Episodio 1
Si la vergüenza tuviera sonido, sería la risa que perseguía a Halima por dondequiera que fuera desde que se difundió la noticia. Se burlaban de ella en el mercado. Susurraban en la mezquita. Sus compañeras de la escuela de enfermería la miraban como si llevara una maldición entre las piernas.
—¿Quedaste embarazada de un mendigo? —decían—. ¿De todos los hombres del mundo? ¿Ni siquiera un taxista, un obrero? No. Tenía que ser ese loco que vaga por GRA con una jalabiya rota y un ojo ciego.
Halima quería desaparecer. Quería derretirse en el concreto el día que su tía la echó de la casa, llamándola una desgracia para su apellido y una maldición para sus padres fallecidos.
Con su pequeña bolsa “Ghana-must-go” y su vientre en crecimiento, caminó por las calles calientes sin rumbo—excepto hacia el mismo hombre que, según todos, le había dado un “embarazo de pobreza”.
Pero no sabían toda la historia. Nadie preguntó. A nadie le importó entender cómo empezó.
No fue lujuria.
No fue imprudencia.
Fue… bondad.
Lo notó por primera vez junto a la puerta de la mezquita, hace tres meses—sucio, sí, pero con unos ojos que cargaban la tristeza de los olvidados.
La mayoría le arrojaba monedas como si pagaran impuestos a Alá.
Halima le llevaba comida.
Comida caliente.
Todos los viernes.
Le hablaba. Él apenas respondía.
Hasta que un día susurró:
—Que Alá bendiga a tus hijos no nacidos.
Ella se rió.
—Ni siquiera estoy casada.
Él la miró, largo y profundo, y respondió:
—Pero lo estarás. Más pronto de lo que crees.
Esa fue su primera conversación real.
Semana tras semana, ella volvía. No por lástima… sino por algo más.
Había algo en él que se sentía familiar.
Dulce.
Tranquilo.
Seguro.
Él se llamaba a sí mismo Mansur, pero nunca dio apellido.
Nunca pedía. Nunca seguía a nadie. Solo se sentaba, en silencio.
Hasta el día que desapareció.
Durante una semana entera, no se le vio por ningún lado. Halima entró en pánico. Preguntó por él. Nadie sabía nada del mendigo.
Y luego regresó—herido.
Con vendas en las costillas.
La sangre aún salía por la manga.
Lo habían atacado unos borrachos que lo llamaron maldito y lo acusaron de fingir ser ciego.
A Halima no le importó. Lo llevó a una clínica.
Pagó con el dinero de su matrícula.
Esa noche, mientras él yacía adolorido en un colchón pequeño de su habitación alquilada, por fin habló:
—¿Sabes por qué elegí el silencio?
Ella negó con la cabeza.
—Porque el ruido no puede defender la verdad. Y la verdad es… no soy quien tú crees.
Ella pensó que hablaba por fiebre.
Pero esa noche cambió todo.
No lo planearon.
No lo esperaban.
Pero se hicieron uno solo.
Ella le ofreció su cuerpo como una oración—suave, temblorosa, incierta.
Y cuando le faltó su periodo, él fue el primero en saberlo.
No huyó.
No lo negó.
Solo dijo:
—Entonces te protegeré con todo lo que soy.
Pero ahora, con todos llamándola estúpida, descarada y loca, empezó a dudar de todo.
Hasta hoy.
Cuando un convoy de cuatro camionetas negras Prado entró a su calle.
Hombres en trajes se bajaron.
La gente se reunió, confundida.
Caminaron directo a la puerta de Halima.
El más alto preguntó:
—¿Se encuentra la señorita Halima Musa?
Ella dio un paso al frente.
—¿Quiénes son ustedes?
El hombre sonrió y le entregó un sobre marrón.
Dentro había una nota escrita a mano:
“Diles ahora. Estoy listo. —Mansur Al-Hassan.”
Su corazón se detuvo.
Ese nombre—Al-Hassan—pertenecía a una de las familias multimillonarias más poderosas del norte de Nigeria.
Petróleo.
Bienes raíces.
Aviación.
Eran dueños de la mitad de los rascacielos de Abuya.
Parpadeó, atónita, y miró al hombre.
—Él dijo que lo lleváramos a casa, señora. Su esposo la espera.
Se escucharon jadeos.
Las bocas se abrieron.
Episodio 2
El ambiente en el vecindario estaba en silencio cuando Halima salió, con el vientre ya redondo por siete meses de carga… y de profecía. Los vecinos espiaban desde cortinas rotas, susurrando tras ventanas agrietadas. Las mismas personas que se rieron cuando su tía la echó ahora la observaban en silencio, viendo cómo las camionetas negras pasaban junto a sus baños de pozo y techos de zinc oxidado.
Ella estaba descalza sobre el suelo ardiente, con el sobre marrón aún temblando en su mano.
—Venga con nosotros —repitió el hombre del traje negro—. Su esposo está listo para recibirla.
Ella parpadeó, insegura. ¿Esposo? ¿Listo? ¿Qué tipo de mendigo manda convoyes?
Pero no preguntó.
Simplemente siguió, cargando nada más que a su hijo no nacido… y mil preguntas.
En cuanto subió al vehículo, el aire cambió—fresco, perfumado, extraño.
Su corazón latía más fuerte que el motor.
El viaje fue silencioso.
Cuando el portón finalmente se abrió, Halima se quedó sin aliento.
Una mansión se alzaba frente a ella—enorme, vestida de mármol, enmarcada en oro.
El terreno era lo bastante grande como para alojar a todo su pueblo.
Los sirvientes se alineaban en el pasillo, inclinándose cuando ella entró.
—Bienvenida, señora —dijeron.
¿Señora?
La llevaron a una suite que olía a sándalo y seda.
Una enfermera le tomó la presión.
Un chef le preguntó si quería jollof o efo riro.
Le daba vueltas la cabeza.
Entonces la puerta se abrió—y él entró.
Mansur.
Afeitado, limpio, vestido con una kaftán que rozaba el suelo.
Sin suciedad.
Sin vendas.
Sin ojos cansados.
Parecía un príncipe tallado del crepúsculo y el linaje.
Halima dejó caer la taza que tenía en la mano.
—Tú… ¿qué es esto? —susurró.
Mansur caminó hacia ella lentamente.
—Esta es la verdad —dijo—. No te mentí, Halima. Me escondí.
Ella parpadeó rápidamente.
—¿Te escondiste de qué?
Él tomó sus manos.
—De la guerra por la herencia. De lobos. De asesinos. Del imperio de mi familia, que casi me mata por no obedecer al trono. Huí de los miles de millones. Elegí el silencio.
Hasta que llegaste tú.
Las piernas de Halima flaquearon.
Él la sostuvo.
—¿Entonces tú realmente eres…?
—Mansur Al-Hassan —dijo con firmeza—. Primogénito de Alhaji Balarabe Al-Hassan. Único heredero. CEO en el anonimato. Y ahora, padre de tu hijo.
Afuera, las mismas personas que se burlaron de ella estaban ahora reunidas en la puerta, mirando cómo los guardias hacían reverencias y los sirvientes servían.
Los susurros volaban como moscas:
—¿Ese no es Halima?
—¿La esposa del mendigo?
—¿Ella anda en convoy ahora?
—Wallahi, Dios existe.
Pero adentro, Halima no escuchaba.
Tenía la cabeza apoyada en el pecho de Mansur, con las lágrimas empapando su ropa.
—¿Por qué no me lo dijiste? —preguntó.
—Porque el amor me encontró cuando yo no era nada —respondió él—. Y necesitaba estar seguro de que tú eras diferente. Que tu corazón podía ver lo que los ojos no ven.
Ella lloró más fuerte.
—No necesitaba tus riquezas. Solo quería tu verdad.
Él le besó la frente.
—Y ahora, te doy ambas.
Esa noche, la familia Al-Hassan llamó.
Mansur respondió con el altavoz encendido.
—Nos avergonzaste —dijo su tío—. ¿Casarte con una chica común y sin estatus?
Mansur sonrió con calma.
—Su estatus es más alto que el de todos ustedes. Ella cargó a mi hijo cuando nadie más cargó con mi dolor.
Y mañana por la mañana daremos una rueda de prensa.
La presentaré como mi esposa—ante el mundo, los medios… y el imperio que ustedes intentaron arrebatarme.
Y colgó la llamada.
A la mañana siguiente, Halima salió de la mansión con un vestido blanco de encaje que abrazaba su vientre y se arrastraba detrás de ella como si fuera realeza.
Las cámaras parpadearon.
Los reporteros gritaban.
Los mismos blogs que antes la llamaban “la chica deshonrada del pueblo” ahora la llamaban: “La Reina Elegida.”
¿Y los del pueblo?
La vieron por la televisión—con la boca abierta y el corazón rendido.
Porque la chica a la que se burlaron por quedar embarazada de un mendigo…
Ahora era la primera dama de una dinastía multimillonaria.
FIN.
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