SIEMPRE SE BAÑA DOS VECES ANTES DE ACOSTARSE — FINALMENTE DESCUBRÍ POR QUÉ

CAPÍTULO 1

Al principio, pensé que solo era su forma de sentirse limpia.

Mi esposa, Amaka, siempre había sido así de suave: suave en sus movimientos, suave en su voz, suave en la forma en que colocaba las cosas con cuidado, como si pudieran romperse solo con oír palabras duras. Llevábamos cinco meses de casados y cada noche seguía el mismo ritmo: comía, reía un poco, revisaba el teléfono, y luego se metía a darse su segundo baño del día.

Incluso en los días en que no había salido.

Incluso en los días en que no hacíamos el amor.

Incluso cuando yo se lo rogaba.

Salía del baño oliendo como una mujer de anuncio de perfumes — la piel húmeda, la toalla bien envuelta, y ese mismo aroma de hibisco y vainilla flotando detrás de ella. Se metía a la cama, siempre de espaldas a mí, decía: “Buenas noches, amor”, y se dormía antes de que yo pudiera tocarla.

Me decía a mí mismo que no debía apresurarla. Que tal vez necesitaba tiempo.

La verdad es — tenía miedo de arruinar lo que teníamos.

Me llamo Femi. Treinta y un años. Diseño cocinas para ganarme la vida. No soy rico, pero sé cómo hacer que una mujer se sienta segura. Eso era todo lo que siempre quise — alguien a quien regresar, alguien que no me hiciera sentir que yo era demasiado, o no suficiente. Cuando Amaka llegó a mi vida, pensé que por fin había llegado a mi destino.

Nos conocimos en una tienda de muebles. Ella buscaba una nueva silla para leer, y yo estaba arreglando un cajón roto. Sus primeras palabras hacia mí fueron: “¿Por qué estás sudando así?”

Le dije que era el precio del trabajo honesto. Ella rió. En ese momento supe que quería estar cerca de su risa por mucho tiempo.

Era fácil amarla. Le gustaban las viejas películas de Nollywood, el puré de ñame con demasiado picante, y dormir con calcetines incluso cuando NEPA cortaba la luz. Su sonrisa tenía paz dentro. Pero fue su silencio lo que más se me quedó — no el tipo de silencio enfadado, sino el tipo que te hace preguntarte qué estará pensando.

Empecé a notar el segundo baño en nuestra segunda semana juntos. Al principio no me molestaba. Una mujer tiene sus costumbres, ¿no? Algunas roncan, otras hablan dormidas. Si la suya era bañarse otra vez antes de dormir, pues ni modo.

Pero poco a poco… empezó a parecer que se estaba lavando algo más.

Algo más que sudor. Más que estrés.

Algo que no quería que se acostara junto a mí.

Nunca me decía que no.

Pero tampoco me decía que sí.

Solo sonrisas suaves. Caricias ligeras. Y silencio, envuelto en olor a hibisco.

Entonces una noche, escuché algo.

Justo cuando salía del baño — el cabello mojado, la toalla pegada al cuerpo — algo se le cayó.

No fue fuerte. Solo lo suficiente para hacerme voltear.

Rodó debajo de la cama.

Se agachó rápidamente y lo recogió, demasiado rápido, como alguien que no quería dar explicaciones.

Y en ese breve momento… lo vi.

Una pequeña cuenta oscura. No era parte de sus joyas.

Algo más viejo. Más tosco.

Algo que no pertenecía a nuestro dormitorio.

CAPÍTULO 2

La cuenta era negra, pequeña y de aspecto apagado. El tipo de cosa que encontrarías cosida en la cintura de viejos pañuelos o atada con hilo rojo y escondida bajo las almohadas en casas del pueblo. No parecía algo que Amaka usaría, no con sus gorros de seda, su perfume y sus turbantes de Instagram. Pero la recogió con rapidez, como si escondiera algo, y como si nada, actuó como si no hubiera pasado nada.

Se metió en la cama a mi lado, dijo lo de siempre: “Buenas noches, amor”, y se giró hacia la pared como si el día no hubiera llevado ningún peso.

Yo no dije ni una palabra.

Mi espalda estaba rígida contra el colchón, pero mi mente ya se había ido de la habitación.

Esa misma noche decidí que dejaría de fingir. Ya había sonreído demasiado. Había ignorado demasiadas cosas. Esta vez, necesitaba ver con mis propios ojos lo que realmente pasaba dentro de ese baño.

Así que a la noche siguiente, esperé.

Actué normal. Cenamos arroz con salsa. Luego vimos un programa en la tele. Le pregunté por su día en el trabajo, y como siempre, me respondió lo de siempre: “el trabajo bien, solo un poco estresante”. El aire entre nosotros era limpio pero delgado, como un pañuelo colgado sin brisa.

Y entonces, alrededor de las 10:30 p.m., se levantó.

“Voy a darme una duchita,” dijo, como si fuera lo más normal del mundo.

Asentí. “Está bien.”

Cogió su toalla, su esponja, su teléfono.

Ese teléfono siempre lo tenía en la mano — incluso cuando iba al baño.

La puerta se cerró suavemente detrás de ella. Conté veinte segundos. Luego me levanté.

Me moví despacio. Sin zapatillas. Caminé de puntillas como quien no quiere que su propia verdad lo escuche venir. La luz del pasillo estaba apagada, pero una tenue luz bajo la puerta del baño se derramaba sobre las baldosas. Fue entonces cuando lo oí.

Un sonido.

Suave al principio, como un murmullo sin voz. Luego se volvió más profundo. Se alargó como un aliento. Luego volvió otra vez.

Esta vez, más claro.

No era una oración.

No era canto.

No era nada que hubiera oído hacer a mi esposa.

Me acerqué. No demasiado. Lo justo para ver que la luz de su teléfono — la de la pantalla — parpadeaba sobre las baldosas a través del estrecho espacio bajo la puerta. Entonces escuché otra cosa.

Sonidos húmedos. Rítmicos. Casi… mecánicos.

Y luego oí su voz. No un discurso completo. Solo respiración. Y sonidos pequeños, apagados, que no sonaban a tristeza, ni a miedo, ni a devoción.

¿Y mi corazón? Dejó de moverse con normalidad.

Me apoyé contra la pared. No porque estuviera cansado, sino porque de repente mis piernas no confiaban más en el suelo. Me ardían los ojos, no de llorar, sino de esa forma en que se tensa el rostro cuando estás presenciando algo que no puedes detener.

Entonces el sonido cambió. Un jadeo bajo y rápido.

Y tan rápido como llegó, el silencio.

Quietud.

Se encendió la ducha. No fuerte, solo el típico chapoteo del agua tibia. Retrocedí antes de que pudiera abrir la puerta y verme. Volví a la cama como un ladrón en mi propia casa. Me acosté. Me tapé. Ojos abiertos. Mente dando vueltas.

Unos minutos después, salió. Piel húmeda. Esa toalla otra vez. Ese olor otra vez. Hibisco y vainilla.

Entró en la habitación en paz. Como si su cuerpo no hubiera estado haciendo algo que no me incluía. Como si no supiera que yo estaba respirando en confusión.

Se metió en la cama a mi lado. Susurró “Buenas noches, amor”, y se dio la vuelta.

¿Y yo? Me quedé mirando el techo.

Quise hablar. Preguntar. Incluso moverme un poco para que supiera que no dormía. Pero algo me detuvo.

¿Vergüenza? ¿Miedo? ¿Orgullo?

No lo sabía.

No dormí por mucho rato, pero tampoco lloré. Solo me quedé ahí, sintiéndome como un extraño en mi propio matrimonio.

Y mientras aún pensaba en lo que acababa de escuchar, algo más entró en la habitación en silencio.

Era Mirabel;

Mirabel era mi sobrina, que vivía con nosotros desde hacía un tiempo.

Tenía la costumbre de no siempre tocar la puerta. Pero esa noche, estaba demasiado abrumado como para regañarla.

Tal vez había venido a hacer pis, porque compartíamos el mismo baño, no lo sé. Pero se quedó un momento junto a la puerta y, después de un rato, la escuché entrar al baño…

De alguna manera, mi mente no estaba tranquila. Necesitaba saber qué era lo que mi esposa me estaba ocultando.

Todavía estaba perdido entre mis pensamientos cuando, de pronto, una idea se me metió en la cabeza.

CAPÍTULO 3

La idea fue sencilla, casi infantil en su forma, pero brutal en su propósito: si no me lo cuenta, se lo voy a quitar.

Esa cuenta negra. Ese objeto extraño que ella recogió como si fuera algo sagrado. Ese teléfono que no soltaba ni para bañarse. Esa voz que había escuchado, casi como un eco de otra vida. ¿Qué más estaba ocultando Amaka tras esas duchas de medianoche?

Así que al día siguiente, mientras ella estaba en el trabajo, pedí permiso en el mío. No dije la razón. Solo necesitaba estar solo en casa… con su baño, su cajón, su ropa. Nuestro mundo compartido que de pronto me parecía lleno de cosas que no eran mías.

Primero revisé su mesita de noche. Nada. Solo una crema de cuerpo, una Biblia y su gorro de seda. Luego fui al armario. Olí su ropa, no buscando pistas, sino algo que me devolviera paz. No la encontré.

Me quedaba el baño.

Cerré la puerta detrás de mí como si tuviera miedo que alguien me viera profanar ese espacio.

Revisé el estante de las toallas, las canastas con cremas, los jabones. Nada fuera de lo común. Hasta que miré debajo del lavamanos. Había una caja de plástico negra. No muy grande. Sin etiquetas.

La saqué lentamente.

Dentro, encontré varias cosas: frascos pequeños con líquidos color ámbar, polvo blanco dentro de bolsitas transparentes, y más cuentas negras como la que vi rodar bajo la cama. También había algo más: un pequeño papel doblado en cuatro, casi como una nota escrita a mano.

Lo abrí.

Era una lista.

Agua de bendición — tres gotas
Aceite de serpiente — no más de una gota
Repetir el nombre del hombre siete veces
Bañarse con la mezcla durante siete noches seguidas

Mi cuerpo se quedó frío. Sentí que el baño ya no me pertenecía, que el hogar que construimos era otra cosa — una escena, un disfraz.

Dejé todo como estaba. Cerré la caja. La metí otra vez bajo el lavamanos. Y salí.

Esa noche, me comporté normal. No dije nada. Amaka tampoco. Cenamos. Reímos. Vimos televisión. Y, como si nada, a las 10:30 se levantó.

—Me baño y ya vengo —dijo, como cada noche.

—Está bien —le respondí, la voz estable, aunque por dentro todo en mí gritaba.

Esta vez no la seguí. No me acerqué a la puerta. No escuché. Solo me senté en el comedor. Y pensé.

Pensé en la cuenta. En la receta. En la lista.

Pensé en por qué.

Y entonces lo vi todo claro.

Amaka no se estaba bañando por limpieza. Ni por religión. Ni siquiera por un ritual de protección.

Amaka se estaba limpiando de .

Algo, en su mente o en su corazón, le decía que yo no debía quedarse impregnado en su piel. Que debía quitarme como una mancha, una carga, una energía.

Tal vez no me odiaba.

Tal vez… simplemente no me amaba.

No como yo la amaba.

Cuando terminó de bañarse, volvió como siempre. Piel brillante, aroma suave, sonrisa tibia.

—Buenas noches, amor.

Pero esta vez, yo no respondí. Solo la miré.

Y ella —por primera vez— no se giró hacia la pared.

Me miró también.

Y en ese silencio, supe que ambos lo sabíamos.

CAPÍTULO FINAL: LO QUE EL AGUA NO BORRA

La mañana siguiente fue la más tranquila de todas.

Me desperté antes que ella. Preparé café. La esperé en el comedor, con la caja negra frente a mí. No con rabia. No con escándalo.

Solo con verdad.

Ella salió del cuarto, en bata.

Se detuvo en seco al ver la caja.

—¿Fuiste al baño?

—Sí —respondí.

Silencio.

Ella se acercó, pero no se sentó. Sus ojos no buscaron defenderse. Ni justificar.

Solo dijo:

—No era para hacerte daño.

—Entonces, ¿para qué?

Suspiró.

—Para que no te me quedaras pegado.

—¿Pegado?

—En la piel. En la mente. En el alma. No puedo dormir si no me limpio de vos.

Esa frase me atravesó.

No había odio en su voz.

Solo un cansancio profundo. El tipo de cansancio que viene de fingir, de aguantar, de no saber cómo salir sin herir.

Amaka no era una bruja. Ni una manipuladora.

Era una mujer que no podía amarme como yo necesitaba.

—¿Me querés? —le pregunté.

Tardó.

Luego, con una tristeza que nunca le había visto, dijo:

—Te respeto. Te admiro. Pero no te amo como debería. Y me baño porque no sé cómo decirlo sin romperte.

Y ahí estaba.

La verdad más limpia de todas.

No me engañaba. No me traicionaba. Solo no me amaba. Y no sabía cómo irse.

Así que me fui yo.

No con gritos. No con maldiciones.

Solo con una maleta, y el olor a hibisco aún flotando en el aire.

EPÍLOGO

A veces, el cuerpo sabe lo que el corazón niega.

Y a veces, uno se baña no para estar limpio, sino para poder dormir sin cargar culpas.

Yo sigo diseñando cocinas.

Y Amaka… no lo sé. Tal vez sigue bañándose dos veces.

Pero esta vez, ya no por mí.

Y yo, finalmente, puedo dormir. Porque entendí que no toda despedida necesita una pelea.

Algunas solo necesitan agua… y silencio.