EPISODIO 1

Me llamo Ella, tengo 25 años, me casé a los 22 con John, hace ya más de tres años, y debo confesar que estos años han sido los peores de mi vida.

Conocí a mi esposo en la iglesia, nos casamos en la iglesia y nuestra unión fue bendecida por nuestro pastor, pero muchas veces, por cómo se comporta John, me dan ganas de preguntarme si no lo conocí en una discoteca.

No me malinterpretes, John no fuma ni bebe, no me pega, se asegura de proveerme todo lo que necesito, pero el problema que tengo con él es que… le encanta el sexo. Demasiado.

¡Dios mío! Si hubiera sabido esa parte de él, sinceramente no habría aceptado casarme.

Si alguien lo ve hablando en lenguas en la oración, jamás imaginaría que esa misma lengua santa pertenece a un león en la cama que devora cualquier cosa que tenga delante.

Desde que me casé con John, no hay estilo sexual que no haya escuchado, pero el que me destroza el alma cada vez que lo menciona es uno que llama la serpiente en la sombra del mono. Te dije que me casé con un hombre que parece salido de un club y no me creíste. Me alegra que ahora lo estés viendo tú misma.

Le he estado diciendo todos los días a John que tanto sexo así puede llevarnos al infierno, y él solo responde: “Cuando lleguemos al cielo, lo averiguaremos”.

¡Ay! John es un caso perdido.

Si existiera el divorcio en el cristianismo, yo ya habría pedido el mío hace tiempo, al menos así me libraría de John.

Una vez que John me hace un cumplido, ya sé lo que viene después.

Si me hago un nuevo peinado y él dice que está bonito, ya estoy condenada.

Por eso empecé a cubrirme la cabeza con un pañuelo, ¡incluso mientras duermo!

Que se guarde sus cumplidos, al menos así lucho una batalla menor.

Últimamente se queja de que no me gusta oler bien, que no uso los perfumes que me compra, que no me pongo las batas sexys que él me regala, que prefiero andar con un paño amarrado y camiseta Adidas. Pero cualquier creyente consciente del cielo sabe que todas esas cosas son obstáculos para llegar al cielo.

El cielo es la meta, y ni John ni el diablo me harán desviarme de servir a Dios.

Estaba hablando sola mientras me miraba al espejo, cuando escuché un golpe en la puerta. Miré el reloj. Eran las 6:30 de la tarde.

Solté un suspiro, porque la máquina sexual ha regresado, y es hora de volver a nuestras maratones por toda la casa hasta que amanezca.

Me levanté del sillón y me aseguré de amarrarme bien el paño a la cintura. Esta noche no hay nada para él.

Una vez que confirmé que todo estaba perfectamente asegurado, fui directo a abrirle la puerta a mi esposo, John.

EPISODIO 2: EL AYUNO SEXUAL Y EL DEMONIO DE LAS BÁTAS DE ENCAJE

—¡Bienvenida, máquina sexual! —dije en mi mente mientras sonreía por fuera—. Buenas tardes, esposo mío.

—Buenas tardes, mi reina. ¿Por qué estás tan tapada? ¿Hay neblina en la casa o qué? —me respondió con una ceja levantada, ya escaneándome de pies a cabeza como siempre.

—Estoy en ayuno, John. Ayuno seco. Y el Espíritu Santo me indicó que me cubriera para evitar tentaciones. El enemigo es astuto, ¿sabes?

—¿Ayuno seco? ¿Otra vez? ¿Desde cuándo el Espíritu Santo prohíbe las caricias maritales? ¡Hasta en la Biblia dice que no debemos negarnos el uno al otro!

—¡John! ¡No tientes al Espíritu!

Se rió con esa sonrisa suya que mezcla lujuria y sarcasmo, y luego entró directo a la cocina como si nada. Yo lo seguí, con el paño bien amarrado y mi expresión de “hermana en la fe”.

Pero lo que vi al llegar me dejó sin palabras: había comprado más batas. ¡Sí! ¡Más! Esta vez eran de encaje rojo y uno en color dorado con brillos. Hasta trajo perfumes nuevos con nombres que ni puedo pronunciar.

—Mira, mi amor —dijo emocionado—, este perfume se llama “Fuego del Edén”. Huele a tentación divina. Y esta batita… —levantó la dorada—, esta es para la noche del sábado, para que celebremos el séptimo día con gloria.

—John, yo no soy Eva, y tú no eres la serpiente. Deja de comprarme estas cosas. Mira que tengo un ministerio que proteger.

Pero John ya estaba desenrollando las batas, colgándolas como trofeos, mientras yo oraba en voz baja:
“Señor, si esta es mi cruz, dame fuerza. Pero si hay otro destino para mí, ¡envíame una visión!”

—Amor, —dijo de pronto—, ¿sabes qué pensé hoy en el trabajo?

—¿Qué?

—Que deberíamos escribir un libro. “Cama Celestial: Guía para matrimonios ungidos”.

Me atraganté con mi propia saliva. ¡Este hombre ya perdió todo sentido de reverencia!

—¿Y qué vamos a escribir ahí, John? ¿Tus posiciones favoritas? ¿El capítulo 5 será “La serpiente en la sombra del mono”? ¿Y el prólogo lo escribe el diablo?

John se rió tan fuerte que pensé que los vecinos llamarían a la policía. Luego me abrazó por la cintura —¡con el paño y todo!— y susurró:

—Ay, Ella… tú eres la única mujer que me puede volver loco y hacerme reír al mismo tiempo. Si ir al cielo significa estar sin ti… entonces prefiero el purgatorio, pero contigo.

No sabía si llorar, reír, o llamar al pastor para una sesión de liberación.

Pero una cosa sí sabía: esto no era matrimonio común.
Esto era guerra espiritual… ¡con capítulos cómicos!

EPISODIO 3 – LA GUERRA FRÍA

Esa noche, como ya era costumbre, la “máquina sexual” entró a casa con una sonrisa de oreja a oreja, cargando en una bolsa otra de sus famosas batas transparentes. Esta vez era roja. Rojo infierno. ¡Sangre de Cristo, cúbreme!

—Mira lo que conseguí para ti, mi reina —me dijo, acercándose como un lobo hambriento.

Yo ni me inmuté.

—Gracias. La colgaré junto con las otras en el armario de las cosas inútiles.

Él rió. ¡Sí, rió! Como si fuera un chiste.

—Ella, ¿cuánto tiempo más vas a seguir en esta tu guerra santa contra mi libido?

—Hasta que tú renuncies a tus caminos carnales, Juan el Deseoso.

—¿Juan el qué?

—¡El Deseoso! Porque eso es lo que eres: un cristiano de día y una versión bautizada de Christian Grey por la noche.

John se acercó más, acariciándome el hombro. Yo me aparté.

—Hoy, no —le advertí.

—¿Hoy tampoco? Pero si ayer tampoco y anteayer tampoco. ¿Cuándo es “sí”?

—Cuando el Espíritu Santo me lo revele.

John levantó las manos como quien se rinde, pero con sarcasmo.

—Muy bien, hermana Ella. Me retiro a ayunar, tal vez en el ayuno se me aparezca mi esposa verdadera.

—¡Amén! Y que esa esposa venga vestida de blanco, no de encaje rojo.

Nos dimos la espalda, cada uno marchándose a su esquina como boxeadores antes de la próxima ronda.

Esa fue la primera noche en tres años que dormimos sin tocarnos, sin hablar, sin ni siquiera un “Dios te bendiga”. Silencio total. Una guerra fría espiritual.


A la mañana siguiente, me desperté con el olor a tocino.

¿Tocino?

¡John estaba cocinando! El hombre que no sabe ni calentar agua estaba en la cocina, moviendo huevos, pan, y haciendo batido con plátano.

—¿Estás bien? —le pregunté desde el marco de la puerta.

—Claro —dijo sin mirarme—. Me pareció que, como estás muy ocupada ayunando contra el espíritu del deseo conyugal, no tendrías tiempo para cocinar.

—¡Ah, claro! ¿Y ahora me castigas con el desayuno?

—No, no. Solo me aseguro de no ser tropiezo para tu santidad. Esta comida no es para ti, es para mí. No sea que el olor del tocino te haga pecar.

Le di una mirada fulminante. Ese hombre… ¡sabía cómo provocarme!


Los días siguientes fueron un campo de batalla. Él usaba su cuerpo como tentación. Salía del baño envuelto en toalla, dejaba la puerta abierta cuando se cambiaba, se aplicaba su perfume favorito y luego pasaba frente a mí lentamente, como quien anuncia un sacrificio al altar.

Yo, armada con mi Biblia, aceite ungido y pantalones largos, me refugiaba en los Salmos.

Pero una noche, después de una vigilia intensa, mientras oraba, tuve una visión.

Vi a John… solo… envejecido… infeliz… y yo también, con arrugas y una Biblia que nadie más leía. Una casa vacía, sin risas, sin amor, sin besos, solo santidad sin sabor.

Me desperté sudando.

—Señor, ¿es ese el futuro que me espera? —pregunté con voz temblorosa.

Una suave voz interior respondió:

“No todo lo espiritual es sequedad. El amor también es sagrado.”


Al día siguiente, me vestí. No con bata roja, no con encaje, pero sí con un vestido blanco sencillo, con olor a jazmín.

John estaba en el sofá, leyendo.

—¿Te gustaría orar conmigo esta noche? —le pregunté.

Me miró, confundido, y asintió.

Esa noche, oramos. Pero al terminar la oración, no me levanté de rodillas. Lo miré a los ojos, sonreí, y dije:

—Y ahora, esposo mío… que se haga la voluntad de Dios… en cuerpo, alma… y espíritu.

John abrió la boca, impactado.

—¿Estás diciendo que…?

—Estoy diciendo que… esta noche, no ganará el infierno. Tampoco el cielo. Esta noche… ganamos nosotros.

Y así, sin encajes, sin escándalo, y sin “la serpiente en la sombra del mono”… tuvimos una noche de amor. Sano, dulce, bendecido.

EPISODIO 4

Esa noche, John durmió dándome la espalda, haciendo pequeños ruiditos con la garganta que me recordaban a un gato herido. Lo conozco tanto que sabía que era su forma pasivo-agresiva de decirme que estaba molesto.

Pero yo estaba firme. Ya no era aquella niña ingenua que pensaba que decir “no esta noche” era pecado. ¡Por favor! Si permitía que John siguiera ganando estas “batallas espirituales del cuerpo”, algún día terminaríamos con una orden de exorcismo en medio de nuestra cama matrimonial.

A la mañana siguiente, me desperté antes que él —¡gloria a Dios!— y salí a preparar el desayuno. Hoy no había paño amarrado ni camisón de monja; decidí vestirme decentemente, pero sin provocar guerra. Una túnica larga, cuello cerrado, y una bufanda que me cubría hasta los tobillos, por si acaso.

Mientras cocinaba, escuché cómo John se levantaba. Al principio, no dijo nada. Pero luego…

—Ella, ¿me estás castigando? —preguntó desde el pasillo, con esa voz suya entre pícara y dolida.

—¿Castigarte? ¿Por qué haría eso, hombre de Dios?

—Porque anoche no me dejaste ni un abrazo decente. Me diste la bendición como si fuera un misionero partiendo a una cruzada en el Congo.

Me volví para mirarlo. Tenía la barba desordenada y los ojos somnolientos. Se veía… tierno. Pero yo sabía que era una trampa. Es en esos momentos tiernos cuando más peligra mi santidad.

—John, he estado orando —le dije con tono firme pero amoroso—. Creo que necesitamos un ayuno matrimonial.

—¿Qué? ¿Ayuno de comida?

—No, querido. Ayuno de cuerpo. Del tuyo y del mío. Por lo menos 40 días. Como Jesús en el desierto.

Él parpadeó. Dos veces.

—¿Cuarenta qué?

—Días, mi amor. Cuatro cero. Y oraciones a las seis de la mañana, al mediodía y a las nueve de la noche. Guerra espiritual.

John me miró como si acabara de anunciarle que nos mudaríamos al monasterio más cercano.

—¿Y si me muero? —preguntó con una voz tan dramática que no pude evitar reírme—. ¿Y si el Espíritu me lleva por abstinencia?

—Pues resucitarás en gloria. No te preocupes —le dije, entregándole su taza de té.

Pero él no se rindió. Se me acercó lentamente, con esa sonrisa traviesa.

—Entonces, al menos déjame mirar. La Biblia dice que mirar no es pecado… ¿o sí?

—¡JOHN OKOSO! —grité, empujándolo hacia el sofá con la cuchara de madera en la mano—. ¡Fuera, espíritu de tentación! ¡Atrás, Satanás con barba de varón!

John se tiró en el sofá riéndose, y yo también terminé soltando la carcajada. Porque a pesar de todo… lo amo. Aunque a veces parezca más tentación que bendición.

EPISODIO 5 – FINAL
“Y Dios dijo: Serán dos… pero no se matarán.”

Después de decretar el ayuno de 40 días, las cosas en la casa Okoso se pusieron… intensas.

John comenzó a comportarse como si viviera en una prisión de máxima seguridad.

Se encerraba en el baño con su Biblia. Se aprendió de memoria todos los salmos de David que hablaban de aflicción y lamento. Y cada vez que lo veía, suspiraba como si estuviera cargando una cruz literal.

Una tarde lo encontré en la sala, con el ventilador a tope, sudando como si hubiera corrido un maratón.

—¿Qué haces? —pregunté.

—Entrenando mi cuerpo —respondió con voz débil—. Si no puedo liberar energía… al menos la quemo.

¿Liberar energía, dice? ¡Señor, ten misericordia!

Yo intentaba mantenerme firme. De verdad. Rezaba, ayunaba, hasta fui a tres vigilias en una semana. Pero John no ayudaba.

De pronto empezó a ayudar con los platos. Lavaba la ropa sin que se lo pidiera. ¡Incluso me sirvió el desayuno en la cama un día!

—¿Tú qué quieres, exactamente? —le pregunté con suspicacia.

—Solo demostrarte que puedo ser un esposo ejemplar… aunque esté sufriendo en silencio.

Y entonces llegó el día 17 del ayuno. Yo estaba en la cocina, orando mientras removía una sopa. De pronto, escuché una voz débil desde la sala:

—Ella… si me muero… prométeme que contarás la historia de cómo viví sin tocar a mi esposa durante 17 días. Prométemelo…

Lo encontré tendido en el suelo, cubierto con una sábana como si estuviera listo para el cielo. ¡Hasta había escrito su “testamento” en una servilleta!

¡Este hombre estaba dramatizando su martirio!

Lo miré, me acerqué lentamente… y me tiré a reír.

No pude más. Toda la tensión, el autocontrol, la “espiritualidad”… todo se rompió en carcajadas.

John se incorporó con una sonrisita.

—¿Te rendiste?

—¿Y tú?

—¿Eso es un sí?

Nos miramos. Hubo silencio. Luego él dijo:

—Entonces terminemos este ayuno… bíblicamente.

Y así lo hicimos.

Esa noche, no hubo guerra espiritual, solo paz. No hubo resistencia, solo comunión. Y tal como dice la Escritura: “Y los dos fueron una sola carne… y durmieron como bebés.”

Desde aquel día, aprendimos a equilibrar lo espiritual con lo matrimonial. Ni muy fuego celestial, ni muy volcán carnal.

Porque al final del día, no hay fórmula perfecta.

Solo dos locos —uno que ora, la otra que ayuna— aprendiendo a amarse entre risas, errores… y cucharas de sopa.

FIN.