“Te quise, pero ya no”

Capítulo I: El Encuentro Inesperado

La tarde se desplomaba gris sobre el pueblo de Santa Ilusión, un rincón perdido entre montañas y cafetales. El aire denso y pesado de la inminente tormenta olía a tierra mojada, a hojas fermentadas y a la amarga rabia que se había gestado durante meses en el silencio de una casa de adobe. La lluvia, que hasta entonces había sido una promesa lejana, comenzó a caer con fuerza, arrastrando con ella hojas, recuerdos y un grito que partió en dos la quietud de la tarde:

—¡Te quise, pero ya no! ¡No te atrevas a buscarme nunca más, Dalia!

La voz de Simón retumbó como un trueno seco, un eco final que se perdió entre las calles de piedra del pueblo. Sus ojos, aunque secos, ardían con una intensidad que Dalia jamás le había visto, un fuego purificador que consumía todo lo que habían sido. Dalia, empapada bajo su paraguas que ya poco servía contra la furia del cielo, lo miró sin defenderse. El agua corría por su rostro, mezclándose con lágrimas que no se atrevía a dejar caer. Su blusa celeste, mojada y pegada al cuerpo, no cubría la culpa que se le desbordaba por la mirada, un torrente silencioso que lo decía todo.

Aquel grito era el fin de una historia que había comenzado dos años antes, en un sol de mediodía. Dalia, recién llegada a Santa Ilusión, era una joven psicóloga comunitaria, con la cabeza llena de teorías y la mochila repleta de sueños. Venía de una gran ciudad, de la ruidosa y caótica capital, y el silencio del pueblo le parecía una melodía extraña, una partitura que aún no sabía leer. Por su parte, Simón era la tierra misma. Un campesino con estudios apenas de secundaria, con las manos curtidas por el trabajo en los cafetales, pero con una inteligencia y una bondad que no se aprenden en los libros. Era conocido por su incansable labor como recolector y, sobre todo, por su papel como encargado de la cooperativa de café, una figura de respeto y confianza para todos.

Se conocieron en una asamblea del pueblo, bajo el techo de la vieja escuela comunitaria. Ella hablaba con elocuencia sobre la importancia de la salud mental en la comunidad; él la escuchaba desde la última fila, con una mezcla de fascinación y timidez. Eran tan distintos como la luna y el barro, tan opuestos como el asfalto y el café de altura. Ella, con su voz de ciudad, con su olor a perfume caro. Él, con el olor a tierra mojada, a sudor honesto, a trabajo duro. Se miraron una vez, en un instante en que sus ojos se encontraron por casualidad, y algo en ese cruce de miradas les dijo que esa diferencia no era un obstáculo, sino una invitación. Y no pudieron olvidarse.

Poco a poco, comenzaron a encontrarse. En la iglesia, donde ella iba los domingos para observar las dinámicas sociales del pueblo. En el mercado, donde él vendía su café y ella compraba los víveres para su pequeña casa de renta. En el sendero al río, donde a veces coincidían en las tardes. Ella le hablaba de libros que él nunca había leído, de ideas abstractas que a él le resultaban tan extrañas como fascinantes. Él le contaba sobre la tierra, sobre el ciclo del café, sobre el lenguaje secreto de las plantas y los animales. Le enseñó a diferenciar el olor de la lluvia que venía de la montaña de la que venía del valle. Y sin saber cómo ni cuándo, en medio de esa danza de opuestos, se enamoraron.

Capítulo II: Las Promesas del Amanecer

El amor de Simón se manifestaba en acciones, no en palabras vacías. Para que Dalia se quedara con él después de terminar su servicio social, le construyó un cuarto junto a la casa de su madre, doña Remedios, con sus propias manos. Las paredes eran de adobe, el techo de teja, y el piso de cemento pulido. No era un palacio, pero era un hogar, un refugio para su amor. Doña Remedios, una mujer de campo, cerrada y desconfiada, observaba con recelo.

—Las mujeres de ciudad solo vienen a jugar —le decía a su hijo con la voz grave—. Se cansan rápido del silencio y de la tierra.

Pero Dalia lo amaba. O al menos eso creía. Aceptó quedarse, dejó su vida anterior por él, por el silencio de las mañanas y el canto de los pájaros al atardecer. Se adaptó al campo, al trabajo rudo, a la rutina de los días que se repetían como un eco suave. Y por un tiempo, fueron felices. La felicidad era una taza de café en el porche, una conversación a la luz de las velas, un paseo de la mano por los cafetales. Era la sencillez y la paz.

Sin embargo, con el tiempo, la voz de la ciudad, el eco de lo que había dejado atrás, empezó a resonar en su cabeza. Las paredes de adobe, que antes le habían parecido un nido protector, comenzaron a oprimirle el pecho. El silencio, que antes era una melodía, se volvió un peso insoportable. Sentía que se estaba ahogando en la rutina, en la monotonía de los días.

—Extraño sentir que vivo, Simón —le confesó una noche, sentada en el porche, con los ojos fijos en la negrura de la noche.

Él no supo qué responder. ¿No era eso vivir? ¿El trabajo, el amor, la tierra? Pensó que era una etapa, un capricho de la ciudadana que aún vivía en ella. “Se le pasará”, se dijo a sí mismo, sin entender que las raíces de Dalia nunca habían echado ramas en la tierra de Santa Ilusión.

Capítulo III: Las Mentiras Tienen Rostro

El destino, o quizás la ironía, quiso que un nuevo personaje irrumpiera en sus vidas. Llegó al pueblo un nuevo ingeniero agrónomo: Rodrigo. Joven, elocuente, con estudios en el extranjero, y con una visión moderna para la cooperativa. Él era el espejo que Dalia necesitaba para ver lo que había dejado atrás. Se encontró con él en las reuniones, y en cada conversación, se encendía una chispa que creía haber perdido. Hablaban de libros, de arte, de ideas, de un mundo que Simón no podía entender.

Dalia comenzó a colaborar con él en proyectos comunitarios, pasando las tardes en la cooperativa, bajo el pretexto del trabajo. Simón no era un hombre celoso, pero sí era un hombre atento. Y había algo en la risa de Dalia cuando Rodrigo estaba cerca que le carcomía el alma, una risa que no era la misma que ella tenía para él.

Una noche, Simón, buscando unas herramientas en la cocina, encontró una libreta con anotaciones. No eran proyectos. Eran poemas. Cartas. Y estaban firmadas por Rodrigo. Palabras como “el alma gemela que no supe que buscaba” o “nuestras mentes están unidas, aunque nuestros cuerpos no lo estén” lo atravesaron como cuchillos. Algunas respuestas, garabateadas con la letra de Dalia, decían: “no puedo seguir fingiendo”, “si todo fuera distinto, ya no estarías solo” y “me asfixia el silencio de aquí”.

Guardó silencio. No dijo nada. La libreta se convirtió en un fantasma entre ellos. Él la miraba distinto desde entonces, con una tristeza en los ojos que ella no se atrevía a ver.

Capítulo IV: El Día en Que Todo Se Rompió

La tarde se volvió plomiza, el cielo, un lienzo de rabia. Simón salió de trabajar temprano, con el corazón apretado por la libreta. Caminaba bajo la lluvia cuando vio a lo lejos a Dalia y Rodrigo cerca del puente viejo, un lugar de encuentro para los amantes. No se besaban, pero la forma en que se miraban, la cercanía de sus cuerpos, el gesto de la mano de Rodrigo que le tocaba el brazo, hablaba de todo lo que no se decían. El silencio entre ellos era más ruidoso que el estruendo de la lluvia.

Simón no gritó. No alzó la voz. Solo se acercó, mojado de pies a cabeza, con la tierra pegada a sus botas y el corazón hecho pedazos. Rodrigo, al verlo, retrocedió, su rostro palideció. Dalia quiso hablar, pero Simón alzó la mano, no para golpear, sino para detener.

—¿Eso es lo que querías, Dalia? —preguntó, con voz firme, sin lágrimas, sin el estruendo de la rabia, solo con el silencio de un corazón roto.

Ella bajó la mirada, incapaz de mirarlo a los ojos. El mundo se detuvo.

—No hace falta que expliques. Ya entendí todo —dijo, la voz cargada de una resignación que lo decía todo—. Te quise, Dalia, pero ya no.

El eco de sus palabras flotó en el aire, mezclándose con la lluvia.

—No te atrevas a buscarme. No te debo nada… y tú ya no me debes amor.

Y con esas palabras, se dio la vuelta y se fue, dejando a Dalia sola, bajo la lluvia, con la culpa como única compañía.

Capítulo V: El Precio de la Decisión

Dalia se fue al día siguiente, en el primer autobús que salió del pueblo. No recogió todo. Dejó la mitad de su ropa, los libros que le había regalado Simón, y la libreta de poemas, un recordatorio de lo que su corazón había roto. La casa de adobe quedó en silencio.

Rodrigo regresó a la ciudad meses después, y jamás volvió. Su aventura con Dalia, una pasión nacida del aburrimiento y la insatisfacción, se desvaneció tan rápido como había llegado. Dalia se encontró sola de nuevo, de vuelta en la ruidosa ciudad, con un vacío en el pecho que ninguna multitud podía llenar.

Simón se quedó en Santa Ilusión. No volvió a amar. El dolor, al principio, era una herida abierta, pero con el tiempo se convirtió en una cicatriz, un recordatorio de que su corazón, aunque roto, podía seguir latiendo. Su madre envejeció y él se encargó de cuidarla hasta el final. Se hizo más respetado, pero también más solitario. Plantó árboles de café donde antes estuvo su casa con Dalia, árboles que, a diferencia de su amor, nunca dejaron de florecer.

Dalia, años después, volvió al pueblo para un seminario. Pasó frente a la cooperativa de café. Lo vio de lejos. Él estaba de pie, con las manos en la cintura, la espalda más ancha, el cabello con más canas, el rostro más curtido por el sol. Él la miró, o fingió no hacerlo. No hubo un cruce de miradas, solo un instante de reconocimiento en el que ella se dio cuenta de que no tenía nada que decirle. No se atrevió a saludar. Él era la tierra que la había amado, y ella era la tormenta que lo había abandonado.

Epílogo: Cuando el amor no basta

Dicen que el amor no siempre salva. Que a veces, el amor solo enseña. Y cuando se va, deja lecciones que duelen más que las heridas.

Simón y Dalia se amaron, sí. Pero no bastó. Porque a veces, el amor que se rompe no puede repararse, solo aceptarse. La vida de Dalia en el pueblo fue un poema que ella nunca supo escribir, una melodía que no supo cantar. La vida de Simón sin ella fue una herida que sanó, un jardín que creció de la tristeza.

Y aunque ya no se oiga aquel grito bajo la lluvia, en algún rincón del alma de ambos, aún vive el eco:

“Te quise… pero ya no.”