El aroma a cera derretida y nardos frescos inundaba la nave central del templo de Santo Domingo, una fragancia densa y empalagosa que se mezclaba con los murmullos de una sociedad expectante. La luz de los vitrales, filtrada en haces de polvo danzante, teñía de oro el altar mayor, iluminando a una novia que, bajo la seda inmaculada de su vestido, guardaba un secreto tan frágil como el cristal, un peso que apenas la dejaba respirar y que oprimía su pecho más que el corsé de ballena. Una tensión casi imperceptible se aferraba al aire, una corriente fría que prometía desatar una tormenta sobre una ciudad donde la fe y las apariencias tejían el destino de las familias más prominentes.
Esta era Puebla, una urbe de ángeles y demonios, donde bajo el brillo del oro y la solemnidad de los votos, acechaban sombras que ni la luz de cien cirios podía disipar.
Don Augusto Santibáñez, patriarca del imperio de la talavera, observaba el altar con orgullo. Su hija, Sofía, era el epítome de la virtud. O al menos, eso creía él. Sofía, de 19 años, con su piel translúcida y ojos color miel, parecía una virgen tallada en marfil. Sin embargo, su vida, trazada con la exactitud de un delineante, se había descarrilado en las sombras de la Alameda semanas atrás.
La llegada de Leonardo Ibarra a Puebla había sido el catalizador. El abogado de 28 años, con su porte elegante y su ambición afilada como una navaja, había conquistado los salones de la alta sociedad y, más fatalmente, el corazón ingenuo de Sofía. Él traía consigo los aires modernos de la Ciudad de México y una elocuencia que embriagaba. Pero bajo su levita perfecta y sus modales exquisitos, algunos —las matronas más viejas y sabias— intuían una oscuridad, un brillo helado en la mirada que nada tenía que ver con el amor.
El cortejo había sido un ballet perfecto hasta aquel desliz en los jardines, un momento de debilidad amparado en promesas falsas de matrimonio espiritual. Y ahora, tres semanas antes de la boda, el fruto de ese error crecía en el vientre de Sofía, amenazando con destruir siglos de linaje.
La confesión a su tía Josefa Montes, en la penumbra de la madrugada, había sido el primer paso de su calvario. Josefa, pragmática y fría, había sentenciado: “Díselo. El matrimonio es el único escudo. La sociedad aceptará un niño prematuro, pero nunca a una madre soltera”.
Sofía, temblando como una hoja al viento, había llevado su verdad al despacho de Leonardo. Recordaba con horror la transformación de su prometido. La máscara de caballero había caído, revelando una furia gélida. La acusó de tenderle una trampa, de querer atarlo con mentiras. Pero tan rápido como vino la ira, llegó el cálculo. Leonardo, con la mente de un ajedrecista, había visto la jugada.
—No diremos nada —había sentenciado él, recuperando una calma aterradora—. Nos casaremos. El sacramento nos protegerá.

Sofía había respirado aliviada, creyendo ver en él nobleza y perdón. Pobre niña ingenua. No vio que en los ojos de Leonardo no había compasión, sino la satisfacción de quien acaba de adquirir una hipoteca sobre un alma.
Las semanas previas al enlace fueron una tortura silenciosa. Mientras la Casa Santibáñez era un hervidero de modistas, floristas y regalos, Sofía se marchitaba. Leonardo se había vuelto distante, un témpano de hielo que solo sonreía cuando había público. En la intimidad de sus breves encuentros, su trato era cortés pero vacío, mecánico. Sofía se consolaba pensando que eran los nervios, que una vez casados, el amor renacería.
Y así llegamos al momento presente, al altar de Santo Domingo.
El sacerdote pronunció las palabras sagradas en latín, su voz resonando como un eco antiguo. Leonardo, impecable, tomó la mano de Sofía. Al contacto, ella sintió un escalofrío. Su mano no estaba cálida; estaba fría y firme, como un grillete.
—Sí, acepto —dijo Leonardo, su voz clara y potente, dirigida más a la congregación y a Don Augusto que a la mujer a su lado.
—Sí, acepto —susurró Sofía, sellando su destino.
La fiesta posterior fue un despliegue de opulencia obscena. El vino corría como agua y la música llenaba el patio de azulejos de la casona. Don Augusto brindaba por la unión de la sangre y el talento, ajeno a la tragedia que se gestaba bajo su techo. Leonardo actuó su papel a la perfección, recibiendo palmadas en la espalda y felicitaciones, mientras sus ojos recorrían la propiedad como un general inspeccionando el terreno conquistado.
La noche cayó sobre Puebla, y con ella, el final de la farsa.
Los recién casados se retiraron a la suite nupcial, una habitación vasta adornada con tapices y una cama con dosel de terciopelo. En cuanto la pesada puerta de roble se cerró, el silencio se hizo absoluto. Sofía, aún con su vestido de novia, se sentó en el borde de la cama, esperando una palabra, un gesto de ternura que disipara el miedo de las últimas semanas.
Leonardo se quitó la levita con lentitud, dándole la espalda. Se sirvió una copa de brandy de una licorera de cristal cortado y bebió un sorbo largo antes de girarse. Su rostro estaba desprovisto de toda emoción. Era el rostro de un extraño.feroz.
—Leonardo… —comenzó Sofía, su voz temblorosa—. Tengo miedo. ¿Qué pasará con nosotros? ¿Con el bebé?
Leonardo dejó la copa sobre la mesa con un golpe seco que hizo saltar a Sofía. Caminó hacia ella, no con el paso de un amante, sino con el de un carcelero.
—No hay ningún “nosotros” en el sentido que tú imaginas, Sofía —dijo él, con una suavidad que cortaba más que un grito—. Y ciertamente, no habrá ningún bebé que manche mi reputación en mi primer año como socio de tu padre.
Sofía se llevó las manos al vientre, retrocediendo instintivamente.
—¿Qué… qué quieres decir? Dijiste que el matrimonio nos protegería.
—El matrimonio me protege a mí —corrigió él, inclinándose hasta que su rostro estuvo a centímetros del de ella—. Me protege de la pobreza, me da acceso a la fortuna Santibáñez y me otorga un estatus que jamás habría logrado en la capital. Tú, querida mía, eras simplemente la llave. Una llave que, lamentablemente, vino defectuosa.
Sofía sintió que el mundo se desmoronaba. Las lágrimas brotaron de sus ojos, calientes y amargas.
—¡Pero es tu hijo! —sollozó.
—Es un error de cálculo —respondió él con frialdad—. Y los errores se corrigen. Mañana partiremos a la hacienda de Atlixco para la “luna de miel”. El aire del campo te sentará bien. Sin embargo, es una lástima que el viaje sea tan ajetreado. Los caminos son malos, los carruajes inestables… A veces, las mujeres en tu estado sufren accidentes. Abortos espontáneos, creo que los llaman.
El horror paralizó a Sofía. Entendió, con una claridad brutal, lo que él insinuaba. No planeaba matarla a ella, era demasiado valiosa como vínculo con Don Augusto. Planeaba matar lo que crecía dentro de ella, o provocar una situación donde el niño no naciera vivo.
—Eres un monstruo —susurró ella, retrocediendo hasta chocar con la pared fría.
—Soy un hombre práctico —replicó Leonardo, ajustándose los puños de la camisa—. Y tú vas a ser una esposa obediente. Si ese niño nace, será enviado lejos, a un orfanato en Veracruz donde nadie sepa su nombre. Jamás lo verás. Y si intentas abrir la boca, si intentas decirle una sola palabra a tu padre, te encerraré en el convento de Santa Mónica alegando locura. Tengo los papeles listos, Sofía. La histeria del embarazo, la melancolía… los médicos firmarán lo que yo les diga.
Leonardo se dio la vuelta, apagó las velas una a una, dejando la habitación en penumbra.
—Ahora, duerme. Mañana tenemos un viaje largo. Y sécate esas lágrimas. Una esposa de Leonardo Ibarra no llora.
Sofía se quedó sola en la oscuridad, deslizando su cuerpo hasta el suelo. El vestido de seda, que horas antes parecía un sueño, ahora era una mortaja blanca. Miró por la ventana hacia la luna menguante sobre Puebla. La ciudad dormía tranquila, ignorante de que en una de sus casonas más ricas, una joven acababa de entrar en una prisión sin barrotes.
El viaje a Atlixco ocurrió tal como Leonardo predijo. Un viaje brutal, rápido y sin descanso. A los pocos días de llegar a la hacienda, Sofía “perdió” al niño. Nadie supo si fue el ajetreo del carruaje o algún té amargo que Leonardo insistió en que bebiera para “los nervios”. El llanto de Sofía se ahogó en los muros gruesos de la hacienda, lejos de los oídos de su padre.
Don Augusto murió dos años después de una apoplejía repentina, dejando el control total del imperio de azulejos y textiles a su yerno, el respetable y exitoso Leonardo Ibarra.
Leonardo se convirtió en el hombre más poderoso de Puebla. Vestía las mejores telas, ampliaba los negocios y era un pilar de la iglesia. A su lado, en las misas de domingo y en los bailes de gala, siempre aparecía Sofía.
La sociedad poblana alababa su belleza etérea, que con los años se había vuelto casi espectral. Decían que era una santa, siempre silenciosa, siempre pálida, con una mirada perdida que parecía ver cosas que los demás no veían. Nunca tuvieron más hijos. Decían que la tragedia de aquel primer embarazo la había dejado estéril de cuerpo y alma.
Nadie sabía la verdad. Nadie sabía que Sofía vivía en una jaula de oro y talavera. Nadie escuchaba las noches en las que ella deambulaba por los pasillos de la casona, susurrando canciones de cuna a un hijo que nunca tuvo nombre.
Leonardo Ibarra murió anciano, rico y respetado. En su lecho de muerte, dicen que pidió perdón, no a Dios, sino a la figura silenciosa que estaba de pie en la esquina de la habitación. Sofía no se acercó. Simplemente lo vio exhalar su último aliento con la misma indiferencia con la que él había destrozado su vida cuarenta años atrás.
Cuando finalmente enterraron a Leonardo, Sofía, ya una anciana de cabello blanco, volvió a la casona vacía. Se sentó en el patio central, rodeada de los azulejos que habían pagado su desgracia. Por primera vez en décadas, una leve sonrisa curvó sus labios. El carcelero se había ido. La jaula estaba abierta. Pero al mirar al cielo azul de Puebla, Sofía comprendió la última y cruel verdad de su existencia: el pájaro que ha vivido demasiado tiempo en la oscuridad olvida cómo volar.
Y así, el silencio volvió a reinar en la casa de los Santibáñez, guardando para siempre los secretos que se esconden bajo el brillo de las apariencias, en esa anatomía del miedo donde el verdadero monstruo no se esconde bajo la cama, sino que duerme a tu lado y lleva un anillo de oro en el dedo.
Esta fue la historia de esta noche. Dulces sueños… si es que pueden tenerlos.
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