La Verdad en las Sombras de Ravenscroft
En el corazón del condado, donde los bosques antiguos y retorcidos se encuentran con el mar embravecido, se alzaba la mansión de Ravenscroft. Era una estructura gótica, imponente y oscura, cuyas torres parecían arañar un cielo perpetuamente nublado de color pizarra. La gente del pueblo cercano evitaba pasar por sus puertas de hierro forjado, no por miedo a los fantasmas de antaño, sino por un respeto temeroso hacia su dueño: Lord Valerian Thorn, el duque de Ravenscroft.
Valerian había sido una leyenda en la guerra, un estratega brillante y un espadachín letal, hasta que una traicionera explosión de pólvora le arrebató la luz de los ojos hacía dos años. Desde entonces, el duque vivía recluido en su fortaleza, envuelto en una oscuridad que, según decían, había devorado también su corazón. Se rumoreaba que se había convertido en una bestia amargada, que rompía los espejos porque no soportaba no verse y que despedía a los sirvientes por el simple ruido de sus pasos.
Pero los rumores, como suele ocurrir, eran solo la mitad de la historia. La verdad era mucho más peligrosa.
Valerian Thorn no estaba ciego. Ya no.
Hacía tres meses, tras un golpe fortuito en la cabeza al caer de su caballo, la niebla negra que cubría su visión había comenzado a disiparse. Primero fueron sombras, luego formas borrosas y, finalmente, la claridad absoluta y dolorosa del mundo regresó a él. Sin embargo, Valerian no había gritado de alegría ni había convocado a los médicos. Había callado. Había callado porque, en el momento exacto en que recuperó la vista, vio algo que la ceguera le había ocultado piadosamente: la traición.
Vio a su administrador robando plata de su escritorio mientras él “dormía”. Vio a su primo Cedric, el hombre que supuestamente cuidaba de sus intereses, sonriendo con malicia a sus espaldas mientras leía documentos falsos en voz alta. Comprendió entonces que su ceguera era su mejor arma. Mientras todos creyeran que era un inválido inútil, sus enemigos se mostrarían tal como eran. Así que Valerian continuó usando sus gafas oscuras, continuó tanteando las paredes y continuó viviendo en una mentira estratégica, esperando el momento de atacar.
Pero no contaba con que el destino le enviaría una distracción que pondría a prueba su control hasta el límite: una nueva lectora personal.
La Llegada de la Luz
La llegada de Elara Vance fue silenciosa y desesperada. No era una dama de la alta sociedad, aunque sus modales refinados sugerían una educación que su ropa remendada desmentía. Hija de un librero fallecido, Elara había quedado en la indigencia con una única habilidad: leer con una voz que podía calmar tormentas y un conocimiento enciclopédico de la literatura. Había aceptado el puesto en la mansión del duque porque nadie más lo quería. El salario era generoso, pero las condiciones eran estrictas: viviría en la mansión aislada y estaría a disposición del duque día y noche.
Elara subió los escalones de piedra de la entrada principal bajo una llovizna fría, apretando su raído chal contra el pecho. El mayordomo, el señor Graves —un hombre anciano y leal que desconocía el secreto de su amo—, la recibió con una mezcla de alivio y lástima. La condujo a través de pasillos largos y sombríos, donde los tapices antiguos parecían absorber la luz de las velas. Elara sintió el peso de la casa sobre sus hombros; olía a cera vieja, a madera húmeda y a soledad.
La llevaron a la biblioteca. El santuario del duque era una habitación inmensa, de dos pisos, con estanterías que llegaban hasta el techo y una chimenea donde ardía un fuego crepitante. Valerian estaba sentado en un sillón de cuero de respaldo alto, de espaldas a la puerta, mirando hacia las llamas que supuestamente no podía ver.
—Acérquese —ordenó él sin girarse. Su voz era profunda, un barítono rico y oscuro que hizo vibrar algo en el pecho de Elara—. No se quede ahí parada.
—Soy Elara Vance, Su Gracia —dijo ella, haciendo una reverencia instintiva—. He venido para el puesto de lectora.
Valerian giró la cabeza. Llevaba unas gafas de cristales negros opacos y una cicatriz fina cruzaba su ceja izquierda. Detrás de esos cristales, sus ojos grises y perfectamente funcionales la recorrieron de pies a cabeza. Lo que vio lo dejó momentáneamente sin aliento. Esperaba a una solterona amargada, pero Elara era luminosa. A pesar de su vestido gris desgastado, había una dignidad en su postura que lo cautivó. Vio sus ojos grandes, del color del ámbar líquido; vio la curva suave de su cuello y sus manos, rojas por el frío pero elegantes.
—Su voz es aceptable —dijo él con frialdad fingida, volviendo a mirar al frente para ocultar su turbación—. Tome el libro de la mesa. Milton, El Paraíso Perdido. Lea el Canto Primero.
Elara obedeció. Al principio su voz vaciló, pero pronto se dejó llevar por la poesía. Valerian cerró los ojos detrás de sus gafas, no para dormir, sino para escuchar esa voz que sonaba como miel caliente en invierno. Pero también la miraba. Veía cómo la luz del fuego jugaba en su cabello castaño, sacando destellos cobrizos. Se dio cuenta, con una punzada de incomodidad, de que estaba disfrutando de su presencia más de lo que debería. Era peligroso.
Cuando ella se detuvo para tomar aire, él fingió tantear buscando su copa de vino y golpeó accidentalmente el libro que ella sostenía. Elara reaccionó al instante, soltando el libro para atrapar la copa, y sus dedos rozaron los de él. El contacto fue eléctrico.
—Lo siento, Su Gracia —susurró ella, retirando la mano.
—Tiene buenos reflejos para alguien que lee sobre ángeles caídos —murmuró él, bajando la voz a un tono íntimo.

La Prueba de Fuego
Los días siguientes establecieron una rutina tortuosa. Elara leía y escribía para él, y Valerian mantenía su farsa meticulosamente. Pero cada momento era una prueba de autocontrol. La veía moverse creyéndose invisible, la veía sonreír tristemente a la lluvia. Se convirtió en un observador secreto de su inocencia, y cuanto más la veía, más culpable se sentía.
Entonces llegó Cedric. El primo de Valerian era un hombre apuesto en la superficie, pero podrido por dentro. Comenzó a acosar a Elara con miradas lascivas y comentarios de doble sentido, aprovechando la supuesta ceguera del duque. Valerian hervía de rabia cada vez que Cedric entraba en la habitación, sus puños apretándose hasta que los nudillos blanqueaban, pero debía mantener su papel.
La situación alcanzó su punto de quiebre una noche de tormenta.
Una gotera en la habitación de servicio obligó a Elara, empapada y helada, a buscar refugio en la única habitación caliente del ala este: la del duque. Creyendo que Valerian dormía profundamente en su sillón frente al fuego, Elara entró para secarse.
Valerian estaba despierto. A través de sus pestañas entreabiertas, vio cómo ella se quitaba el camisón mojado frente al fuego. La visión de su cuerpo, iluminado por el resplandor dorado, fue una mezcla de belleza y dolor. Vio no solo sus curvas, sino también una cicatriz antigua en su espalda y la delgadez de quien ha pasado hambre. La lujuria inicial se transformó en una ternura feroz y protectora.
Cuando Elara, ya envuelta en una manta, se acercó a él para comprobar su sueño y susurró: “Ojalá pudieras verme a mí, aunque solo fuera para saber que no estás solo”, Valerian supo que estaba perdido. Había cruzado la línea de no retorno.
La Caída de la Máscara
A la mañana siguiente, Cedric regresó con un tasador y un abogado, decidido a declarar a Valerian incompetente y vender la biblioteca. Pero su avaricia no fue lo que detonó la explosión; fue su lujuria.
Cedric acorraló a Elara contra una estantería, tocando su brazo con posesividad, burlándose de su pobreza y ofreciéndole dinero a cambio de favores.
—Mi habitación es muy cálida, Elara —dijo Cedric con una sonrisa obscena—. Y a diferencia de mi primo, yo sí puedo apreciar lo que se esconde bajo ese vestido.
Valerian vio el miedo en los ojos ámbar de Elara. Vio las manos sucias de su primo sobre ella. Algo se rompió dentro de él. La estrategia de meses se volvió irrelevante frente a la necesidad primitiva de protegerla.
El duque se puso de pie lentamente. No tomó su bastón. Se quitó las gafas oscuras y las dejó sobre la mesa con un clic suave que resonó como un disparo.
—Cedric —dijo Valerian. Su voz no fue un grito, sino un susurro letal—. Quita tus sucias manos de ella.
Cedric se giró, molesto, pero se congeló al ver los ojos de Valerian. Eran dos pozos de acero gris, enfocados, precisos y cargados de una promesa de violencia.
—Tú… tú puedes ver —tartamudeó Cedric, retrocediendo.
—Veo tu miedo, Cedric —confirmó el duque, avanzando con la gracia depredadora de un lobo—. Veo tu avaricia. Veo los libros de cuentas falsos. Y veo exactamente dónde voy a golpearte si vuelves a respirar cerca de ella.
Elara se llevó las manos a la boca, ahogando un grito. La revelación la golpeó con fuerza: Si podía ver a Cedric ahora… entonces la había visto anoche.
Valerian no le dio tiempo a Cedric de reaccionar. Con un movimiento fluido, agarró a su primo por la solapa y lo empujó hacia la salida.
—Lárgate —rugió Valerian, su voz recuperando la autoridad del comandante de guerra que solía ser—. Si vuelvo a ver tu rostro en mis tierras, te trataré como al invasor que eres. Y llévate a tus parásitos contigo.
Cedric, pálido y temblando, huyó de la biblioteca seguido por el abogado y el tasador, dejando tras de sí un silencio atronador.
La Verdad Desnuda
Cuando las puertas se cerraron, Valerian se quedó de pie, respirando agitadamente. Lentamente, se giró hacia Elara. Ella no se había movido, pegada a la estantería, mirándolo con una mezcla de asombro y horror.
—Elara… —empezó él, extendiendo una mano.
—Usted ve —dijo ella, su voz temblando más que cuando tenía frío—. Todo este tiempo. Usted veía.
—Sí.
—¿Anoche? —preguntó ella, las lágrimas llenando sus ojos—. Cuando entré… cuando me quité la ropa mojada… ¿Usted estaba despierto?
Valerian podría haber mentido. Podría haber salvado su honor con una falsedad piadosa. Pero ya estaba harto de mentiras.
—Sí —admitió, bajando la mirada por primera vez—. Te vi.
Elara soltó un sollozo ahogado y se apartó de la estantería, corriendo hacia la puerta. Se sentía humillada, traicionada. El hombre en quien empezaba a confiar había jugado con ella, la había observado como a un objeto de estudio.
—¡Espera! —Valerian cruzó la habitación en zancadas largas y le bloqueó el paso antes de que pudiera salir. No la tocó, pero su cuerpo grande llenaba el marco de la puerta—. Por favor, Elara. Escúchame.
—¿Para qué? —espetó ella, con una furia que nunca antes había mostrado—. ¿Para reírse de la tonta lectora que se desnudó frente a su patrón? ¿Disfrutó del espectáculo, Mi Lord?
—No me reí —dijo Valerian con vehemencia, mirándola directamente a los ojos con una intensidad abrasadora—. Y no fue un espectáculo. Fue el momento más tortuoso y hermoso de mi vida.
Elara se detuvo, confundida por la cruda honestidad en su voz.
—Fingí ser ciego para sobrevivir, Elara. Estaba rodeado de víboras. Cedric me estaba desmantelando pieza por pieza. Necesitaba que creyeran que estaba roto para poder atraparlos. Tú… tú nunca fuiste parte del plan.
—Fui un daño colateral —susurró ella con amargura.
—Fuiste mi salvación —corrigió él, dando un paso cauteloso hacia ella—. Cuando llegaste, yo vivía en una oscuridad autoimpuesta, llena de odio. Entonces empezaste a leer. Y te vi. No solo tu cuerpo, Elara. Vi cómo tratabas con amabilidad a Graves. Vi cómo protegías los libros. Vi tu dignidad a pesar de tu ropa remendada.
Valerian levantó la mano, dudando, y con infinita delicadeza rozó la mejilla de ella, tal como lo había hecho la noche anterior, pero esta vez con los ojos abiertos, venerándola.
—Anoche… debí haber cerrado los ojos o haberte avisado. Soy un canalla por no haberlo hecho. Pero cuando te vi temblando, con esa cicatriz en tu espalda y las marcas del hambre en tu piel… no sentí lujuria, Elara. Sentí que quería quemar el mundo entero para que tú nunca más tuvieras que pasar frío.
Elara miró esos ojos grises, libres de gafas y de engaños. Vio la verdad en ellos. Vio el arrepentimiento, pero también vio un amor desesperado que él apenas lograba contener. La ira comenzó a disiparse, reemplazada por el recuerdo de cómo él la había defendido de Cedric hacía un momento, arriesgando todo su plan por ella.
—Me defendió —dijo ella suavemente—. Reveló su secreto para salvarme.
—Mi secreto no valía nada si el precio era permitir que te tocaran —respondió él con firmeza—. Al diablo con la finca, al diablo con el dinero. No podía soportar verte con miedo ni un segundo más.
Elara dejó escapar un suspiro tembloroso y, por primera vez, no retrocedió.
—Entonces, ¿qué somos ahora, Valerian? —preguntó, usando su nombre sin títulos—. Ya no necesita una lectora. Ya no necesita mis ojos.
—Es cierto, ya no necesito tus ojos —admitió Valerian, acercándose hasta que sus frentes casi se tocaron—. Pero necesito tu voz. Necesito tu presencia. Y, si puedes perdonar a un mentiroso que solo quería proteger su hogar, te necesito a ti. No como lectora, sino como la dueña de todo esto.
Valerian tomó la mano de Elara y la besó en la palma, un gesto de sumisión y promesa.
—Quédate, Elara. No para leerme, sino para vivir conmigo. Dejemos que Cedric se quede con sus rumores. Nosotros reescribiremos la historia de Ravenscroft.
Elara miró al hombre que tenía delante, el guerrero herido que había sanado en las sombras. Sabía que el camino no sería fácil; había mucho que perdonar y mucho que reconstruir. Pero mientras la lluvia comenzaba a caer suavemente fuera, limpiando el mundo, supo que la soledad de ambos había terminado.
—Le leeré el final de El Paraíso Perdido —susurró ella, con una leve sonrisa curvando sus labios—. Pero esta vez, quiero que me mire mientras lo hago.
Valerian sonrió, una sonrisa verdadera que iluminó las sombras de la mansión por primera vez en años.
—No planeo dejar de mirarte nunca más.
Y en la biblioteca de Ravenscroft, bajo la mirada de mil libros antiguos, el duque y su lectora sellaron su pacto con un beso, dejando atrás la oscuridad para siempre.
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