La Curva del Kilómetro 14
Me gusta manejar de noche. La ciudad baja el volumen y, si prestas atención, escuchas cosas que de día se pierden: la respiración de los semáforos, el crujido de los edificios, tu propio pensamiento ordenándose. En mi país era médico de urgencias, pero aquí todavía no he revalidado mi título. Así que mi rutina antes de salir es otra: revisar las llantas, el botiquín, el chaleco reflectante. Y arrancar.
Esa noche, a las 22:17, me cayó un viaje premium: desde el Hotel Santa Rosa hasta el mirador de San Miguel.
Al llegar, él ya estaba fuera, grabando stories para sus redes. Llevaba un reloj que parecía un faro y una sonrisa de anuncio publicitario. Detrás de él venía su hermana, una chica más tranquila, de esas miradas que te dicen “gracias” sin necesidad de hablar. Abrieron la puerta, se sentaron y yo saludé.
—Nos llevas rápido, don Uber, que ese es tu trabajo —me dijo con zorna, sin siquiera mirarme, y soltó una risita burlona por mi acento.
Contuve la respiración por un segundo.
—Claro, señor —respondí, ofreciéndoles agua. Ella aceptó agradecida. Él no, porque el cinturón de seguridad le arrugaba la chaqueta. Fue entonces cuando soltó el primer chiste sobre chóferes sin estudios.
—Yo estudié, pero no aquí —le aclaré con normalidad.
Él se rio de nuevo, una risa para sus seguidores, no para mí. El semáforo se puso en rojo mientras una llovizna suave comenzaba a caer, de esas que convierten el asfalto en un espejo negro. Reduje un poco la velocidad. Él se impacientó; quería llegar a tiempo para la toma perfecta del mirador, con la luz ideal para la foto. Su hermana le tocó el brazo con ese gesto universal que significa “ya basta”. Yo no me enganché. Mi truco para no dejar que un comentario me arruine el día es simple: mirar siempre hacia adelante.
Los dejé en la baranda del mirador y me moví unos metros para esperar otra carrera. La llovizna se convirtió en lluvia y, entre las gotas, vi venir un coche blanco. Lo vi y supe que iba demasiado rápido para esa curva. Hay cosas que el cuerpo aprende sin necesidad de números: la velocidad, el peso, el peligro. El coche entró mal en la curva del kilómetro 14 y entonces sonó el golpe seco. Un impacto lateral contra el guardarraíl que lo dejó volcado de lado.
No lo pensé dos veces. Puse las intermitentes, me subí la capucha y agarré el botiquín del maletero.
—Llama a emergencias —le ordené a él, señalándole el número 116—. Mirador San Miguel, kilómetro 14, un vehículo volcado, dos personas dentro.
Su hermana, con una valentía admirable, me preguntó qué podía hacer.
—Sostén esta linterna, apunta hacia arriba, sin deslumbrarme —le indiqué. Horas después de que se riera de mí, bajo la lluvia, yo era el que necesitaba su ayuda, y él, el que sostenía mi linterna.
Dentro del coche había una pareja joven. Él estaba aturdido y ella tenía un corte limpio en la frente. La lluvia golpeaba el techo del vehículo como un tambor incesante.
—¿Te duele el cuello? —le pregunté al chico.
—Estoy mareado —respondió.
Mi mano se fue instintivamente a su nuca para estabilizarla.
—Respira conmigo. No te muevas.
A la chica le limpié la herida con el suero del botiquín, le puse una gasa y apliqué una presión suave. Me miró con una mezcla de susto y confianza, como diciendo: “Haz lo tuyo”. Y lo hice.
—No huele a gasolina —le informé a la hermana para tranquilizarla. Luego, le pedí al influencer que hablara con la central de emergencias y repitiera exactamente lo que yo le decía: estado de los dos heridos, ubicación exacta, acceso por el norte, lluvia intensa. Por primera vez en toda la noche, me obedeció sin chistar.
Organizamos el rescate. Sin giros de cuello, sin improvisaciones. Recliné el respaldo del asiento, usé una manta doblada para protegerle la cabeza y lo sacamos en vertical por la puerta superior. A mi cuenta. Uno, dos, tres. Él gimió de dolor, pero se mantuvo firme. Ella temblaba, así que la abracé por la cintura y la guié hasta mi coche para poner la calefacción y cubrirla con mantas de emergencia. Volví a por el chico. El influencer, que media hora antes bromeaba con mi acento, ahora sostenía la linterna sin parpadear. Lo miré de reojo y estaba pálido. Bien, estaba sintiendo.
Pronto llegaron las sirenas de los bomberos y el SAMU. Les di el reporte como lo había hecho mil veces en otro país: “Conscientes, signos estables, probable latigazo cervical, laceración frontal”. Uno de los paramédicos me reconoció de otras noches.
—Doctor, usted otra vez —dijo, medio en broma.
—En pausa, por ahora —respondí con una pequeña sonrisa, de esas que no ven las cámaras.
Se llevaron a la pareja justo cuando la lluvia comenzaba a aflojar. El influencer guardó el teléfono. No grabó nada. No había contenido, solo realidad.
—Perdón —me dijo, sin adornar las palabras—. Y gracias. —¿Cómo sabías qué hacer?
—Hay cosas que no se desinstalan —le contesté.
Nos quedamos en silencio, mirando la abolladura en el guardarraíl como si fuera una frase subrayada en la página de la noche.
Una semana después, mi teléfono no paraba de vibrar. Mensajes, etiquetas, notificaciones. El tipo había subido un video, pero sin chistes. Contó la historia y creó un fondo para ayudarme a revalidar mi título de médico. Miles de personas aportaron. Su hermana me escribió: “Te esperamos en la juramentación”. No sabía qué decir, así que les mandé un audio que apenas lograba articular un “gracias” antes de que se me quebrara la voz.
Sigo manejando por las noches, me sigue gustando. Pero ahora, del espejo retrovisor cuelga un pequeño colgante de metal que compré con la primera donación. Dice: “Primero, respira”. Y cada vez que un pasajero me pide que corra más, que me pase un semáforo en amarillo o que me olvide del cinturón, lo toco con el dedo. Recuerdo esa curva, ese golpe y esa linterna en manos de quien se rio de mí y luego me dio las gracias.
No sé cuánto tardaré en revalidar el título. Pero lo haré. Mientras tanto, sigo haciendo lo que sé: llevar a la gente a su destino y, si es necesario, traerlos de vuelta cuando la noche se complica. He aprendido que, a veces, el camino correcto no es el más corto, sino el que te devuelve a quien realmente eres. Y esa noche, bajo la lluvia, yo volví a ser yo mismo.
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