse en el texto.

En casa, deambuló sin rumbo por el apartamento.

La conversación escuchada se repetía una y otra vez en su cabeza. Cada frase brotaba con nuevos sentidos, cada palabra parecía una amenaza.

Las fotos familiares sobre la cómoda de repente parecían decorados de la vida de otra persona.

Yelena cogió una foto de sus vacaciones en Sochi. Recordaba perfectamente aquel día. Ígor había estado escribiendo en el móvil toda la tarde, y cuando ella le preguntó “¿qué haces?”, murmuró que estaba trabajando y ocultó la pantalla.

Entonces pensó que su marido era simplemente un adicto al trabajo irremediable. Ahora comprendía que no estaba escribiendo a colegas.

“Llevamos arrastrando esto dos años”, resonaban las palabras de Anzhela.

Así que había empezado justo después del escándalo del dinero.

¿Quizá habían montado esa pelea a propósito? Para no cruzarse y no despertar sospechas.

Yelena fue a la cocina y, por costumbre, puso a hervir agua. Había víveres en la nevera para preparar la cena. Siempre cocinaba de más por si Ígor cambiaba de idea y volvía a casa. Ahora ese hábito le parecía ridículo.

De pronto llegó un mensaje de su marido:

“La reunión se alarga más. Llegaré tarde, no me esperes.”

¡De manual! ¿Cuántos mensajes así habían llegado en los últimos meses?

Yelena intentó recordar cuándo había notado por primera vez cambios en el comportamiento de Ígor. Más noches trabajando, una nueva forma de vestir, una colonia cara que nunca antes había comprado.

Y luego estaban las rarezas con el dinero.

Ígor se había vuelto más reservado con las finanzas y dejó de discutir compras grandes. Decía que quería sorprenderla.

¡Qué ingenua tonta: hasta se alegró por su “atención”!

Yelena abrió el portátil y entró a la banca en línea. En la cuenta conjunta se veían gastos corrientes: servicios, comida, gasolina.

Pero en su tarjeta personal…

Los retiros en efectivo se habían vuelto mucho más frecuentes. Restaurantes que ella no conocía. Floristerías… y hacía medio año que no le regalaba flores.

Le dieron ganas de gritar de impotencia y humillación. ¿Cómo había podido ser tan ciega? Todas las señales de infidelidad estaban ahí, y ella seguía haciendo planes de futuro y soñando con hijos.

Cerró el portátil y volvió a pasearse por la habitación, con los nervios en carne viva. Tenía que hacer algo, ¿pero qué? ¿Montar una escena de celos? ¿O preguntarle de frente?

“Si sospecha algo antes de tiempo, todo podría venirse abajo.”

¿Qué exactamente podría venirse abajo? ¿Y qué papeles planeaba presentar Ígor?

De pronto afloró un pensamiento inquietante. El apartamento estaba a su nombre; sus padres se lo habían regalado cuando se casaron. Pero después de registrar el matrimonio, Ígor se convirtió en copropietario. ¿Planeaba…?

Yelena corrió a la caja fuerte donde guardaban los documentos importantes. Certificado de matrimonio, escrituras del piso, su pasaporte: todo estaba en su sitio. Pero eso no significaba nada. Podían haberse hecho copias antes.

Pensó en Anzhela. Siempre astuta y calculadora.

En la universidad sabía escabullirse de cualquier situación y echar la culpa a otros. Y el “préstamo para el tratamiento de su madre” había mostrado de lo que era capaz. Resultó que su madre estaba viva y sana, y el dinero había ido a saldar deudas de Anzhela.

Y ahora los dos planeaban algo. ¡Contra ella!

El teléfono volvió a vibrar.

“Lena, mañana por la mañana salgo de viaje de trabajo. Tres días. Se me olvidó avisarte.”

Un viaje de trabajo. ¡Qué conveniente! Tres días con Anzhela en algún hotel.

Yelena tecleó rápido: “De acuerdo. ¿A qué ciudad vas?”

La respuesta tardó un poco: “Vorónezh. Reunión con proveedores.”

Abrió el correo laboral de su marido. Por suerte, sabía la contraseña; Ígor nunca la había ocultado.

No había mensajes sobre un viaje a Vorónezh. Pero sí correspondencia con una agencia de viajes sobre la reserva de una habitación en un hotel a las afueras de Moscú. Para dos personas. Para mañana.

Toda la noche Yelena permaneció despierta, escuchando cada sonido.

Ígor llegó a casa hacia medianoche, se coló en la ducha y luego se tumbó a su lado y empezó a roncar casi al instante. Normalmente se habría alegrado de que regresara, pero ahora su presencia le parecía parte de una función impostada.

Por la mañana su marido hizo la maleta para su “viaje de negocios” con particular esmero. Yelena fingía dormir, pero lo miraba entre los párpados entornados.

—Lena, me voy —se inclinó para besarle la frente.

—Buen viaje —murmuró, intentando sonar adormilada.

Después de que se fue, Yelena se vistió rápido y fue al trabajo. Pero era imposible concentrarse. Pasaba papeles mecánicamente, atendía llamadas, asentía en una reunión y solo pensaba en una cosa: ¿qué hacer después?

A la hora de comer, ya tenía un plan.

Si Ígor y Anzhela estaban en un hotel a las afueras de Moscú, tenía tiempo para revisar las cosas de su marido en casa. Quizá encontrara algo que aclarara la situación.

Pidió salir del trabajo con el pretexto de encontrarse mal (no muy lejos de la verdad) y se dirigió a casa.

Empezó por su escritorio. Los cajones tenían lo habitual: bolígrafos, cuadernos, cargadores. Pero en el rincón más lejano sus dedos hallaron una hoja doblada. Era una tasación impresa de su apartamento. Con fecha de la semana pasada.

Le temblaron las manos. Así que de verdad planeaba vender el piso. ¡Su hogar, el que le habían regalado sus padres!

Yelena fue al dormitorio y abrió la parte del armario de su marido. Entre camisas encontró una bolsa de joyería. Dentro, unos pendientes de oro con diamantes. El recibo mostraba una suma que ellos solían gastar en un mes en todo.

Está claro que esos pendientes no eran para ella. Yelena era alérgica al oro, y su marido lo sabía perfectamente.

En el bolsillo de una chaqueta encontró la tarjeta de un abogado y una nota con una fecha.

“Divorcio. Reparto de bienes.” De puño y letra de Ígor.

Así que en tres días pensaba presentar la demanda de divorcio.

Yelena se sentó en la cama, sintiendo que las rodillas le flaqueaban. Todo este tiempo había estado preparando abandonarla. Y no solo abandonarla, sino también robarle.

Sintió un arrebato de furia. Una rabia fría y pura ante la desfachatez de tomarse por una tonta a la que se puede llevar de la nariz.

Agarró el portátil y se puso manos a la obra.

Primero, entró a la banca en línea y transfirió todo el dinero de la cuenta conjunta a su cuenta personal.

Luego buscó el número de la agencia de viajes que había usado su marido.

—Buenas tardes. Soy la esposa del señor Kravtsov. Me pidió que les dijera que el check-in en el hotel se pospone. Tenemos un asunto familiar.

—Entiendo. ¿Para cuándo planean llegar?

—De momento no se sabe. Lo más probable es que tengamos que cancelar la reserva.

—De acuerdo, haremos los cambios. ¡Gracias por avisar!

Yelena sonrió satisfecha. Que los tortolitos lleguen y se encuentren la puerta del hotel cerrada. ¡Cita romántica arruinada!

Pero no bastaba. Necesitaba algo más. Algo que les hiciera entender que era peligroso jugar con ella.

Cogió de nuevo el teléfono y marcó el número de su conocido, el abogado Oleg Mijaílovich, que la ayudó con la herencia de su abuela.

—Oleg Mijaílovich, buenas tardes. Habla Yelena Kravtsova. Tengo una cuestión urgente de derecho de familia. ¿Cómo puedo proteger mi patrimonio si mi esposo presenta el divorcio?

—Yelena, ¿qué pasó? No hace mucho te veía tan feliz.

—Las cosas no eran lo que parecían. Mi marido irá a un abogado en tres días para presentar el divorcio. Me enteré por casualidad.

—Entiendo. ¿El apartamento te lo regalaron tus padres antes o después del matrimonio?

—Antes. Pero registramos el matrimonio después.

—Eso no importa. La escritura de donación está a tu nombre, por lo que el apartamento es tu propiedad personal. No se divide en el divorcio. Pero hay matices si se invirtieron fondos comunes en reformas o remodelaciones.

Yelena exhaló aliviada. No habían hecho reformas mayores, solo arreglos cosméticos.

—¿Y nuestros ahorros?

—Si el dinero está en cuentas conjuntas, se reparte a la mitad. Pero si uno de los cónyuges intenta ocultar ingresos o mover fondos, el tribunal puede tenerlo en cuenta en la división.

—¿Entonces tengo derecho a transferir nuestro dinero conjunto a mi cuenta?

—Técnicamente, sí. Pero es mejor documentar todos los movimientos. ¿Y estás segura de que tu marido va a presentar el divorcio? ¿Quizá deberías hablar primero?

—Oleg Mijaílovich, lleva dos años con otra mujer. Y planea vender nuestro piso; incluso pidió una tasación.

—En ese caso, actúa rápido. Puedo recibirte hoy a las seis.

Tras hablar con el abogado, Yelena se sintió más ligera. Pero aún no era suficiente.

Ígor y Anzhela creían que era indefensa e ingenua; ella pensaba demostrar lo contrario.

Recordó que Anzhela trabajaba en una agencia de publicidad que atendía a varios centros comerciales grandes. Un cargo serio, la imagen importa. A la dirección difícilmente le gustaría una empleada que destruye familias ajenas.

No fue difícil encontrar los contactos de su supervisor.

Yelena redactó una carta breve pero contundente, indicando que su empleada llevaba dos años con un hombre casado y planeaba con él maniobras con bienes inmuebles.

No envió la carta todavía. Decidió guardarla como último argumento.

A las seis en punto estaba en el despacho de Oleg Mijaílovich. El abogado veterano evaluó la situación al instante:

—Yelena, haces bien en no quedarte de brazos cruzados. Los hombres a menudo creen que las esposas no entienden de asuntos legales.

—¿Qué me aconseja?

—Mañana por la mañana, antes de que él vaya a su abogado, presenta tú misma la demanda de divorcio. Eso te dará ventaja: serás la demandante, no la demandada. Podrás fijar las condiciones.

—¿Y el apartamento quedará definitivamente para mí?

—Sin duda. Además, si logramos probar que ocultaba gastos y que destinaba fondos conyugales a su amante, el tribunal puede fallar en su contra en la división.

Oleg Mijaílovich preparó toda la documentación necesaria. Yelena firmó un poder para que él llevara el caso.

—Y una cosa más —añadió el abogado—. Si tienes grabaciones de sus conversaciones, mensajes, fotos, cualquier cosa podría servir. Los tribunales rusos toman en serio la infidelidad conyugal.

Esa noche, en casa, Yelena trazó un plan para el día siguiente.

Por la mañana iría al juzgado y presentaría el divorcio. Luego al trabajo, como si nada. Y más tarde, mientras Ígor estuviera en el despacho de su abogado, le notificarían que el divorcio ya se había iniciado… por ella.

Hacia las once llegó otro mensaje de Ígor:

“Lena, ¿estás bien? Estoy cansado; me acuesto temprano. Mañana no llamaré. Negociaciones todo el día.”

“Claro que no llamarás”, pensó Yelena. “Tienes otros planes.”

Tecleó rápido su respuesta:

“De acuerdo, cariño. Suerte con las negociaciones. Te quiero.”

La última palabra le costó escribirla, pero debía mantener las apariencias hasta el final.

Yelena envió el mensaje y apagó el teléfono. Tenía la intención de descansar bien: los próximos días serían muy intensos.

Por la mañana se despertó con una extraña sensación de ligereza.

Por primera vez en meses, sabía exactamente lo que hacía y por qué. A las nueve presentó la demanda de divorcio y a las once ya estaba en el trabajo.

Ígor guardó silencio dos días. Al parecer, disfrutaba los últimos días de su “viaje de negocios” con Anzhela.

Al fin llegó la ansiada llamada.

—Lena, esto… esto debe ser un malentendido —balbuceó su marido, desconcertado—. Me acaban de notificar. Dice que estás pidiendo el divorcio.

—No es un malentendido —respondió con calma—. Es la realidad. Porque lo sé todo, Ígor.

Intentó sonar indignado:

—¿De qué hablas? ¡Estoy en un viaje de negocios en Vorónezh!

—En el hotel “Podmoskovnye Dali”. En una habitación doble. Con Anzhela, mi ex amiga. ¿Eso querías decir?

—Lena, escucha…

—No, escucha tú. El apartamento se queda conmigo. ¡Ni lo sueñes! Ya transferí el dinero de la cuenta conjunta a la mía. Y también me quedé con los pendientes de oro. Eran tuyos… ¡ahora son nuestros!

—¿Me espiabas?

—¡Qué va! Has sido tan descuidado que no tuve que hacer nada. Cuando hablamos hace tres días, te olvidaste de colgar. Lo escuché todo. ¡Una coincidencia afortunada!

Oyó una voz de mujer por el auricular. Anzhela decía algo, furiosa, de fondo.

—Sí, Ígor, dile a tu noviecita que he enviado una carta a su agencia. Con detalles de su aventura. A ver qué opina la dirección de una empleada que rompe familias.

—¡No tenías derecho!

—¿Y tú tenías derecho a mentirme dos años? ¿A planear a mis espaldas el divorcio y la venta de mi piso?

La voz de Ígor se volvió suplicante:

—Lena, podemos hablarlo todo. Yo te explicaré…

—Lo explicarás en el juzgado. Oleg Mijaílovich representará mis intereses. Porque no quiero verte.

Colgó y apagó el teléfono.

Esa tarde, como de costumbre, Marina del departamento vecino se asomó:

—Lena, hoy te veo… contenta. ¿Qué pasó?

—¡Me divorcio!

—¡Dios santo! ¿Y lo dices tan tranquila?

—¿Sabes? Cuando tomas la decisión correcta, se respira mejor de inmediato.

Una semana después llegó la respuesta de la agencia de publicidad. A Anzhela le impusieron una reprimenda formal y le retiraron la prima trimestral. Y un mes después renunció. Al parecer, el ambiente en el trabajo se volvió irrespirable cuando todos se enteraron de la verdad.

Ígor intentó, por medio de conocidos, decir que estaba dispuesto a llegar a un acuerdo. Pero Yelena se mantuvo firme.

El divorcio fue rápido. No había nada sobre lo que discutir. El apartamento, documentado como su propiedad, se quedó con ella. Los ahorros conjuntos se dividieron a la mitad, pero como Ígor no pudo explicar el origen de sus grandes gastos recientes, su parte resultó ser simbólica.

Y por primera vez en años, Yelena sintió que su vida le pertenecía de nuevo. Que a veces la justicia sí triunfa, especialmente si le echas una mano.