Nadie apostó un centavo por Marta aquella mañana en el taller.
Las carcajadas sonaron sin pudor.
Las miradas la atravesaron como agujas.
Los chistes disfrazados de ingenio eran, en realidad, cuchilladas.

—¿Viene a trabajar o a cazar marido? —preguntó uno, con sorna.
—¿Y su mandil rosa dónde quedó? —añadió otro, provocando nuevas risas.

Ella no cayó en la trampa.
No contestó.
Se recogió el cabello con un movimiento firme, se limpió las manos con un trapo grasiento y caminó directo hacia el motor muerto de una Ford F-350 del 99 que llevaba meses arrumbada al fondo del taller Motores y Más, en Tepic.

Ese motor se había convertido en un fantasma: todos lo habían intentado despertar, y todos habían fracasado.
Don Rogelio, dueño del taller, no esperaba milagros.
Lo que quería era un show.
Y Marta, a ojos de todos, era la payasa principal.

El motor de la vergüenza.

—Ándele, ingeniera —soltó don Rogelio con media sonrisa, entregándole las llaves—, enséñenos de qué está hecha.

Detrás de él, Esteban Lacayo —cliente habitual, empresario arrogante, dueño de media zona industrial de Tepic— observaba con una sonrisa ladeada y un puro entre los dientes.

—Es bonito ver cómo la inclusión nos da estos momentos, ¿no cree? —comentó en voz alta.

Marta no levantó la vista. Sabía lo que significaba ese encargo: una trampa disfrazada de oportunidad.
Pero lo aceptó.

No porque creyera que la respetarían después.
Sino porque ya estaba harta de callar.

Tenía las manos marcadas por años de trabajo junto a su padre, que había fallecido un año antes, dejando la pequeña refaccionaria familiar en quiebra.
Ella vendió lo poco que quedaba, se certificó por su cuenta, presentó exámenes, y tocó taller por taller hasta que uno —este— le abrió las puertas.

Pero abrir no es lo mismo que recibir.

Los días del silencio

Durante semanas, Marta trabajó en silencio.
Reparaba frenos, cambiaba filtros, rearmaba transmisiones con una paciencia quirúrgica.
Pero los chistes seguían.

—¿Cuánto tarda en maquillarse antes de venir?
—Cuidado con la grasa, señorita, que mancha las uñas.

Ella sonreía, pero no de verdad.
Hasta que llegó la Ford.

Era su oportunidad.
O su sentencia.

La guerra bajo el cofre

El motor estaba destrozado. No de uso, sino de errores.
Cada mecánico antes de ella había dejado marcas de intento y frustración.

Lo primero que notó fue que el problema no era uno.
Eran cinco.
Una manguera mal colocada. Un inyector defectuoso. Una bujía falsa. Una fuga mínima en el sistema de aire.
Y algo más… algo que nadie había visto: el módulo de control estaba mal programado.

Pasó tres días enteros analizando.
Mientras todos se reían, ella escuchaba.
Pero no las burlas, sino al motor.
Y al motor, sí que sabía hablar.

El cuarto día, pidió un escáner especializado.
—¿Y esa computadora es para ver Netflix o para arreglar coches? —preguntó uno.
—Para lo segundo —respondió ella, sin perder la calma.

Cruzó los datos, comparó manuales, llamó a un viejo profesor suyo.
Y finalmente, armó el plan.

El quinto día, trabajó desde las 6 a.m. hasta la medianoche.

Nadie se ofreció a ayudar.
Nadie se molestó en mirar.

Hasta que, al sexto día, al girar la llave, el motor rugió.
No como antes.
Mejor.

El silencio más fuerte

La Ford encendida enmudeció el taller.

Esteban Lacayo se quitó el puro de la boca.
Don Rogelio se quedó con la llave aún en la mano.
Y los compañeros que antes se burlaban solo pudieron mirar.

—¿La arreglaste tú sola? —preguntó uno, incrédulo.

Marta lo miró por primera vez.
—No sola —respondió—. Me ayudó la misma persona que siempre lo ha hecho: mi padre.

Luego, se dirigió a don Rogelio y, sin levantar la voz, dijo:

—Gracias por la oportunidad. Pero este no es mi lugar.

Le devolvió las llaves, se quitó el overol manchado de grasa, y salió por la puerta del taller con la frente en alto.

Un nuevo taller

Semanas después, abrió su propio espacio: “Hierros con Corazón”.

Al principio, fueron pocos los clientes.
Pero uno a uno, llegaron más.
No por lástima, sino por reputación.

Se corrió la voz de que había una mecánica en Tepic que no solo arreglaba motores, sino que escuchaba sus quejas y los hacía volver a vivir.

Esteban Lacayo llevó tres de sus camionetas.
Y esperó como todos los demás.

Don Rogelio una vez pasó por allí.
Miró desde el coche.
Y bajó la cabeza.

Final con raíz

Un día, una niña de 11 años se acercó al taller con una bicicleta rota.
—Mi papá dice que las mujeres no arreglan nada —le dijo con sinceridad infantil.

Marta se agachó, le sonrió y le preguntó:
—¿Y tú qué opinas?

La niña pensó un momento.
—Yo creo que sí. Pero necesito que alguien me enseñe.

Marta le guiñó el ojo, tomó una llave inglesa y respondió:
—Entonces empecemos.