El camino hacia San Juan de los Lagos siempre está lleno de fe, pero también de misterios. Miguel, un joven de quince años, lo sabía bien. Era su tercera peregrinación, y esta vez iba acompañado por su primo Javier, ambos caminando desde Aguascalientes. La multitud era densa, un río de gente movido por la devoción.
Todo comenzó mientras avanzaban por los famosos caminos de Peñuelas. Vieron a un joven, tan cansado como ellos, detenerse para ayudar a una anciana de pelo blanco, tan encorvada que su rostro apenas se veía. La mujer, vestida con ropas negras y antiguas, le pidió ayuda con un pequeño costal. “Vengo de muy lejos,” dijo ella, “mis pies ya no me dan.” El joven, amable, tomó el bulto, pero casi se tambaleó por el peso. Miguel y Javier siguieron adelante, perdiéndolos de vista.
Horas después, al llegar al último tramo, cerca de las torres de la iglesia, vieron al mismo joven de nuevo. Estaba pálido, hablando frenéticamente con un sacerdote en la entrada. Buscaba a la anciana para devolverle su costal, pero ella se había desvanecido. Vieron cómo el sacerdote, con rostro grave, vaciaba el contenido del costal en el suelo del atrio: un cráneo humano y un montón de huesos pequeños.
Aterrados, los primos se apresuraron a entrar, pero el santuario estaba lleno. Mientras buscaban un lugar, notaron una escena extraña: una madre que avanzaba de rodillas, pero abrazando a su hijo, un hombre ya adulto. “Mamá, abrázame fuerte,” decía él, “porque tu manda era llevarme cargado.” La gente los miraba con extrañeza. “Mira cómo nos ven, hijo,” susurraba ella, “ya me dio pena.” Él solo respondía: “No te fijes, ya casi llegamos.”
Miguel y Javier rezaron y salieron. Más tarde, escucharon gritos. Era la misma madre, sola junto al altar, buscando a su hijo desesperadamente. “Señora,” le dijo un guardia, “usted entró sola. Venía hablando sola con las manos arriba.” La mujer colapsó, gritando que era imposible, que su hijo había regresado del Norte solo para pagar la manda.
Con un escalofrío recorriendo sus espaldas, Miguel y Javier decidieron retomar el camino de regreso. Fue entonces, al llegar a las vías del tren, que su propia prueba comenzó.

Un señor de edad avanzada intentaba cruzar, temblando con cada paso. “Jóvenes,” les llamó, “por favor, ayúdenme a cruzar. Mis piernas ya no pueden.”
Miguel y Javier lo tomaron de los brazos y lo ayudaron a pasar las vías. Al soltarlo, el anciano les dio la mano; estaba helada. “Muchas gracias. Que la virgencita de San Juan se los pague.”
Sintieron un frío intenso, pero siguieron caminando. Al llegar a la primera parada de descanso en La Chona, Miguel se quedó paralizado. Allí estaba el mismo señor, sentado en una piedra, sobándose los pies.
“Es imposible,” le dijo Miguel a su primo. “No pudo caminar tan rápido.”
“Debe ser alguien que se parece,” respondió Javier, aunque su voz sonaba nerviosa.
Siguieron, pero Miguel comenzó a sentir una molestia en la espalda, un peso que crecía con cada kilómetro. Al llegar a la segunda parada, en Santa María, volvieron a verlo. El mismo anciano, descansando junto a los baños. El peso en la espalda de Miguel se volvió casi insoportable.
Decidieron no parar más y caminaron directamente hasta su punto de partida en Aguascalientes. El viaje fue una tortura para Miguel, quien sentía que cargaba a alguien. Al llegar por fin al retén militar de Peñuelas, donde habían comenzado, Miguel se dejó caer, exhausto.
Fue entonces que vio al anciano por última vez. Estaba parado frente a ellos, pero ya no parecía cansado. Les sonrió. “Muchas gracias, jóvenes,” dijo su voz, aunque parecía venir de muy lejos. “Que la virgencita de San Juan se lo pague.”
En ese instante, el peso en la espalda de Miguel desapareció por completo. El anciano se dio la vuelta y se desvaneció en el aire.
Miguel miró a Javier, quien estaba pálido. “Tú también lo viste todo, ¿verdad?” preguntó Miguel.
Javier asintió. “Sí. No quise asustarte, pero lo vi en cada parada. Ese señor… era como la anciana del costal y como el hijo de esa pobre madre. Eran almas, primo.”
Miguel finalmente entendió. “Almas pagando sus mandas,” susurró.
“Sí,” concluyó Javier, mirando el camino vacío. “Y tú acabas de ayudarle a un muerto a pagar la suya. Gracias a ti, esa alma por fin puede descansar en paz.”
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