Donde el Hielo se Rompe

La nieve caía del cielo como un encaje desgarrado, tejido por ángeles y arrojado al vacío. La tierra guardaba silencio, su aliento arrastrado por una tormenta que aullaba en la noche como una bestia en duelo. En el borde de este mundo blanco y mudo, una cabaña se estremecía bajo un cielo de plomo, sus huesos de madera crujiendo bajo el embate del viento.

La puerta se abrió de golpe con un chasquido furioso. Una mujer, descalza y vestida con un traje de novia que brillaba en la oscuridad como un fantasma reacio a morir, se tambaleó hacia afuera. Su velo, largo y pesado, se arrastraba tras ella, hundiéndose en la nieve y empapándose de lágrimas heladas. La voz que una vez le había susurrado votos de amor ahora rugía desde la cabaña, una voz ebria de whisky y envenenada de orgullo herido.

Ella había pensado que el matrimonio sería su refugio. En cambio, se convirtió en una jaula. Su esposo, Ranchar, se enorgullecía de su tierra y de su nombre, pero medía el valor de las cosas en sumisión. Su voz suave le parecía un desafío; una sonrisa a la anciana que horneó su pan de bodas, una traición. Esa primera noche, mientras la nieve sepultaba el mundo, él decidió que el silencio de ella era una confesión de culpa. No se resistió cuando la golpeó, ni gritó cuando la arrastró al frío. Solo cuando el cerrojo sonó, separándola del calor, susurró una oración.

La noche se extendió, infinita y despiadada. Sus pies, una vez calzados en seda, ahora sangraban, dejando rastros escarlata en la nieve. El vestido blanco se pegaba a su cuerpo como un castigo, pesado por la escarcha y las lágrimas. En algún lugar abajo, en un barranco oscuro, siseaba un arroyo, su voz abriéndose paso a través de la costra de hielo. Ella caminó hacia él, ebria de frío, hasta que los árboles se fundieron en una neblina gris y su cuerpo se desplomó en un ventisquero.

A millas de distancia, en lo alto de las montañas, un hombre arrastraba un fardo de leña a través de la tormenta. Tenía treinta y cinco años, de hombros anchos y silencioso. La gente del pueblo lo llamaba ermitaño, una sombra que vagaba por los bosques. A su lado trotaba una perra Laika gris, sus ojos brillando como brasas. De repente, la perra se detuvo, con las orejas alerta. El hombre se detuvo, siguiendo su mirada a través del velo de la tormenta. Algo pálido yacía en un montón de nieve. Al principio pensó que era hielo, pero luego vio el cabello oscuro esparcido y una mano que se aferraba al vacío.

Se arrodilló a su lado. Los labios de la mujer estaban azules, sus pestañas cubiertas de escarcha. Estaba viva. Sin dudarlo, la levantó en brazos. Su cuerpo era ligero como la ceniza. La llevó a su cabaña, oculta en un claro de pinos. Dentro, el fuego crepitaba. La acostó junto al hogar, cortó las cuerdas que se habían clavado en sus muñecas y la cubrió con una manta de lana. Apartó su cabello húmedo y vio las marcas en su cuello: huellas de dedos, crueles y recientes. Su mandíbula se tensó, pero no dijo nada. Se sentó a su lado, esperando, porque había visto suficientes muertes para saber cómo esperar a que la vida decidiera regresar.

Cuando ella abrió los ojos, la luz de la mañana se derramaba por una pequeña ventana. El olor a humo de leña, el calor de la manta, la respiración tranquila de la perra junto al fuego… todo parecía un sueño. Entonces lo vio, sentado a la mesa, arreglando una correa de cuero. Sus miradas se encontraron. Él solo asintió, como confirmando que estaba a salvo.

—Descansa —dijo él en voz baja. Era una voz áspera, nacida de años de silencio. —No sé tu nombre —susurró ella. Él se encogió de hombros—. No importa. Estás a salvo. Su mirada se desvió hacia la ventana, donde la nieve caía ahora más suave, como un perdón—. Él me dejó allí —murmuró—. Dijo que no valía el pan que compartimos. Él no respondió de inmediato. Arrojó más leña al fuego—. Algunos no saben lo que es el valor —dijo finalmente—. Creen que es un peso que se carga, no una luz que se da.

Los días se fundieron. La tormenta pasó, pero las montañas aún respiraban frío. La mujer comenzó a vivir de nuevo, si es que moverse por la cabaña, hacer pequeñas reparaciones y cuidar del fuego podía llamarse vida. El hombre de la montaña hablaba poco. Pasaba sus días revisando trampas y tallando madera. A veces, cuando ella lo sorprendía mirándola, él desviaba la vista rápidamente, como avergonzado de su propia gentileza.

Una mañana, el amigo trampero del hombre apareció en la puerta. —¿La encontraste allí? —preguntó el trampero, mirándola con curiosidad. —No la encontré —respondió el hombre de la montaña—. Ella me encontró a mí. El trampero resopló—. Su marido está haciendo ruido en el pueblo. Dice que se escapó con alguien. Pregunta por una cabaña en las montañas —su tono se suavizó—. Ese hombre bebe maldad. Si viene, habrá problemas.

Cuando el trampero se fue, el silencio regresó, más pesado que antes. —Vendrá —dijo el hombre de la montaña en voz baja—. Con nieve o sin ella.

La primera señal llegó al atardecer. La perra ladró, un gruñido bajo e incierto. En la luz menguante, el hombre vio tres sombras contra la nieve. Jinetes. —Es él —dijo, cerrando la puerta en silencio—. Quédate dentro. —Te matarán —susurró ella, el miedo oprimiéndole el pecho. Él tomó un rifle de encima de la chimenea—. No, si no les doy una razón.

Afuera, la voz de su marido cortó el aire. —¡La escondes ahí, leñador! ¡Es mía! El hombre de la montaña salió. —La dejaste morir —dijo, con la voz firme—. Ahora solo se pertenece a sí misma.

Incapaz de soportarlo, ella abrió la puerta de golpe. El frío entró violentamente. —¡Basta! —gritó, saliendo a la nieve. Su vestido blanco ondeaba a su alrededor. Su marido se volvió, con el rostro desfigurado por la conmoción y el asco. —Deberías haber muerto —siseó. —Lo intenté —respondió ella, con la voz temblorosa—. Pero la muerte no me quiso.

Él levantó una pistola. El hombre de la montaña se abalanzó, empujándola justo cuando el disparo rasgaba la noche. Los dos hombres cayeron a la nieve, luchando en un silencio brutal. La pistola se deslizó sobre el hielo. La mujer cayó de rodillas y agarró el rifle, pero sus dedos no apretaron el gatillo. —No —susurró—, no más muertes.

Su voz detuvo la pelea. Su marido se abalanzó hacia ella, pero el hombre de la montaña le interceptó el brazo, retorciéndolo hasta que el arma cayó. El marido retrocedió, resbaló en el hielo al borde del arroyo. El hielo se partió con un crujido como un trueno y se hundió en el agua negra. La corriente se lo tragó. El silencio regresó.

Volvieron a la cabaña. El fuego ardía con una llama constante. Ella se sentó junto al hogar, mirando las llamas. Él añadió un leño. Sus manos se rozaron y, por primera vez, ella no se apartó. —¿Y ahora qué? —preguntó ella tras un largo silencio. Él miró el fuego—. Pronto será primavera. El río se descongelará. Crecerán flores donde se rompe el hielo. —¿Y nosotros? —preguntó ella. Él sonrió levemente—. Veremos si el fuego aguanta.

Ella asintió, arropándose con la manta. El calor le llegaba hasta los huesos, pero era más que calor. Era un hogar. Por primera vez, no estaba huyendo ni escondiéndose. Simplemente respiraba. La montaña brillaba bajo la luna, sus laderas guardando huellas que el viento pronto borraría. Algunos inviernos terminan con piedad, no en tumbas. Algunos corazones se descongelan no con promesas, sino con la simple presencia de otro. Ella miró al hombre a través del fuego y sonrió. Su reflejo parpadeó en la luz. La noche se aquietó, llevando el eco del agua bajo el hielo, de una vida que se movía, invisible, lista para renacer con el deshielo.