La tormenta llegó con furia aquel jueves de noviembre. El cielo de la Bahía se oscureció antes de tiempo, teñido de negro y púrpura como una herida antigua. El viento aullaba entre los cañaverales de la hacienda Santa Cruz, doblando las plantas hasta casi quebrarlas. La lluvia no caía; atacaba, martillando la tierra roja, transformando todo en un lodo espeso y traicionero. Era el tipo de noche que los antiguos llamaban “noche de las almas”, y fue en esa noche que el pozo de la hacienda finalmente cobró su última deuda.
Benedita estaba parada detrás del viejo anacardo, a diez pasos de la boca oscura del pozo. No corría, no gritaba. Simplemente observaba. Su cuerpo delgado estaba empapado, su ropa de esclava pegada a la piel, pero sus ojos estaban secos, fijos, llenos de algo mucho más profundo que la tristeza. Observaba a la mujer de capa negra que se tambaleaba en el lodo, intentando mantener el equilibrio cerca del borde de piedra mojada, y no movía un solo músculo para ayudar.
¿Por qué una mujer que había pasado su vida salvando vidas, una partera dedicada, elegía ahora solo observar mientras otra moría? Lo que estaba en juego tenía raíces profundas, raíces que descendían diez años de dolor acumulado y llegaban hasta tres pequeños cuerpos que jamás conocieron la luz del sol. El pozo no era solo un agujero para buscar agua. Era una tumba secreta, un archivo de crímenes que ningún juez jamás juzgaría.
Doña Eulália Sampaio resbaló. Sus pies perdieron el apoyo en la piedra lisa. Sus brazos se abrieron, buscando algo que no existía. Y entonces gritó. Un grito agudo, desesperado, que rasgó la noche. Sus dedos arañaron el borde de piedra, y sus ojos, desorbitados por el terror, buscaron ayuda en la oscuridad. Y encontraron a Benedita.
Las dos mujeres se miraron. Fue un segundo, pero fue una eternidad. Doña Eulália reconoció a la partera. Y en ese reconocimiento, comprendió. Sus labios se abrieron para suplicar, pero Benedita no se movió. Su expresión era vacía como el propio pozo. Y en esa mirada, Doña Eulália vio todas las cuentas siendo cobradas. Vio todas las noches en que había ido a ese mismo pozo cargando pequeños bultos que lloraban. Vio, principalmente, tres bebés específicos que había arrojado a esa misma oscuridad. Y entendió que no habría salvación.
La caída fue lenta en la mirada de Benedita. El cuerpo de Doña Eulália giró en el aire. Sus gritos se mezclaron con el trueno. Y entonces llegó el sonido: el sonido del agua siendo rasgada por un cuerpo que cae. El mismo sonido que Benedita había escuchado tres veces antes, cuando eran sus propios hijos haciendo ese viaje final. Pero ahora, el sonido traía algo parecido al cierre.
Para entender esa noche, debemos retroceder. Benedita, nacida en la propia hacienda, era la partera, un conocimiento transmitido por su madre y su abuela. Sus manos habían traído docenas de vidas al mundo. La hacienda Santa Cruz era un imperio de caña de azúcar gobernado por el Coronel Jacinto Sampaio, un hombre brutal, y su esposa, Doña Eulália.
Doña Eulália venía de una familia rica de Salvador, educada para ser la esposa perfecta. Pero el destino le falló: después de cinco años de matrimonio, no había podido darle un hijo al Coronel. Mientras tanto, el Coronel buscaba a las esclavas jóvenes, y los niños nacidos en la senzala (las barracas de los esclavos) eran la prueba viviente de la humillación de Eulália.
Esa humillación la transformó. Si ella no podía tener hijos, se aseguraría de que nadie más los tuviera. Al principio, inventaba historias: los bebés de las esclavas morían de fiebres súbitas, de convulsiones. Siempre había una explicación, y el cuerpo siempre era enterrado antes de que la madre pudiera verlo.
Benedita tenía treinta y dos años cuando quedó embarazada del propio Coronel. Fue un niño, perfecto y fuerte. Benedita lo sostuvo con una alegría temblorosa. Pero esa alegría duró solo tres horas. Doña Eulália llegó a la senzala, con su sonrisa gentil, y dijo que cuidaría personalmente del recién nacido. A la mañana siguiente, volvió con los brazos vacíos y la historia de una fiebre repentina. Benedita, la partera experta, supo que era mentira, pero no podía hacer nada.

Dos años después, Benedita tuvo una hija, resultado de la violencia de un capataz. Esta vez, cuando Doña Eulália vino, Benedita dijo “No”. Fue un acto de rebelión inútil. Doña Eulália volvió con dos capataces. Arrancaron a la bebé de los brazos de Benedita mientras la azotaban. Al día siguiente, la misma historia: la niña había muerto.
Pasaron ocho años. Benedita vivía en un estupor, tomando tés para no volver a concebir. Pero el destino fue cruel, y quedó embarazada del Coronel una vez más. Ocultó el embarazo durante ocho meses, pero Doña Eulália la descubrió. Cuando el bebé nació, otro niño, el más grande y fuerte de los tres, Doña Eulália estaba allí, observando como quien asiste a un espectáculo.
Arrancó al niño de las manos de Benedita antes de que ella pudiera limpiarlo. Esta vez no hubo fingimiento. Benedita se arrastró por el suelo de tierra, sangrando por el parto, y se aferró a los tobillos de Doña Eulália. Suplicó, besó la tela de su vestido, ofreció su propia vida a cambio de la de su hijo.
Doña Eulália escuchó la súplica en silencio, con el bebé robusto en brazos y una expresión serena. Cuando Benedita terminó, la miró con frío desdén. “Las esclavas no tienen derechos”, siseó. “Ni siquiera el derecho a sus crías”. Se dio la vuelta y salió de la senzala, dejando a Benedita rota en un charco de desesperación.
Esa noche, el bebé simplemente desapareció. Fue la última esperanza extinguida. Algo en Benedita murió, y algo más oscuro, paciente y frío como el agua del fondo del pozo, nació en su lugar. Habían pasado diez años desde esa noche. Diez años esperando.
Ahora, en la noche de la tormenta, después del impacto en el agua, vino el silencio. Solo la lluvia y el viento. Benedita permaneció inmóvil por largos minutos. Su corazón latía a su ritmo normal. Simplemente miraba la superficie oscura del pozo.
Respiró profundamente por primera vez en mucho tiempo. Se aseguró de que estaba sola. Nadie la había visto. Caminó hasta el borde y miró hacia abajo. Oscuridad total. No sintió remordimiento, solo un inmenso cansancio.
Se dio la vuelta y comenzó a caminar de regreso a la senzala. La tormenta era su aliada, borrando sus huellas. Cuando llegó, se quitó la ropa empapada, se puso algo seco y se acostó en su estera. Cerró los ojos y, por primera vez en diez años, durmió sin pesadillas, sin oír el llanto de bebés que no estaban allí, sin sentir sus brazos vacíos. El círculo, finalmente, se había completado.
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