Susurros del Corazón por Darling

La primera vez que Muna conoció a la madre de Kunle, sintió un escalofrío a pesar del calor del sol aquella tarde. Vestida con modestia y con una sonrisa suave, Muna entró en la modesta casa familiar, extendiendo ambas manos con educación al saludar a la mujer mayor.

—Buenas tardes, señora. Me llamo Muna Nwosu. Hija de Beatrice y Emeka Nwosu.

El nombre golpeó a Mama Kunle como agua fría. Su sonrisa forzada se desvaneció por un instante, aunque se recuperó rápidamente.

—Bienvenida, querida —dijo con una voz dulcemente engañosa—. ¿Beatrice? ¿Es ella de Enugu?

—Sí, señora. De Enugu, de Ugwuoba, a orillas del río Achi —respondió Muna con una sonrisa amable.

—Ah, está bien. Una vez tuve una amiga de allí, pero no creo que sea la misma persona. Entra, entra. Eres muy bienvenida en nuestro hogar.

Pero detrás de los gestos corteses y los saludos amables, viejas heridas comenzaron a sangrar de nuevo.

Beatrice Nwosu. Ese nombre no había salido de sus labios en casi dos décadas. Había sido su mejor amiga, la mujer con la que compartía sueños y secretos. Eran inseparables… hasta el incendio.

Había sido hace años. Un negocio prometedor en el que Mama Kunle invirtió todos sus ahorros fue consumido por las llamas. La única persona que sabía la ubicación de su nueva mercancía era Beatrice. Y cuando la investigación policial se estancó y comenzaron los rumores, Mama Kunle se convenció de que su amiga la había traicionado por envidia. Nunca le dio la oportunidad de defenderse. El dolor y la rabia se convirtieron en odio. Y ahora, la hija de esa mujer tocaba a su puerta.

Recibió a Muna con cortesía y una sonrisa impura, pero en silencio alimentaba su odio. Sonreía a la muchacha, compartía recetas e incluso ayudó a planificar la presentación formal, pero su corazón estaba lejos de ser sincero. Cada vez que miraba a Muna, veía a Beatrice: riendo, mintiendo, quemando todo por lo que había trabajado.

En su habitación, ideó un plan. El veneno era sutil: inofensivo en una sola dosis, letal con el tiempo. Añadía un pellizco aquí, una gota allá, en las comidas de Muna cada vez que la visitaba. Era insípido. Nadie sospechaba nada. Pero Muna comenzó a sentirse débil. Dolores de cabeza leves. Mareos ocasionales. Kunle lo notó. Ella lo restaba importancia.

—Tal vez solo estoy estresada —decía con una sonrisa suave.

Entonces llegó la noche en que todo cambió.

Acababan de terminar de cenar, sopa de egusi con ñame machacado. Muna se levantó para buscar su bolso y, de repente, colapsó. Su cuerpo convulsionaba. Kunle gritó. La tomó en brazos, con lágrimas ya corriendo por su rostro, mientras corría al hospital. Le hicieron pruebas. Se pronunciaron palabras como “compuesto tóxico” y “ingestión deliberada a lo largo del tiempo”.

Kunle estaba destrozado. ¿Veneno? ¿Quién querría matar a Muna?

Mientras su condición empeoraba y sus padres llegaban, él decidió regresar a casa con ellos para recoger algunas pertenencias de Muna. También tenía una sensación en el pecho, un presentimiento que no podía explicar.

Cuando llegaron, la casa estaba en silencio. Entraron y Kunle llamó a su madre. No hubo respuesta. Desde detrás de su puerta cerrada, ella estaba al teléfono.

—Se está apagando rápido —susurró a alguien—. Beatrice conocerá el dolor ahora, igual que yo. Le advertí, que nunca volviera a cruzarse conmigo.

Beatrice se quedó sin aliento. La puerta se abrió lentamente y Mama Kunle se giró, aún con el teléfono en la mano. Su rostro perdió todo color al encontrarse con la mirada de Beatrice.

—Tú —escupió, con años de odio acumulado—. Me arruinaste. Ahora tu hija pagará.

El silencio llenó la habitación.

Beatrice cayó de rodillas, sollozando.

—¡Yo no quemé tu tienda! —gritó—. ¡Te rogué que me escucharas hace años! Intenté decírtelo. El hombre al que le hablaste del pedido, tu primo Nedu, él fue. Le confesó a alguien del coro. ¡Pero nunca me diste la oportunidad!

Mama Kunle se quedó inmóvil. El peso de su error la golpeó como una roca. Había intentado asesinar a la hija inocente de una mujer… por una mentira que nunca confirmó.

Se dejó caer al suelo, las lágrimas caían con fuerza. Comenzó a suplicar perdón, pero el señor Kingsley, el padre de Muna, le dijo:

—Llorar no traerá de vuelta a mi hija. No la curará. Se está muriendo lentamente por algo que ni siquiera conoce. ¿Qué podemos hacer?

—Tengo el remedio —dijo con voz ronca, levantándose y abriendo su armario.

Dentro de una pequeña caja de madera había un frasco con un líquido transparente.

—Es un antídoto. Revierte los efectos, pero solo si se administra a tiempo.

Corrieron al hospital y, con el permiso de los médicos, le dieron la poción a Muna. No podía tragar por sí sola, así que se la administraron con cuidado. Minutos después, sus ojos se abrieron débilmente y giró la cabeza.

—Muna —susurró Beatrice—. Mi niña…

Con una débil sonrisa, Muna asintió, y la habitación se llenó de lágrimas silenciosas de alivio.

Muna regresó a casa pálida, silenciosa y aún debilitada por su tiempo en el hospital.
El veneno había dejado cicatrices: su cuerpo temblaba a veces, y el sueño llegaba con dificultad. Pero estaba viva.

Kunle no podía perdonarse a sí mismo.

La visitaba todos los días, siempre con prudencia, trayendo comida, llamándola suavemente, preguntando si necesitaba algo. Pero Muna, aunque amable, seguía distante. Sus padres eran corteses con él, pero claramente heridos. Su hija había estado al borde de la muerte por culpa de la familia a la que estaba a punto de unirse.

Una noche, Kunle se arrodilló junto a su cama, luchando por mirarla a los ojos.

—Sé que tienes todas las razones del mundo para alejarte. Pero te amo, Muna. Y odio lo que hizo mi madre. Odio no haberlo visto venir. Debería haberte protegido.

Muna lo miró largo rato. Luego respondió suavemente:

—Amar es fácil cuando todo es perfecto, pero el amor verdadero… el amor verdadero es el que se mantiene incluso cuando te han herido. Yo no me voy a ir.

Kunle rompió en llanto. Le tomó la mano y la besó una y otra vez, como agradeciéndole no solo por perdonarlo, sino por seguir eligiéndolo.

Pasaron los días. Entonces, una brillante mañana de sábado, Kunle escuchó un golpe en la puerta del portón.

La abrió y vio a Muna, de pie con sus padres, vestida con un colorido vestido Ankara amarillo. Llevaba un ramo de flores.

Sin decir una palabra, caminó hacia él, colocó las flores en sus manos y lo abrazó con fuerza.

—Estoy lista —susurró—. Vamos a planear nuestra boda.

Kunle la abrazó como si su vida dependiera de ello. Sus padres se unieron a ellos en la entrada. Mama Kunle había estado de pie allí, con la vergüenza escrita en cada línea de su rostro.

Dio un paso al frente y cayó de rodillas.

—No merezco estar aquí. Pero si puedes encontrar en tu corazón el perdón, pasaré el resto de mis días demostrándote que ya no soy la mujer que fui.

La madre de Muna también dio un paso al frente. Por un momento, simplemente se miraron. Luego Beatrice extendió su mano y la ayudó a levantarse.

—Ambas estuvimos equivocadas, en diferentes momentos —dijo en voz baja—. Pero nuestros hijos merecen paz.

La boda fue íntima pero alegre. Durante la ceremonia, Mama Kunle lloró abiertamente mientras Muna bailaba con ella. El pasado no desapareció de la noche a la mañana, pero el amor, constante y paciente, comenzó a envolverlos poco a poco.

Un año después, Muna dio a luz a una hija. Siguieron dos hijos más, y la risa volvió a llenar su hogar por completo.

El amor de Kunle y Muna se convirtió en algo que la gente susurraba en los mercados y elogiaba en las iglesias. No porque fuera perfecto, sino porque había sobrevivido a lo imposible.

¿Y Mama Kunle y Beatrice? Se volvieron incluso más cercanas que antes, más viejas, más suaves, sanadas. Pasaban los fines de semana en el jardín, contando historias a sus nietos, sin mencionar nunca el incendio o el veneno, pero advirtiéndoles siempre que el rencor es una prisión y el perdón, la llave.
Porque al final, no fue la venganza lo que las salvó.

“Fue la gracia.”

FIN 📌