La Rosa Negra de los Azahares

 

En el ocaso del imperio colonial español, allá donde las sombras de la injusticia se extendían como una telaraña asfixiante sobre las haciendas de la Nueva Granada, existía una verdad incómoda que los grandes señores preferían ignorar entre sorbos de vino importado y encajes de Bruselas: cada esclavo llevaba dentro de sí una tormenta silenciosa, aguardando el momento preciso para desatarse. Esta es la crónica de un día que amaneció con cánticos religiosos y terminó pintando de carmesí las paredes inmaculadas de una capilla privada; un día que quedaría grabado a fuego en la memoria de una región entera, demostrando que hasta el alma más quebrantada puede encontrar la fuerza necesaria para ejecutar la venganza más brutal y, paradójicamente, la misericordia más sublime.

La Hacienda Los Azahares se erguía como un monumento a la opulencia en las tierras altas. Sus muros, perpetuamente blanqueados, reflejaban el sol matutino con una intensidad que hería la vista, mientras las campanas de bronce de la capilla privada repicaban llamando a la celebración. Era el 15 de marzo de 1810, una fecha que la varonesa Constanza de Villarroel había esperado con una ansiedad que rozaba la obsesión. Su primogénito, el pequeño heredero destinado a asegurar la continuidad y el patrimonio del linaje Villarroel, sería bautizado en una ceremonia cuya ostentación había costado más oro del que cien familias esclavas llegarían a ver en la suma de todas sus existencias.

Detrás de las pesadas cortinas de terciopelo carmesí, en los pasillos de servicio donde el lujo daba paso abruptamente a la piedra desnuda, fría y húmeda, Yemayá preparaba las vestimentas ceremoniales del bebé. Sus manos, curtidas y endurecidas por años de trabajo incesante, temblaban ligeramente mientras doblaba el fino lino importado de Francia. Sin embargo, no era nerviosismo lo que agitaba sus dedos. Era algo mucho más oscuro, una energía densa y antigua que había germinado en su pecho durante veintidós años de humillaciones sistemáticas y que ahora florecía como una rosa negra en el centro de su corazón.

Yemayá había llegado a Los Azahares cuando apenas tenía siete años, arrancada brutalmente de los brazos de su madre en los mercados de esclavos de Cartagena de Indias. Aún recordaba con nitidez quirúrgica aquel día: el peso de los grilletes fríos en sus muñecas infantiles, el hedor insoportable a salitre, sudor y desesperación en los barracones del puerto. La varonesa, que por aquel entonces era solo la joven señorita Constanza, la había elegido entre docenas de niñas temblorosas por un capricho estético: sus ojos. Yemayá poseía unos ojos de un verde esmeralda perturbador, herencia de algún antepasado desconocido, quizás un marinero o un colono olvidado. Constanza pensó que aquellos ojos serían un adorno bonito, un accesorio exótico para tener cerca mientras le arreglaban el cabello o le servían el té.

Durante quince años, Yemayá perfeccionó el arte de ser invisible. Servía, obedecía y callaba. Aprendió por las malas que las lágrimas eran inútiles cuando el mayordomo aplicaba el látigo por cualquier error menor, real o inventado. Descubrió que suplicar misericordia solo servía para divertir a los amos, dándoles una sensación de poder divino. Comprendió, con una frialdad que le heló el alma, que su vida valía menos que el caballo favorito del varón, menos que el perro de caza de la casa, e incluso menos que las rosas del jardín que la varonesa cuidaba con un esmero maternal que jamás dedicó a sus sirvientes.

Pero en medio de ese infierno, llegó Joaquín. Alto, de hombros anchos forjados en la brutalidad de los cañaverales, Joaquín tenía unos ojos que aún conservaban un destello indómito de rebeldía, a pesar de las cicatrices que cruzaban su espalda como un mapa topográfico del sufrimiento. Había sido comprado de una hacienda en quiebra, y en sus venas corría la sangre de guerreros africanos que nunca habían conocido la sumisión; esa fiereza vibraba en él como el eco de un tambor distante.

Se encontraban en secreto en el viejo molino abandonado, en los límites de la propiedad, donde las paredes de piedra guardaban sus susurros y sus caricias robadas. Allí, entre sacos de grano mohoso y herramientas oxidadas, Yemayá volvía a sentirse humana. Joaquín le hablaba de libertad como otros hablaban del Reino de los Cielos, con una fe inquebrantable que la hacía creer que tal vez, solo tal vez, existía un mundo donde ellos pudieran simplemente ser, sin dueños ni cadenas.

Cuando Yemayá descubrió que llevaba vida en su vientre, sintió por primera vez en años algo parecido a la alegría genuina. Un hijo. Su hijo y de Joaquín. Un pedazo de humanidad que les pertenecería solo a ellos, no a los amos. Durante meses ocultó su estado bajo ropas holgadas, trabajando el doble para que nadie sospechara, soñando despierta con el día en que podría sostener a su bebé. Pero los secretos en una hacienda tienen una vida corta y frágil. La cocinera, una mujer amargada que buscaba el favor de los amos delatando a sus compañeros de infortunio, notó los cambios sutiles en el cuerpo de Yemayá.

Una tarde, mientras la varonesa tomaba su té vespertino en la terraza, la cocinera susurró al oído de su ama las noticias. Lo que siguió fue un torbellino de horror que Yemayá jamás lograría arrancar de su memoria. La varonesa, con una sonrisa que helaba la sangre, ordenó que trajeran a la esclava a su presencia. Con voz dulce como veneno mezclado con miel, le preguntó si era cierto. Cuando Yemayá, temblando, asintió, la varonesa simplemente rio. No fue una risa de alegría, sino la de alguien que acaba de encontrar un nuevo juguete con el cual entretenerse hasta romperlo.

La varonesa tenía sus propios motivos para el odio. Después de diez años de matrimonio, había concebido finalmente, pero el embarazo había sido un calvario. Meses en cama, dolores constantes, el terror absoluto de perder al heredero que su esposo exigía con frialdad. Y ahora esta esclava, esta “cosa” que ni siquiera consideraba completamente humana, se embarazaba con la facilidad con la que uno respira. Era una afrenta personal, un insulto biológico que la varonesa no podía perdonar.

Llamaron a Joaquín desde los campos. Lo arrastraron encadenado hasta la plaza central de la hacienda, donde todos los esclavos fueron obligados a reunirse como testigos. Yemayá gritó, suplicó, se arrojó a los pies de la varonesa rogando piedad. La varonesa la golpeó con su abanico de marfil, dejándole un corte que sangraba sobre su mejilla, y pronunció una frase que sellaría su destino: “Solo es un golpe”.

Lo que hicieron con Joaquín fue diseñado meticulosamente para romper no solo su cuerpo, sino su espíritu y el de todos los observadores. Primero, veinte latigazos mientras Yemayá era forzada a mirar, con los ojos abiertos por manos ajenas. Luego, lo marcaron con hierro candente en el pecho, el símbolo de la hacienda quemándose en su piel con un siseo repugnante, mientras sus gritos rasgaban el aire de la tarde. Finalmente, el varón mismo, Rodrigo de Villarroel, un hombre de cincuenta años con manos delicadas que nunca habían conocido el trabajo duro, le disparó en la rodilla a quemarropa. No para matarlo —eso habría sido misericordioso— sino para dejarlo cojo de por vida, para que cada paso que diera le recordara el precio de atreverse a amar.

A Yemayá no la mataron. Los amos nunca mataban cuando podían prolongar el sufrimiento útil. La enviaron a trabajar en los campos más duros, bajo el sol más despiadado, con la panza creciendo, obligándola a doblar su espalda doce horas al día. Cuando finalmente llegó el momento del parto, la dejaron sola en el barracón de los enfermos, sin partera, sin agua limpia, sin ayuda. El bebé nació en medio de la noche, sus primeros llantos mezclándose con los gemidos de dolor y soledad de su madre. Era un niño perfecto, con los ojos de su padre y dedos largos y delicados.

Yemayá lo sostuvo contra su pecho durante exactamente tres horas.

Ese fue el tiempo que tuvo antes de que vinieran a llevárselo. La varonesa había decidido que el niño sería vendido inmediatamente. No esperaría a que creciera, no lo usaría en la hacienda. Sería vendido a un mercader que pasaba camino a las minas del sur, un lugar donde los niños esclavos duraban tal vez dos o tres años antes de que la oscuridad, el mercurio y el polvo los consumieran. Era la venganza perfecta, calculada para causar el máximo dolor posible a una madre. Yemayá suplicó de rodillas, ofreció su vida, su alma, trabajar sin descanso hasta morir. La varonesa simplemente sonrió y ordenó que la encerraran mientras se llevaban al niño.

Los gritos de Yemayá resonaron durante horas en la hacienda, un sonido tan desgarrador, tan inhumano en su dolor, que incluso algunos de los capataces más endurecidos sintieron un escalofrío recorrerles la espalda.

Cuando finalmente la liberaron, tres días después, Yemayá era otra persona. Sus ojos verdes, que alguna vez habían tenido brillo, ahora parecían vidrio roto y opaco. No lloraba, no hablaba. Cumplía con sus tareas con una eficiencia mecánica que perturbaba a quienes la rodeaban. Pero dentro de ella, algo se había cristalizado. No era locura, era algo más frío: propósito puro destilado en odio concentrado.

Joaquín, por su parte, había sido relegado a las tareas más humillantes. Su cojera lo hacía inútil para el trabajo pesado, así que lo pusieron a limpiar los establos, inmerso en el estiércol. Cada noche, él lloraba en silencio, maldiciendo su impotencia, deseando haber muerto antes que ver a Yemayá convertida en un espectro.

Los meses pasaron. El varón y la varonesa casi habían olvidado el incidente; para ellos, era solo una anécdota más de disciplina doméstica. La varonesa dio a luz en noviembre a un niño rosado y saludable: Sebastián. La alegría en la hacienda fue obligatoria y extravagante. Yemayá observaba todo desde las sombras. Veía cómo la varonesa sostenía a su hijo con la ternura que ella nunca pudo darle al suyo. Escuchaba los arrullos y las canciones de cuna. Y en lo profundo de su ser, el plan terminó de formarse.

Comenzó a observar las rutinas de la casa con una atención depredadora. Notó que la varonesa volvía a confiar en ella para ciertas tareas domésticas debido a su antigua eficiencia. Empezó a sonreír levemente, lo suficiente para tranquilizar a los amos, para hacerles creer que estaba “domada”. Cuando anunciaron el bautismo para el 15 de marzo, Yemayá supo que el universo le entregaba su oportunidad. Se ofreció voluntariamente para ayudar, volviéndose indispensable.

Una semana antes del bautismo, habló con Joaquín en el molino. Él era una sombra, encorvado prematuramente. Cuando ella le contó su plan, él la miró con horror y fascinación. —No lo hagas —le rogó—. Te matarán. —Mi vida ya me fue arrebatada —respondió ella con una calma terrible—. Lo que haré es cobrar el precio. Quiero que ella sienta exactamente lo que yo sentí cuando arrancaron a mi hijo de mis brazos.

El día del bautismo, la capilla estaba repleta de la aristocracia de Nueva Granada. Flores, incienso, sedas y joyas llenaban el espacio. El sacerdote, un hombre mayor con aliento a vino, oficiaba la ceremonia. Yemayá estaba de pie, a solo dos pasos de la varonesa, sosteniendo la jarra de plata con agua bendita. Bajo su vestido, atado a su muslo, llevaba un cuchillo de cocina desgastado pero afilado como una navaja de afeitar.

En el momento culminante, cuando el sacerdote iba a derramar el agua sobre la cabeza de Sebastián, Yemayá actuó.

Sus movimientos fueron fluidos, casi litúrgicos. Dejó la jarra en el suelo y sacó el cuchillo. La hoja no buscó al bebé, sino que trazó un arco cruel en la espalda de la varonesa, un corte profundo diseñado para causar agonía pero no la muerte. El grito de Constanza rompió la sacralidad del momento. Al caer de rodillas por el dolor, soltó al niño.

Yemayá atrapó a Sebastián en el aire antes de que tocara el suelo.

El caos estalló. La varonesa, sangrando sobre su vestido azul celeste, se giró y vio la pesadilla hecha realidad: la esclava de ojos verdes sostenía a su heredero, con un cuchillo ensangrentado en la otra mano. —¡Déjenme salir de aquí con el niño! —la voz de Yemayá resonó con una autoridad que silenció la capilla—. ¡O juro por todo lo que me quitaron que lo mataré aquí mismo!

El varón Rodrigo intentó avanzar, pero se detuvo ante la amenaza. —Entrégalo y tu muerte será rápida —bramó él. Yemayá rio, una risa seca y carente de humor. —Mi muerte ya fue lenta, varón. Duró veintidós años. Cada día un pequeño asesinato. Ustedes me mataron hace mucho tiempo. Esto que ve es solo un fantasma.

Comenzó a retroceder hacia la puerta lateral. La varonesa, arrastrándose y manchando el suelo de sangre, suplicó: —Por favor… es mi hijo, mi único hijo. —El mío también era mi único hijo —respondió Yemayá, sus ojos clavados en los de su ama—. Y ustedes lo vendieron para morir en la oscuridad. Ahora usted sabrá qué se siente.

Yemayá llegó a la puerta y salió al jardín soleado. Pero allí, la realidad le cerró el paso. El mayordomo le apuntaba con un mosquete. Estaba atrapada. Constanza llegó al umbral, sostenida por el marco de la puerta. —¡Te lo ruego! —gritó la varonesa, y por primera vez, Yemayá vio en ella no al monstruo, sino a la madre aterrorizada. Vio el miedo puro, el mismo que ella había sentido.

Yemayá miró al bebé Sebastián, que la miraba con inocencia, ajeno al drama. En ese instante, Yemayá tomó su decisión final. Podía matar al niño y completar su venganza, destruyendo el alma de Constanza para siempre. Pero al mirar esos ojos, recordó a su propio hijo. Recordó que ella no era como ellos. Ella no destruía inocentes.

—No somos cosas —susurró para sí misma.

Con un movimiento rápido, que hizo gritar a todos pensando que degollaría al niño, Yemayá se agachó y depositó a Sebastián suavemente sobre la hierba. Lo dejó allí, ileso, perfecto.

Luego, se irguió. Miró al mayordomo, miró el cañón oscuro del mosquete y sonrió. No corrió para huir. Corrió directamente hacia el arma, gritando un alarido de libertad contenida.

El disparo tronó.

La bala le atravesó el pecho. Yemayá cayó de espaldas, mirando el cielo azul infinito de Nueva Granada. Mientras su vida se escapaba, sintió una paz absoluta. Había ganado. Había perdonado al inocente, castigado al culpable con el terror, y reclamado su propia salida bajo sus propios términos.

La varonesa corrió hacia su hijo, abrazándolo con una desesperación animal, llorando no solo de alivio, sino de una culpa que la devoraría en secreto por el resto de sus días. Joaquín, al escuchar el disparo, corrió desde los establos y, rompiendo toda barrera, llegó hasta el cuerpo de su amada. Ignoró los golpes de los guardias, se arrojó sobre ella y besó su frente mientras la luz se apagaba en los ojos esmeralda.

—Ya lo saben —susurró ella con su último aliento—. Ahora saben que sentimos.

Joaquín fue ejecutado al amanecer siguiente, colgado como advertencia. Pero el sacrificio de Yemayá no fue en vano. La historia de lo ocurrido en la capilla de Los Azahares se propagó como un incendio forestal. De boca en boca, de hacienda en hacienda, Yemayá se convirtió en leyenda. Se transformó en una deidad vengadora y protectora en el imaginario de los oprimidos.

Años más tarde, cuando los vientos de independencia barrieron el continente y las tropas de Simón Bolívar marcharon por esas mismas tierras, muchos de los que se unieron a las filas patriotas eran esclavos fugados de aquella región. Cuentan que, al cargar contra los realistas, algunos no gritaban “¡Libertad!”, sino que entonaban un cántico antiguo sobre una mujer de ojos verdes que desafió al imperio con un cuchillo y un acto de piedad, recordándoles que la verdadera victoria no estaba en la crueldad, sino en la inquebrantable dignidad del espíritu humano. Y así, la rosa negra de Los Azahares siguió floreciendo, eterna, en la memoria de un pueblo que decidió romper sus cadenas.