—¿Por qué nadie quiere acercarse a él? —preguntó Ilva antes de poner un pie en el corredor de piedra resquebrajada. No imaginaba que estaba a punto de encontrarse con el hombre más temido de su clan. Temido no por su espada, sino por el silencio que lo envolvía.
Era madrugada en los fiordos cuando el anciano del consejo pronunció su sentencia.
—Ilva, hija de Anund, serás la encargada de atender al hijo del trueno.
Las voces en el salón se apagaron como velas al viento. Nadie discutió, pero las miradas cruzadas eran suficientes: sorpresa, compasión, miedo. De pie entre quienes aguardaban su ración de pan y pescado salado, Ilva parpadeó incrédula. ¿Ella? ¿Cuidar a quién?
El anciano, sin repetir palabra, solo la señaló con su bastón de roble marcado por runas. Alrededor, las mujeres bajaron la vista. Brita, la más cercana, murmuró casi sin mover los labios:
—Que los dioses la protejan.
Porque todos entendían lo mismo: servir al hijo del trueno no era un privilegio, sino una condena.
En lo alto de la colina gris se levantaba la fortaleza de Galdarheim. Sus torres partidas por relámpagos antiguos y muros cubiertos de musgo eran testigos de la ruina de su morador: Eric Thorbalson. Guerrero que comandó tres campañas victoriosas y sobrevivió al exilio, regresando, según las historias, sin voz, sin orgullo, sin alma.
Lo nombraban de muchas formas: el quebrado, el que no volvió, el maldito. Se decía que vivía encerrado, que rechazaba cualquier contacto humano, que no toleraba ni una mano sobre su piel. Sus enemigos no lograron matarlo, pero sí destrozarlo desde adentro. Desde su retorno, ningún siervo permanecía más de una luna bajo su mando.
Ilva emprendió el camino hacia la colina con paso firme, aunque cada zancada la acercaba a lo que muchos consideraban una tumba viviente. En sus brazos llevaba una cesta con paños limpios, agua de enebro, resina y un jabón preparado la noche anterior con lavanda seca.
No era ajena al cuidado. Había acompañado a moribundos, calmado fiebres infantiles, sostenido a mujeres que daban a luz bajo tormentas de nieve. Pero nunca había tenido frente a sí a un hombre quebrado por el orgullo. Y menos aún… a un Thorbalson.

Las puertas del palacio crujieron como huesos viejos. No había guardias, no había criados, solo el eco. Las velas estaban consumidas, las pieles colgadas en las paredes se deshacían al tacto y el aire olía humo frío y soledad. Ilva entró despacio, como si cada paso pudiera despertar algo que no quería ser molestado.
“No necesito ayuda”, dijo una voz desde las sombras. Ella se detuvo. No venía de lo alto, venía de abajo, grave, contenida, con un acento seco como piedra húmeda. Un instante después lo vio sentado sobre una especie de trono roto, con una pierna envuelta en vendas y los ojos ocultos por la sombra de su cabello largo, estaba Eric.
Ilva bajó la mirada por respeto, pero no tembló. Me enviaron a atenderle. No tengo elección. Él giró la cabeza apenas. Sus ojos eran de acero antiguo, no rabiosos, no tristes, solo endurecidos, como si ya no esperaran nada del mundo. Y tú si vas a quedarte. Ella no respondió.
caminó hacia la sala contigua, donde un antiguo baño de piedra esperaba cubierto de polvo. Quitó las telarañas, encendió el fuego, calentó el agua como lo hacía su madre en los inviernos duros. No dijo una palabra, él la observaba desde lejos. Ella no necesitaba permiso, solo hacía lo que debía hacerse.
Cuando el vapor comenzó a llenar la estancia, Eric se acercó. No caminó. Se arrastró sin mostrar dolor, pero con un gesto que lo decía todo. Su pierna izquierda arrastraba consigo un peso invisible. No era un hombre débil, pero algo en su andar hablaba de batalla, de pérdida, de vergüenza. se metió en el agua sin decir nada.
Ella se arrodilló a su lado como si el silencio fuera parte del ritual. Tomó el paño, lo empapó, se acercó al hombro derecho, pero antes de tocarlo, él le sujetó la muñeca fuerte, sin violencia, como quien detiene una flecha con la palma. Sus ojos se encontraron por primera vez. Hazlo, pero no finjas piedad.
Si vas a mirarme, que sea sin lástima. Ilva sostuvo la mirada sin pestañar. No miro heridas, miro lo que queda vivo debajo. Él no dijo más. Tampoco soltó su muñeca de inmediato, pero tampoco la apartó. Afuera, la neblina bajaba por las montañas como un velo antiguo. Adentro, el palacio olvidado volvía a tener aliento, aunque fuera por un instante.
Y sin saberlo, mientras el agua humeaba y el paño bajaba por su espalda endurecida, comenzaba entre ellos algo más profundo que un baño, algo que aún no tenía nombre, pero que cambiaría el curso de ambos para siempre. El silencio en el baño no era incómodo, era espeso, casi sagrado. El vapor ascendía desde la tina de piedra, acariciando los rostros con una tibieza húmeda que olía a Romero, a corteza de abeto y a piel humana, que aún no ha olvidado lo que es ser tocada sin juicio.
Eric soltó la muñeca de Ilva con lentitud. Su mano cayó como si el esfuerzo le hubiera costado más de lo que admitiría jamás. Ella no hizo comentario, no le agradeció, no le reprochó, simplemente mojó el paño, lo escurrió con cuidado entre sus manos curtidas y lo posó suavemente sobre su hombro derecho. Su piel estaba caliente, viva, firme, pero bajo esa firmeza había una tensión constante, un músculo que nunca descansaba del todo, como si su cuerpo también hubiera aprendido a luchar incluso en reposo.
Ilva notó un espasmo mínimo en su mandíbula cuando el agua tibia recorrió la clavícula. ¿Duele? No, la respuesta fue rápida, casi automática, casi como un reflejo defensivo. Ella no insistió, no era su lugar aún, pero algo en su interior, esa intuición que solo las mujeres que han visto demasiado temprano la fragilidad humana desarrollan, le decía que él no temía al dolor físico, temía a otra cosa.
Eric no hablaba, pero sus ojos hablaban por él. Cuando se movió a su costado, él la siguió con la mirada, no con deseo, tampoco con hostilidad, sino con una especie de vigilancia emocional, como si esperara que ella cometiera el mismo error que los demás: retroceder, fingir, huir.
Pero Ilva no temblaba, tenía manos firmes, movimientos suaves y esa forma de estar que no exige nada y sin embargo lo sostiene todo. Ella frotó el hombro con movimientos circulares, subió hacia la nuca y bajó por el brazo, deteniéndose con naturalidad, justo antes del antebrazo. Allí, una cicatriz vieja, gruesa y mal cerrada se extendía en diagonal como una mordida de acero Ilva no preguntó por su origen, lo limpió con respeto, sin detenerse demasiado. “¿Siempre haces esto tan en silencio?”, preguntó él de pronto.
Solo cuando el silencio lo pide, una media sonrisa se insinuó en la comisura de su boca. No una sonrisa feliz, sino una que se asoma cuando uno se topa con alguien que no juega a lo mismo que todos. Hablas como una anciana y tú miras como un animal acorralado.
Eric ladeó la cabeza como si quisiera responder, pero no lo hiciera por orgullo. En cambio, se recostó un poco más dentro de la tina. El agua humeante le cubría hasta el abdomen. Las piernas seguían dentro, inmóviles como estatuas. Ilva se dio cuenta entonces de que no las había movido ni un solo centímetro desde que entró y no era por comodidad.
¿Quieres que las lave? La pregunta fue directa. No desafiante, no servil, solo práctica. Eric bajó la mirada por un segundo, pero no respondió de inmediato. El vapor dibujaba sombras entre los dos, como si incluso las partículas del aire quisieran darles un poco de espacio. “Haz lo que viniste a hacer”, dijo finalmente sin fuerza en la voz.
Gilva mojó otro paño, cambió el agua del cuenco y se arrodilló junto al borde de la bañera. Lo tocó primero con el agua, no con la piel, como si le dijera al cuerpo, “Estoy aquí, no vengo a invadir.” Y así comenzó a lavar muslo, rodilla, pantorrilla, con cuidado, sin prisa. Cuando tocó su pierna izquierda, notó que había más rigidez allí, no de músculo, sino de algo más profundo, algo que no quería ser tocado.
Y entonces lo sintió una zona más fría, dura, casi insensible bajo su mano. No era una cicatriz, era como si algo debajo hubiera muerto. Ilva levantó la vista, pero no dijo nada. Eric la estaba mirando, no con furia, no con súplica, con una mezcla de advertencia y vulnerabilidad. “No digas nada”, murmuró él. No iba a hacerlo. El resto del baño fue silencioso.
Ella terminó de lavarlo con la misma dignidad con la que habría lavado a un rey o a un niño huérfano. Secó su torso con un paño seco, colocó una manta limpia sobre sus hombros y recogió el agua usada. Cuando se incorporó para retirarse, él habló de nuevo. ¿Cuál es tu nombre? La pregunta la detuvo en seco. Ninguno de los amos del clan se lo había preguntado antes. Ilva punteric asintió.
Gracias, Ilva. No por el baño, por no tener miedo. Ella lo miró con suavidad, no con compasión, con humanidad. El miedo no se me da bien, pero la paciencia la heredé de mi madre. Entonces, antes de salir, añadió, “Volveré mañana, aunque no me lo pidas.” Eric no respondió, solo bajó la mirada y soltó el aire como quien lleva años conteniéndolo.
Ilva se fue sin volverse, pero no sin dejar algo en el aire. Una promesa tácita, un lazo que aún no se nombra, pero que ya ha empezado a tejerse. Y en el palacio en Minosintosin, ruinas de Galdarheim, una chispa tibia parecía haberse encendido entre las piedras frías, una chispa que no era amor aún, pero ya tampoco era indiferencia.
La mañana siguiente amaneció más clara, pero en Galdarheim la luz parecía entrar con vergüenza. El palacio no despertaba, no había sirvientes que cantaran ni pasos que hicieran crujir las maderas viejas, solo el murmullo distante del viento, golpeando los tapices raídos como si las paredes mismas se resistieran a salir del letargo. Ilva llegó antes de que el sol rozara el techo roto.
Traía en la cesta pan tibio, té de hierbas y una tela nueva que ella misma había bordado con hilo grueso, no para adornar, sino para resistir el uso diario. El tipo de tela que no busca ser bonita, pero que cuida. Antes de entrar, se detuvo frente a las columnas de piedra desgastadas. Una gaviota chilló a lo lejos, respiró hondo y empujó la puerta con la misma decisión que el día anterior.
Esta vez Eric ya la esperaba sentado junto a la ventana, envuelto en la manta limpia que ella había dejado, el cabello suelto, húmedo aún de algún intento de aseo propio, los ojos igual de cansados, pero menos a la defensiva. Llegas temprano”, dijo él sin girar del todo. “Los que esperan órdenes duermen hasta tarde. Yo prefiero llegar antes de que me manden una respuesta sencilla, sin orgullo, sin sumisión.
” A Eric le pareció curiosa. Bajó la vista hacia la bandeja que ella apoyó con cuidado sobre la mesa baja. Pan oscuro con queso fresco y una jarra de hierro con infusión. De tomillo y menta. Él arqueó una ceja. Eso también viene con tus silencios. Eso viene con mi costumbre de observar. No cenaste casi nada anoche y el cuerpo no se repara solo con vapor.
Eric no respondió de inmediato. Tomó el pan, lo sostuvo entre las manos como si no supiera bien qué hacer con él. Luego dio un pequeño mordisco. Fue la primera vez en días que comía algo sin esfuerzo. Ilva no lo miraba directamente. Estaba ocupada llenando el cuenco con agua nueva, calentándola junto al fuego bajo la chimenea de piedra que apenas chispeaba. “Hoy no es día de baño completo”, murmuró ella.
Solo limpiaré las zonas que se tensaron anoche. No quiero que el cuerpo se fatigue. Eric la miró con una mezcla de escepticismo y algo parecido a resignación, pero no protestó. Se quitó la manta con lentitud, dejando ver nuevamente su torso marcado, los músculos que aún resistían y las cicatrices que no terminaban de envejecer.
Ilva no volvió a preguntar por ellas, pero mientras lo lavaba con movimientos pausados, notó que el cuerpo hablaba incluso cuando la boca callaba. Cada vez que pasaba el paño cerca de su cintura, Eric se tensaba. Cada vez que tocaba los hombros, él parecía preparar el cuerpo para un golpe. Y cuando la tela tocó su nuca, él cerró los ojos como si los recuerdos regresaran en ráfagas súbitas. Ilva cambió de tema con naturalidad.
Tú naciste aquí. Él abrió los ojos. Sí, en este mismo palacio, cuando aún tenía techo completo y no crecían hongos en las paredes. Y siempre fuiste así de conversador, una mueca leve, casi imperceptible, pero era lo más parecido a una risa que él había mostrado. Antes hablaba más, después los gritos me llenaron los oídos.
Ilva detuvo el movimiento, no por sorpresa, sino por respeto. No era una confesión directa, pero sí una grieta, una ventana entreabierta. Fueron gritos de otros, preguntó los míos. El paño quedó sumergido por un instante. Eric no la miraba. Ahora miraba la pared rota como si el humo del fuego le dibujara otra escena encima. Cuando me capturaron, creían que matarme era poco castigo.
Querían romperme en partes, mostrarme al norte como un trofeo. Un guerrero del clan Thorbalson, reducido a cicatriz y hueso. Il no se movió, solo lo escuchó. Él bajó la voz, pero no el tono. Estuve encadenado. Me quemaron las piernas con hierro. Me dejaron sin comida hasta que el cuerpo empezó a comerse a sí mismo.
Cuando intenté escapar, me arrastraron de vuelta y me marcaron, no por odio, por mensaje. Las llamas en la chimenea estallaron un poco más alto. O quizás fue solo el en corazón de Ilva. Por eso no dejas que nadie te mire. Eric giró el rostro con lentitud. Su mirada ahora no era dura, era transparente y peligrosa. No es vergüenza lo que me impide, es furia.
Es la certeza de que si bajo la guardia, incluso por compasión, no volveré a recomponerme. Ilba lo secó con una toalla suave, tomó otra manta, no lo cubrió con prisa, sino con delicadeza, como si el acto no fuera para esconderlo, sino para protegerlo del frío. Entonces, no me mires como si yo quisiera recomponerte, dijo casi en susurro.
Yo solo cuido lo que sigue en pie. Eric la observó por largo rato y por primera vez sus ojos no buscaron defensa, buscaron descanso. ¿Tú también tienes cicatrices? Hva asintió con la cabeza. No todas sangran por fuera. Él inspiró hondo. El aire del palacio seguía oliendo a humedad y madera podrida, pero entre ambos ya no olía a miedo. Mañana también vendrás, ¿verdad? No he terminado de cuidar.
¿Y cuándo se termina eso? Cuando ya no haga falta. Ella recogió la bandeja, lo miró una última vez y salió sin apuro. Afuera el cielo se abría en tonos cobrizos. Y en Galarheim el silencio del guerrero ya no pesaba como condena, empezaba a sonar como promesa. Aquella tarde, cuando el sol comenzaba a esconderse detrás de las montañas, Ilva regresó al establo del consejo.
Quiso dormir temprano, pero no pudo. Había algo en su pecho que no sabía si era preocupación o un tipo extraño de espera. Nunca. Antes había sentido eso por un hombre y mucho menos por uno que la miraba como si todo pudiera romperse al menor gesto. Ni por un segundo creyó que se trataba de amor.
Aún no, pero había cuidado. Y el cuidado, cuando es sincero, se parece demasiado al amor en sus primeros pasos. La mañana siguiente, el palacio de Galdarheim amaneció con niebla, un velo espeso cubría las piedras. Las antorchas apagadas y los huesos de ciervo colgados junto a la puerta. Parecía una señal. Aquí todo está dormido.
Pero Eric estaba despierto, sentado junto a la ventana, sin manta, con el cabello recogido en un nudo torpe y los brazos cruzados sobre el pecho desnudo. Esperaba en silencio, pero no en tensión. esperaba como quien acepta que algo bueno puede repetirse. Ilva entró sin llamar. Lo observó un instante desde la sombra del pórtico, como si quisiera memorizar la forma en que la luz lo tocaba desde la espalda.
Había en él una mezcla de vulnerabilidad y dureza que la confundía. “Hoy no traigo pan”, dijo ella apoyando la cesta en la mesa. “No, traigo algo mejor.” abrió la cesta y sacó un frasco de barro pequeño envuelto en una tela azul. Él frunció el ceño. ¿Qué es eso? Un huüento de raíz de tilo y aceite de ciervo. Sirve para las cicatrices viejas.
Mi abuela decía que no cura el pasado, pero ayuda a que duela menos. Eric no respondió, pero sus ojos hablaron. Había gratitud allí oculta, sin nombre, como quien no está acostumbrado a ser cuidado sin pedirlo. Ella preparó el agua, el fuego, el paño, todo con el mismo ritual de siempre. Pero ese día, cuando se acercó a él con el ungüento en la mano, él no la miró con desconfianza.
Le ofreció el brazo sin decir palabra. Ella lo tomó y comenzó a aplicar el bálsamo con los dedos. Fue la primera vez que lo tocó sin tela de por medio y él no se apartó. Sus dedos eran firmes pero suaves. Seguían las líneas del músculo con precisión, sin invadir, sin acariciar. Sol atendiendo. Como quien sabe que el cuerpo herido también merece tregua.
¿Eso también lo heredaste de tu madre? preguntó Eric rompiendo el silencio. Ilva negó con una sonrisa leve. Eso lo aprendí de vivir entre gente que no sabe pedir ayuda. Eric asintió casi para sí. Esos somos, ¿no? Guerreros, príncipes, esclavos, todos igual de torpes para decir, “Me duele.
” Ella lo miró sin sarcasmo ni compasión. Algunos no lo dicen, otros lo gritan con el cuerpo entero. Él bajo la vista. El vapor llenaba la estancia, pero el calor que sentía no era solo del fuego. Cuando Hilva se inclinó para aplicar el ungüento en su hombro izquierdo, notó algo que antes no había sentido, la forma en que su respiración cambiaba al sentir su cercanía, el modo en que sus dedos se tensaban ligeramente cuando ella lo tocaba. No era deseo, no aún era otra cosa.
Era el cuerpo recordando lo que era confiar. Y ella también lo sintió. Por primera vez sus manos temblaron un poco, no por miedo, sino por la conciencia de estar entrando en una tierra que aún no sabían si podían pisar. Eric la notó, ladeó la cabeza. Sus ojos eran ahora menos cuchillos y más preguntas. ¿Estás bien? Sí, dijo ella, casi riendo. Solo olvidé que también soy humana.
Él soltó una pequeña exhalación, una especie de risa escondida entre los dientes. Fue breve, pero para Il fue una victoria silenciosa. Cuando terminó, le colocó la manta con el mismo cuidado de siempre. Pero esta vez él sujetó su muñeca antes de que se alejara, no con fuerza. con algo que parecía necesidad.
“¿Te quedas un momento?”, ella dudó, “no por rechazo, sino por sorpresa. Nunca antes él le había pedido nada. ¿Por qué?” Eric bajó la mirada. “Porque cuando te vas, todo vuelve a oler a sangre vieja.” Ilba se sentó en el banco frente al fuego, no muy cerca, no muy lejos, solo lo suficiente para que el calor no se apagara. Y allí se quedaron, sin decir nada más, viendo como el humo bailaba entre las piedras y la llama proyectaba sombras suaves sobre las columnas.
Fuera la niebla comenzaba a disiparse, pero dentro lo que antes era solo de ver comenzaba a tener otro nombre, uno que ambos evitaron pronunciar todavía. Ese día, por primera vez, Ilva no llegó al palacio a pie. Una de las viejas cabras del consejo había escapado durante la noche y ella pasó buena parte del amanecer, ayudando a los niños del poblado a atraparla.
Acabó con las trenzas sueltas, barro en los tobillos y el ceño arrugado de tanto correr. Cuando finalmente subió por el sendero de piedra que conducía a Galdarheim, no traía la cesta de siempre, ni las manos perfumadas con la banda, solo traía su aliento entrecortado y una rama de espino que se le había enredado en la falda.
Al entrar esperaba encontrar a Eric como siempre junto a la ventana envuelto en su silencio. Pero no, ese día él la esperaba de pie, no completamente, erguido, apoyado en una lanza vieja como bastón, con las piernas rígidas y una expresión que era mitad molestia y mitad preocupación. ¿Qué te pasó? Ilba parpadeó, no por la pregunta, sino por el hecho de escucharla de él.
¿Te refieres al barro o a la respiración de anciana? Él entrecerró los ojos. Me refiero a que llegaste tarde y sin tu cesta. Ella sonrió agotada. Hoy cuidé a una cabra y perdió. Depende a quién le preguntes. Eric no se ríó. Pero la rigidez en sus hombros bajó un poco. Caminó, mejor dicho, arrastró su paso hasta el banco más cercano. Se sentó con cuidado, el rostro tenso y por primera vez fue él quien tomó la iniciativa de hablar. ¿Quieres que prepare el fuego? Ilva lo miró como si no hubiera entendido.
Tú, él encogió un hombro. No soy solo músculos oxidados. Alguna vez supe encender llamas. Ella alzó las cejas, luego se encogió de hombros y se dejó caer en el banco frente a él. Adelante, te miraré fallar con respeto. Eric se incorporó con esfuerzo, tomó las ramas secas del rincón, el pedernal, y se inclinó junto al fogón.
Le temblaba una pierna y la otra parecía resistirse al peso, pero no pidió ayuda. Ilva no se movió. solo observó después de varios intentos y un par de bufidos vikingos frustrados, la chispa finalmente prendió. Una llama temblorosa bailó entre las piedras negras. Eric se volvió hacia ella con el rostro ligeramente manchado de ollin.
Sigo. Sabiendo cómo hacer arder lo que toco. Hilva no pudo evitar reír. Fue una risa honesta, limpia. De esas que hacía tiempo no brotaban sin obligación. Siempre fuiste así de arrogante. No, antes era peor. Se quedaron así con el fuego crepitando entre ellos, sin bañeras ni paños, solo dos cuerpos cansados y una brasa nueva encendiéndose en medio del palacio.
notó que él la miraba de forma distinta, no con posesión, no con duda, con una especie de atención nueva, como si se hubiera dado cuenta de algo tarde, como si su mente intentara no admitirlo, pero su cuerpo ya lo supiera. ¿Qué vas a hacer cuando termines de curarme?, preguntó de pronto. Ella parpadeó.
¿Cómo? Cuando ya no queden vendas ni cicatrices abiertas, te irás. Ilva bajó la vista, no porque no supiera la respuesta, sino porque era demasiado pronto para darla en voz alta. Cuando llegue ese día, lo sabré. No hablaron más esa mañana. El baño fue breve, sin tensiones. Ilva se fue más temprano de lo habitual, pero dejaron la puerta del palacio entreabierta, algo que ninguno de los dos había notado hasta que cayó la tarde.
Y así comenzó a entrar el aire, no solo el del fiordo, también el del mundo. Al día siguiente, una carta llegó al consejo, un mensajero cubierto de barro y nieve. traía noticias desde el sur. Una aldea bajo el estandarte de Montemayor había entrado en conflicto, reclamos de tierras, deudas impagas, descontento entre los trabajadores. Y el consejo pidió que Eric interviniera.
Él, sentado en su trono de piedra, escuchó la noticia con los labios apretados. No puedo montar a caballo dijo sin emoción. “Pero aún puedes hablar”, dijo uno de los ancianos. Eric bajó la mirada. Por un segundo pareció que toda la sombra de sus cicatrices regresaba. Entonces, que hable alguien en mi nombre.
Y esa tarde, mientras el sol se escondía detrás del bosque, él pensó por primera vez en ella, en Ila, no como sirvienta, no como cuidadora, como voz. El cielo ardía en tonos cobrizos cuando Eric pronunció su nombre, Kilva. Ella giró desde la mesa donde limpiaba el cuenco de piedra, aún tibio por el agua usada.
El vapor flotaba perezoso en el aire y por un momento pensó que había escuchado mal. Sí, él no estaba junto a la ventana ni recostado en su rincón habitual. Esa vez se había desplazado hasta el centro del salón. con el bastón apoyado, firme en el suelo y la mirada fija en ella. Quiero pedirte algo. Ilva entrecerró los ojos. Había en su tono una mezcla de respeto y vulnerabilidad.
Pide Eric sostuvo su mirada más tiempo del habitual. Una aldea del sur bajo nuestro estandarte ha iniciado un levantamiento. Quieren ser escuchados. El consejo exige que alguien vaya. En mi nombre ella no respondió. Dejó el cuenco con cuidado sobre la mesa y se acercó despacio, como si el silencio entre ellos necesitara espacio para estirarse.
Y tú no irás. Eric ladeó la cabeza casi con una sonrisa triste. No puedo. Mis piernas no resisten la travesía y no voy a ir a arrastrarme ante ellos para que crean que aún soy un líder. Ilva cruzó los brazos. Y entonces quiero que vayas tú. La frase cayó como un cuenco vacío sobre piedra. Ilba frunció ligeramente el ceño.
No por molestia, sino porque la sorpresa le dolió un poco. ¿Quieres que vaya como esclava obediente a repetir tus palabras? Eric negó con firmeza. Quiero que vayas como mi voz. Ella respiró hondo. Una parte de su pecho se expandió al oírlo y otra se tensó como una cuerda vieja que temía romperse. ¿Sabes lo que pides? Sí.
Pido que hables como tú hablas, que los escuches como tú escuchas, que estés donde yo ya no puedo estar. Hubo un silencio largo, solo el crujido del fuego y el pulso de algo nuevo en el aire. Ilva se acercó un paso más. Sus ojos ya no eran tranquilos, ahora eran fuego contenido. Si voy, será como tu sombra o como tu igual. Será como tú eres”, dijo él, “sin cadenas”. Ella bajó la mirada solo por un instante. Luego asintió. Entonces voy.
Esa noche, mientras preparaban la carta que ella llevaría, Eric la observaba con atención. La manera en que escribía sobre la piedra con trazos firmes, cómo recordaba nombres de aldeanos que él había olvidado, cómo buscaba justicia sin adornos. Era la primera vez en años que no sentía vergüenza de delegar, porque no lo hacía por incapacidad, sino por confianza.
Cuando selló el pergamino, le entregó también algo más, un broche de plata en forma de lobo, el símbolo de su estirpe. Esto te abrirá puertas, pero también traerá miradas. Y Il sostuvo en la mano. Pesaba más de lo que esperaba y no solo por el metal. Y si no quieren oírme, haz que lo hagan. No con gritos, con verdad. Ella alzó la vista. Había algo nuevo en su expresión, no desafío, propósito. Y Eric lo supo.
Entonces, ya no hablaba con la muchacha que el consejo había enviado para bañarlo. Hablaba con la mujer que había comenzado a reconstruirlo. A la mañana siguiente, Ilva partió. Vestía una falda oscura, un chal grueso sobre los hombros y un cinturón de cuero donde guardaba pan, agua y el pergamino sellado.
El broche descansaba sobre su pecho, no como adorno, sino como promesa. Antes de cruzar la puerta del palacio, Eric la detuvo con la voz. Si en algún momento sientes que estás en peligro, regresa. No importa el resultado. Ilva giró hacia él con una media sonrisa. ¿Y si fuera al revés, ¿me darías tú la misma orden? Eric no respondió, pero en su mirada estaba la respuesta. No, él nunca regresaría si supiera que aún hay algo que hacer.
Y ahora sabía que ella tampoco lo haría. Los pasos de Hilva resonaron en la piedra como un eco que no quería apagarse. Y Eric, desde la ventana observó cómo se alejaba entre la niebla. Por primera vez en mucho tiempo no temía quedarse solo, porque por primera vez alguien estaba hablando por él y no en su lugar.
Los árboles parecían más delgados en esa región, como si el invierno los hubiese esculpido con cuchillos de viento. Las ramas secas crujían como susurros al paso de Hilva, que avanzaba sola, con paso firme por el sendero que serpenteaba entre las rocas y los matorrales endurecidos por la escarcha.
A lo lejos comenzó a verse la empalizada de madera de la aldea, alta, descuidada, con torres de vigilancia construidas a toda prisa y humo gris saliendo de varias chimeneas. Dos hombres armados salieron a su encuentro apenas cruzó el primer mojón del camino. No parecían guerreros. Llevaban escudos viejos, uno de ellos usaba un parche improvisado en el ojo y el otro una lanza astillada. Pero los ojos esos sí sabían desconfiar.
¿Quién eres? Gruñó el de la lanza. Ilva. La voz de Menso. Ella no tembló. Vengo en nombre de Eric Ragnarson. Los hombres se miraron. Uno escupió al suelo. ¿Y por qué no viene él? ¿Tiene miedo de pisar tierra que ya no lo reconoce? ¿Tiene algo más que miedo? tiene piernas que no le obedecen.
Ilva dio un paso más cerca, pero aún tiene oídos y envía a quien puede escuchar sin armas. El segundo hombre la estudió de arriba a abajo. Era claro que no esperaban una mujer, mucho menos una que llevara el broche de plata con la insignia del lobo. ¿Y qué quieres? ¿Hablar, escuchar, negociar? ¿Y si no queremos? Il sostuvo su mirada con calma.
Entonces perderán su única oportunidad de que los escuchen antes, de que el consejo decida apagar su voz. Le permitieron entrar. La aldea tenía casas de madera oscura, techos con musgo, cercas bajas y niños que se asomaban entre cortinas arapientas. Hombres y mujeres la seguían con la mirada, murmurando entre dientes. Nadie la saludó.
Un anciano con piel de cuero seco y cejas como raíces la condujo hasta la casa comunal. Un gran salón circular con bancos de piedra y una hoguera central. “Eres la enviada del inválido”, dijo una mujer desde el fondo de Mindos Pie junto a un grupo de figuras serias. Ilva la reconoció. Astrid, líder del clan local, curtida por el frío y la pérdida.
Era viuda de un guerrero que había muerto bajo la bandera de Eric y no lo había perdonado. Soy su voz, respondió Elva. Y la mía. Astrid cruzó los brazos. ¿Qué sabe una mujer que viene a bañarle los huesos al viejo rey? Ilva sonrió apenas. Sé que los huesos de un rey no se lavan con agua, sino con verdad. Y también sé cuando una rebelión no es más. que un grito de auxilio mal pronunciado. El silencio fue espeso. Astrid apretó los labios.
Quería despreciarla, pero no podía negar que esa mujer sola y desarmada hablaba con una seguridad que ninguna espada podía cortar. Habla entonces, ¿qué quieres negociar? Ilva sacó el pergamino, no lo desenrolló. En su lugar miró uno a uno a los presentes.
Eric no quiere ahogar esta aldea, pero no puede alimentar lo que no lo alimenta. Se les exige tributo, sí, pero también se les ofrece respeto, rutas seguras, protección del norte y palabra directa en el consejo. Un hombre mayor escupió al suelo. ¿Y qué garantía tenemos? Hva se inclinó hacia él. A mí la sala se removió. Tú sí. Si rompen su parte, responderé yo ante Eric. Si él rompe la suya, responderá él ante ustedes y ante mí.
Astrid entrecerró los ojos. Lo defiendes? No lo conozco y sé que el dolor lo ha hecho olvidar muchas cosas, pero no la justicia. La reunión duró horas. Hablaron de rutas, de pesquerías, de impuestos, pero también de heridas. y de muertos.
Ilva no prometió resolver todo, pero prometió recordar cada nombre que le dijeron. Y eso en esa tierra de olvidados valía más que un ejército. Cuando salió del salón ya era de noche. El anciano que la había recibido le ofreció una manta. Hace tiempo que nadie del palacio venía a escuchar, solo venían a mandar. Ilva lo miró agradecida. Quizás porque antes el palacio no sabía lo que era el frío.
Esa noche durmió en una casa modesta, rodeada del murmullo de un pueblo que ya no la veía como enemiga. Algunos niños le dejaron pan en la puerta. Una mujer le ofreció un cuenco de caldo. Un perro viejo se acostó a su lado sin miedo. Y por primera vez desde que dejó el palacio, Ilva sintió que su voz no era solo de ella, era también la de los que nunca habían tenido una.
El caballo que le prestaron para el viaje de regreso era tosco y lento, pero confiable. Avanzaba entre los caminos nevados, como si conociera cada raíz oculta. cada sombra silenciosa. Ilva llevaba el rostro cubierto por una bufanda de lana gruesa y las manos protegidas por unos guantes que le habían regalado en la aldea.
Volvía más cansada de lo que esperaba, pero también más llena, como si llevara en el pecho voces que no eran suyas y, sin embargo, la habitaban. Cuando cruzó los portones del viejo palacio, los guardias se miraron con sorpresa. No esperaban verla regresar, no con vida y mucho menos con esa expresión serena, uno de ellos murmuró algo. El otro hizo una reverencia involuntaria, pero Iluvo.
descendió del caballo, entregó las riendas sin decir palabra y caminó derecho al salón principal. Allí, bajo la penumbra de una lámpara de aceite y entre los secos apagados de un palacio que alguna vez fue orgullo del norte, estaba Eric, sentado en su trono de piedra, envuelto en una manta oscura, con los ojos cerrados. Parecía una estatua abandonada.
Volviste”, dijo sin abrir los ojos. Ilva se acercó lentamente. “¿Esperabas que no?” “Esperaba que no quisieras o que no pudieras o que no te dejaran.” Ella dejó el pergamino sobre la mesa de madera frente a él. La aldea aceptó, pero no por miedo, por respeto y no al palacio. “A ti.” Eric abrió los ojos. Había algo nuevo en su mirada.
No era solo asombro, era incomodidad. Como si no supiera qué hacer con una victoria que no había ganado, con sangre, que les diste mi palabra. Ilva lo miró de frente y con ella la tuya. Eric frunció el ceño. ¿Te crees mi voz? No. Pero ellos sí. El silencio se hizo largo. La chimenea crepitaba. Una gota cayó del techo. Una columna crujió con el viento.
¿Por qué lo haces?, preguntó él al fin. Ilva lo pensó unos segundos. Porque vi tus cicatrices, las visibles y las otras, y entendí que ningún guerrero sobrevive solo con odio. Eric bajó la mirada. No respondió. Después de un largo rato habló casi en un susurro. No puedo caminar. No por más de unos pasos. Cada noche siento que mis huesos me abandonan más. Mi brazo derecho no tiene fuerza.
Y hay días en los que dudo si mi alma sigue aquí. Pero tu nombre sí y tu historia y tu gente. Ilva se agachó junto a él. El problema es que los nombres vacíos pesan más que las heridas. Eric alzó la vista y por primera vez en muchos inviernos no la miró como esclava ni como sirvienta. La miró como alguien que podía sostenerlo, no el cuerpo, el alma.
Y tú, murmuró, ¿por qué no huyes de este lugar maldito? Ilva sonrió apenas, porque hay algo en ti que aún no se ha rendido y mientras eso esté vivo, hay algo que vale la pena salvar. Esa noche, por voluntad propia, Ilva volvió a preparar el baño, pero Eric no pidió ayuda.
La observó desde la distancia mientras ella encendía las velas, organizaba las hierbas, llenaba el agua y entonces, sin decir palabra, se despojó de la manta y caminó hasta la bañera por sí solo. Sus pasos eran lentos, torpes, el cuerpo le dolía a cada movimiento, pero lo hizo. Y cuando cayó dentro del agua tibia, jadeante, sin fuerzas, Ilva se acercó y le tendió la mano. Él la tomó. “Gracias”, susurró sin mirarla. “No me agradezcas.
Solo no te ahogues.” Eric soltó una risa seca, un sonido que no se escuchaba en ese palacio desde hacía años. Esa noche no hablaron más, pero el silencio entre ellos ya no era el mismo. Y cuando Ilva salió del salón dejando la puerta entreabierta, no lo hizo como sirvienta ni como emisaria.
Lo hizo como alguien que sin darse cuenta había empezado a habitar el lugar más difícil de todos, el corazón de un hombre que ya no creía tener uno. El sol de primavera se colaba a través de los ventanales rotos del palacio, proyectando ases de luz sobre las piedras húmedas del gran salón. En ese lugar, que alguna vez albergó banquetes, solo quedaban ecos y telarañas.
Sin embargo, en 1900, medio de aquella ruina gloriosa, algo nuevo germinaba, una rutina, una vida. Ilva se había convertido en parte de la casa y aunque aún no había pronunciado palabra alguna sobre quedarse, no había vuelto a mencionar su marcha. Cada día lavaba las vendas de Eric. Lo ayudaba a bañar su cuerpo endurecido por las batallas.
preparaba caldos espaciados con las pocas hierbas que recogía al borde del bosque y le contaba historias mientras él la escuchaba en silencio, como si esas palabras fuesen trozos de sol que entraban por las rendijas. “Dices que antes vivías junto al mar”, le preguntó Eric una tarde mientras ella limpiaba la hoja de una espada olvidada.
Sí, aunque no era un mar glorioso como en las sagas, solo un rincón frío con olor a algas y barcos varados, él sonríó. Ilva bajó la vista, algo nerviosa. A veces los silencios entre ellos se llenaban de una energía difícil de nombrar. Ni deseo ni incomodidad, solo una ternura suspendida. Pero los muros de piedra no solo guardaban calor, también contenían secretos y celos.
Desde hacía unos días, un joven guerrero llamado Asger merodeaba más de lo necesario por los pasillos. Había luchado junto a Eric en sus días de gloria y había jurado lealtad eterna. Pero ver a su señor conversando con una mujer desconocida día tras día, despertaba en él una mezcla de incomprensión y orgullo herido.
“No deberías confiar tanto en alguien que apareció de la nada”, le dijo Asger a Eric mientras lo ayudaba a atarse las sandalias de cuero. ¿Quién es? ¿Qué quiere? Ella no quiere nada, respondió Eric sin levantar la voz. ya ha perdido suficiente. O quizá esa es su forma de entrar, murmuró el joven.
Eric lo miró y aunque sus piernas apenas sostenían su cuerpo, la mirada bastó para hacerlo retroceder. Esa noche, mientras Yilba calentaba agua en el brasero y preparaba un ungüento nuevo con raíz de roble, Eric le preguntó algo que no esperaba. ¿Te quedarías si te pidiera que lo hicieras? Ilva giró lentamente la cabeza.
Sus ojos brillaban con una asombro sereno, como si esa pregunta hubiese sido sembrada hacía días y ahora brotara sin aviso. ¿Quedarme como qué? Preguntó con una sonrisa tímida. Eric bajó la mirada. Se le notaba nervioso, aunque lo disimulaba con torpeza masculina. como lo que tú desees ser, lo que elijas. Gilva no respondió al instante.
Tomó la toalla húmeda, se acercó a la bañera, se arrodilló junto a él y le sostuvo la mano. La misma que había temblado la primera vez que lo tocó. “Quizá ya lo estoy”, susurró. En ese momento, la puerta del salón principal se abrió de golpe. El eco de los pasos resonó como una amenaza. Aser entró primero con expresión tensa. Tras él, una figura alta y envuelta en una capa gris caminó lentamente por el pasillo de piedra.
Era un hombre mayor, con barba trenzada y capa de lino, cuya presencia imponía respeto incluso sin decir palabra. Su nombre era Ulfrick y en otra vida había sido parte del consejo de jefes del clan de Eric. Eric, hijo de Frode, por fin te encuentro, dijo con voz grave. Ilva se puso de pie instintivamente sin soltar la toalla. Eric se apoyó en el borde de la bañera tenso.
Ulfrick, no esperaba verte de nuevo, ni yo esperaba encontrarte en vivo. Hay cosas que debes saber, Eric. Cosas que cambiarán todo. El silencio cayó como un manto helado sobre el salón. Ilva sintió que aquel momento de intimidad había sido arrancado de cuajo por algo que aún no entendía, pero que ya dolía.
Mientras las brasas chispeaban junto al agua caliente, una pregunta latía en el aire como un tambor de guerra. ¿Sería ese el comienzo de un nuevo capítulo o el final de su refugio? El humo del brasero formaba espirales entre las vigas podridas del techo, mientras la figura de Ulfrick permanecía inmóvil frente a Eric. La capa gris del anciano goteaba por la humedad del camino, pero su voz no temblaba.
La guerra no ha terminado”, dijo finalmente. Solo estaba dormida. Eric se irguió lentamente en la bañera. Sus músculos marcados por cicatrices brillaban bajo la luz del fuego. Su rostro, antes sereno, se tensó como si aquella frase hubiese encendido una hoguera en su pecho. No digas eso, Ulfrick.
Ya enterramos demasiados nombres y a algunos los enterraste antes de tiempo, espetó el anciano. Ilva observaba en silencio, de pie junto al brasero, con las manos juntas y el corazón latiendo con fuerza. Sentía que estaba a punto de escuchar algo que cambiaría todo. ¿De qué estás hablando? Preguntó Eric sin apartar la mirada.
Ulfrick se acercó un paso y sus ojos, grises como el acero mojado, se fijaron en los de su antiguo señor. Del hijo de Halvar, Eric, apretó los dientes. El nombre cayó como una piedra en el agua. Un eco silencioso recorrió las paredes del salón. Eso fue hace años, pero no murió, interrumpió Ulfrick. escapó, creció y ahora lidera una alianza que se aproxima por el este. Vienen por ti, Eric.
Y por lo que hiciste, Ilva sintió cómo se le helaba el pecho. Miró a Eric, pero él no devolvió la mirada. Su expresión era otra, no de miedo, sino de culpa. ¿Quién es ese hijo?, preguntó ella con voz suave. Eric finalmente la miró. Había una tormenta en sus ojos, pero no huyó. En mi juventud lideré una ofensiva contra un asentamiento que se negó a unirse a nuestra alianza.
Fue una orden directa. No pregunté, no dudé. Quemamos sus casas, derrotamos a sus hombres. Jalvar era su líder, un hombre justo, pero terco. Y tú, Elida vaciló. Mataste a su hijo. Eric negó con la cabeza. No, pero lo di por muerto. Tenía 6 años. Ulfrik asintió con gravedad. Ahora tiene más de 20. Se hace llamar Escarde.
Dice que tú destruiste su hogar y que vendrá a destruir el tuyo. Eric se pasó una mano por el rostro. Las gotas de agua en su barba brillaban como si fueran lágrimas contenidas. ¿Cuánto tiempo tenemos? Unas semanas, quizá menos. Pero no vengo solo a advertirte, vengo a pedirte que te levantes, Eric, que salgas de esta tumba de piedra y lideres a los hombres que aún creen en ti. Ilva dio un paso hacia adelante.
Él no puede pelear, apenas puede caminar. Entonces debe recordar quién fue. Dijo Ulfrick sin mirarla. El silencio se volvió espeso. Solo el sonido del agua tibia y el crepitar del fuego rompían la tensión. Eric hundió las manos en el agua. Luego, como si decidiera algo dentro de sí, habló sin levantar la voz.
Ya no soy ese hombre. Ese Eric murió en el campo junto a Halbar. Solo queda uno con las manos vacías y una mujer que lava sus heridas con más valor que 100 soldados. Yba lo miró y por primera vez sintió que él no solo hablaba con dolor, hablaba con ternura.
Entonces, dijo Ulfrick girándose hacia la puerta, si no pelearás, al menos debes prepararte para caer con dignidad, porque vendrán y no te perdonarán. El anciano se marchó con pasos lentos, como quien sabe que ha encendido un fuego que ya no puede apagar. El portón de madera se cerró tras él con un quejido grave. Ilba se acercó a Eric, se arrodilló junto a la bañera y le tomó la mano, esa misma mano que días atrás había temido.
Si te vas a enfrentar a ese pasado, no lo harás solo, Eric no respondió, pero sus dedos antes rígidos la apretaron con suavidad y en ese gesto callado hubo más promesa que 1000 juramentos de guerra. El agua de la bañera ya se había enfriado, pero ninguno de los dos lo notaba. Eric sostenía la mano de Ilba bajo la superficie, como si al tocarla se anclara a un mundo que llevaba demasiado tiempo observando desde lejos.
No había lujuria en su mirada, sino una ternura salvaje, una fragilidad apenas domada. Ilva, sentada en el borde de piedra, tenía el rostro inclinado, evitando que sus ojos encontraran los de él por más de unos segundos. Pero no soltaba su mano, apretaba con suavidad, como quien sostiene a alguien que no quiere volver a hundirse.
“No necesito lástima”, murmuró Eric rompiendo el silencio. Su voz ronca por el vapor y los días sin palabras. Y yo no tengo, lástima quedarte, respondió ella sin levantar la vista. Al día siguiente, Ilva lo encontró en el patio interior, donde la hierba se abría paso entre losas rotas y columnas caídas.
Eric estaba sentado en una banca de piedra, el torso cubierto por una manta raída, los ojos fijos en la nada, pero junto a él había un bastón. Hoy es el día”, dijo sin mirarla. Ilva no respondió con entusiasmo, no aplaudió, no exclamó, solo se sentó frente a él con las manos apoyadas sobre las rodillas y esperó. Eric inspiró hondo. Su mano tembló cuando alcanzó el bastón.
Apoyó la punta contra el suelo y lentamente llevó el peso de su cuerpo hacia delante. El primer intento fue torpe, el segundo doloroso, pero en el tercero logró ponerse de pie. Temblaba como un niño que da sus primeros pasos. Ilva se mantuvo en silencio, pero sus ojos brillaban. No creas que voy a caminar hasta la montaña”, bromeó Eric entre jadeos.
“Con que llegues hasta ese muro, ya será más de lo que hiciste ayer,” respondió Ila, señalando una pared a unos metros. Eric dio un paso. La pierna mala flaqueó, pero no cayó. Dio otro y otro. Cada movimiento era una pequeña guerra, una que nadie aplaudiría, una que ningún trobador cantaría.
Pero allí, bajo un cielo gris y silencioso, un hombre estaba aprendiendo a caminar de nuevo y no por venganza, no por gloria, sino porque una mujer que no lo conocía había decidido quedarse. Durante las semanas que siguieron, el patio se convirtió en campo de batalla. Ilva tejía junto a la fuente, sus dedos moviéndose al ritmo de Mentos. los pasos de Eric.
Cada caída era seguida por un suspiro contenido, cada logro por una sonrisa apenas visible. No había órdenes, no había promesas, solo presencia. Una tarde, Eric se detuvo frente a ella sudando con el cabello pegado a busant la frente. ¿Por qué lo haces?, preguntó. ¿Qué? Quedarte. Ilva dejó el tejido a un lado, porque tú también te habrías quedado.
Si fuera yo la que no pudiera caminar, la que viviera entre ruinas, tú no me dejarías. Eric bajó la mirada. Había verdad en esas palabras, verdad que dolía. No soy el hombre que fui susurró. Lo sé, respondió ella, por eso me quedo, porque ese ya murió y el que va a nacer aún no sabe cuánto vale. Esa noche llovió. Eric no dormía.
Desde su cama de pieles miraba el techo resquebrajado, donde el agua filtraba en gotas rítmicas. Ilva se acercó en silencio con una vela en la mano. No me acostumbro al sonido de las tormentas. dijo como excusa. Eric asintió. A veces creo que la lluvia es la única que se atreve a entrar a este lugar. Ilva dejó la vela junto a la piedra tallada que servía de mesa.
No se fue. ¿Puedo quedarme? Preguntó. Eric no respondió con palabras, solo corrió la manta a un lado, dejando espacio. Esa noche no hubo caricias, no hubo confesiones, solo dos cuerpos compartiendo el calor en un palacio descompuesto y una intimidad que no necesitaban hombres. En las sombras de esa noche, el palacio parecía menos muerto, como si en algún rincón, entre el musgo y los escombros, la esperanza hubiera echado raíces y fuera creciendo paso a paso como Eric. El primer cuervo apareció al amanecer.
Volaba en círculo sobre el palacio como si olfateara algo más que carroña. Eric lo observó desde el pórtico de ruido, de pie con ayuda de su bastón, el torso cubierto apenas por una túnica de lino que Ilva había cosido con retazos. Sus músculos ya no colgaban flácidos, su espalda estaba encorbada, pero sus ojos seguían oscuros, aguardaban.
Guilva apareció tras él, llevando una taza de arcilla con infusión caliente. Había recolectado hierbas silvestres del bosque cercano y aunque no sabía mucho de medicina, confiaba en el aroma de la tierra húmeda. Le ofreció la taza sin hablar. Eric aceptó sin mirar. El cuervo graznó de nuevo. Luego se alejó perdiéndose entre las nubes espesas.
No me gusta ese pájaro murmuró ella, a mí tampoco. Pero no son los que vuelan los que traen peligro, sino los que vienen caminando. Ilva lo miró preocupada. ¿Crees que alguien sepa que estás vivo? Eric no respondió, pero su silencio fue una afirmación. Ese día el entrenamiento cambió. Eric ya no caminaba solo por salud. Comenzó a lanzar piedras a un tronco hueco, afinar su equilibrio, fortalecer su agarre.
Talló un nuevo bastón más firme con un extremo afilado. No lo dijo, pero Ilva comprendió. Se preparaba para pelear. Ella también empezó a llenar frascos de aceite, encender más velas en los pasillos oscuros, mover mantas y provisiones hacia las zonas más resguardadas del palacio.
Lo hacían en silencio, como si hablar en voz alta pudiera invocar el destino, pero en las noches seguían durmiendo juntos a centímetros de distancia, sin tocarse, sin confesar nada, solo compartiendo el aire tibio, el sonido de la lluvia. Y algo más, algo que aún no tenía nombre. Una tarde, mientras Silva recogía agua del pozo cubierto por enredaderas, escuchó un sonido entre los árboles.
No era un animal. Apuntó con su cuchillo hacia la maleza, el corazón latiendo como un tambel. Un instante después, una niña de unos 10 años salió arrastrándose entre los arbustos. Su vestido estaba rasgado, sus pies descalzos, los ojos enrojecidos. “Ayuda”, susurró antes de desplomarse en el suelo. Ilva corrió a buscar a Eric.
“Hay una niña, está herida.” Él no hizo preguntas. Tomó su bastón y salió detrás de ella con pasos torpes, pero decididos. Cuando llegaron, Ilva ya había colocado a la niña en una manta, cubriéndola con una capa seca. Su cuerpo temblaba de fiebre y murmuraba cosas incomprensibles. Eric se arrodilló a su lado, más lento de lo que hubiera querido, y le tocó la frente.
Ardía como hierro al fuego. No está sola dijo con voz baja. Si ella llegó hasta aquí, otros pueden venir detrás. Otros como quiénes, como los que destruyeron mi clan. Ilba tragó saliva. El peso de sus palabras colgaba como una piedra sobre ambos. Cuidaron a la niña toda la noche. Se turnaban para cambiarle las compresas, darle agua, espantar los escalofríos.
Y en cada gesto, cada suspiro, algo en ellos se entrelazaba, como dos ramas solitarias que se rozan por el viento y deciden no separarse más. Al amanecer, la fiebre cedió. La niña abrió los ojos. ¿Dónde está mi madre? Susurró Gilba. Le acarició el cabello. Sin saber qué responder. Eric se apartó caminando hacia el fondo del palacio.
Allí, en la vieja sala de armas, encontró lo que quedaba de su escudo. Lo levantó polvoriento, rajado, pesado, como él. Si vienen por ella dijo en voz baja hablando al vacío. Esta vez no voy a caer. Más tarde lo encontró afilando un cuchillo. No le preguntó qué haría, solo se sentó a su lado en el suelo de piedra y apoyó la cabeza en su hombro.
Eric dijo, si esto se convierte en una guerra, quiero quedarme a tu lado, no por compasión ni por destino. Entonces, ¿por qué? Ella tardó en responder, “Porque este lugar, con sus grietas, su humedad, sus sombras se ha vuelto mi hogar. Y tú, con tus cicatrices, tus silencios y tu furia también.” Eric cerró los ojos por primera vez en mucho tiempo.
No le dolió hacerlo y por primera vez, en muchos años sintió que quizás ya no estaba solo. El sonido llegó antes que las sombras. Primero fue un cuerno lejano, grave, arrastrando el viento como una advertencia ancestral. Luego los cascos de los caballos retumbando como truenos sobre tierra mojada. Y finalmente el silencio.
Ese que solo antecede a la tormenta. Ilva se asomó desde una de las torres en ruinas. Entre los árboles asomaban antorchas, no eran muchas, tal vez 10, 12 jinetes, pero sus movimientos eran precisos, como si conocieran el terreno. No eran exploradores, eran cazadores y ellos eran la presa.
“Vienen por la niña”, dijo Eric desde el salón. “Pos. Tenía el cabello recogido, la cicatriz del pómulo aún enrojecida. El escudo colgado en la espalda. El bastón había sido reemplazado por una lanza improvisada, tallada por sus propias manos. Caminaba con dificultad, sí, pero caminaba con decisión. Ilva bajó a su encuentro con el arco al hombro y el rostro pálido.
No sobreviviremos si los enfrentamos de frente. No pienso huir. No te estoy pidiendo que huyas. Pero si algo me enseñaste es que un lobo no se lanza al vacío. Esperas un momento. Eric la miró y por un instante sonríó. Una sonrisa rota, cansada, pero viva. Eres más loba que yo, Ilva.
Ocultaron a la niña en la antigua despensa bajo una trampilla cubierta de sacos. Le dieron pan, agua y una daga pequeña. Si alguien que no somos nosotros intenta abrir”, le susurró Ila, “corre hacia el bosque por el túnel trasero y no mires atrás.” La niña aún débil asintió. No lloró. Sabía lo que estaba en juego.
Eric colocó una piedra pesada sobre la trampilla. Luego volvió hacia Ilba. Hay un pasillo lateral. Si los hacemos entrar por la puerta principal. Podremos atraparlos uno a uno en el corredor angosto. Exacto. Ambos se miraron. No había más que decir. La primera flecha atravesó la puerta como un silvido agudo.
Luego vinieron los golpes. Tres hombres irrumpieron con hachas y gritos. Eric bloqueó al primero con su escudo, empujándolo contra una columna. Ilva disparó. una flecha que se clavó en el muslo del segundo. El tercero avanzó hacia ella, pero ella giró justo a tiempo para golpearlo con una rama encendida.
El humo comenzó a llenar el salón. Eric cayó de rodillas tras el choque, pero se levantó rugiendo con el rostro cubierto de ceniza y sudor. “Vengan”, gritó. “Estoy aquí.” Ilba lo alcanzó jadeando. No puedes seguir. Estás sangrando. No importa. Claro que importa. No voy a quedarme viéndote morir, Eric.
Él la miró por primera vez, sin dureza, con algo cercano a la ternura. Si muero hoy, no será como bestia encadenada, será como hombre, como guerrero. Ilva tomó su mano fuerte, decidida. Si mueres, moriré contigo. No, tú vivirás y cuidarás de ella. No me lo pidas. No te lo pido. Te lo encargo. El suelo tembló, más hombres entraban.
La batalla fue confusa, caótica y breve. Pero cuando la última antorcha cayó al suelo y el último aliento enemigo se desvaneció, Eric también cayó. Ilva corrió hacia él. tenía una herida profunda en el costado. Sangraba mucho. No gritó. No te atrevas a cerrarlos, Eric. Mírame. Él la miró. Pero sus ojos ya no tenían rabia.
Tenían paz. Gilva, no hables. No, ahora te vi antes de que me vieras, en sueños, en silencios, en la orilla del fin. No te vayas. No me voy. Susurró cerrando los ojos. solo descanso. Y por un momento ella pensó que lo había perdido hasta que sintió su mano apretando la suya. Débil, pero firme. Eric estaba vivo.
Horas después, con el sol asomando entre las ruinas, la niña salió de la despensa. Cargaba la daga como si fuera una espada. Y al ver a Eric tendido sobre la piedra, rodeado de vendajes, se arrodilló a su lado. ¿Es él mi padre ahora? Preguntó sin saber por qué. Ilva le acarició el cabello. Es nuestro hogar.
Ella no entendió del todo, pero no hizo falta. Se quedó allí junto a ellos mientras los pájaros comenzaban a cantar de nuevo. Pasaron semanas. La nieve se deshizo poco a poco, dejando al descubierto la tierra húmeda y fértil que dormía bajo la escarcha. Las paredes del viejo palacio, ennegrecidas por el humo y desgastadas por el tiempo, empezaron a recibir reparaciones, no con piedra noble ni con los lujos del pasado, sino con manos vivas, con madera nueva, con pequeños gestos cotidianos.
Ilva colgó pieles frescas en los marcos reconstruidos. La niña, a quien bautizaron como Astrid, recolectaba ramas para encender la hoguera cada mañana. Y Eric, Eric, volvía a caminar, no sin dificultad. A veces necesitaba apoyo, pero su paso era suyo. Ya no se arrastraba como prisionero, ni se ocultaba tras mantas.
Salía al amanecer, respiraba hondo el aire helado y observaba los árboles con una expresión que mezclaba respeto, dolor y gratitud. Un día, Astrid encontró un polluelo caído del nido. Quiso enterrarlo, pero Ilva la detuvo. No está muerto, solo parece débil. La niña frunció el ceño. Pero no puede volar. Tampoco Eric podía, respondió Silva. Y míralo ahora.
Astrid sonríó. Se llevó al polluo al calor de la chimenea. Le dio migas y agua. Lo cuidó durante días. Semanas después voló. Una tarde Eric tallaba una figura en madera. Sus manos, torpes al principio, habían recuperado parte de su fuerza. Lo hacía en silencio junto al fuego. Ilva lo observaba desde la puerta.
¿Qué es? Un lobo,” dijo él sin alzar la vista. “Pero no uno fiero, uno que protege. Parece más un oso”, dijo ella, y ambos rieron. “Tal vez sea un poco de ambos, como tú.” Él levantó la vista. Entonces la miró y esta vez no había sombras en sus ojos, solo la claridad suave del que ha regresado de lo más profundo.
Ya, tú me salvaste. Ella negó con la cabeza. Tú decidiste no rendirte. Yo solo estuve aquí para verlo. Eso es salvar, dijo él. Días después, Eric propuso algo. Este lugar no tiene que ser solo ruina, podría ser refugio. Refugio para los que no tienen clan, para los que fueron heridos o abandonados como nosotros.
Ilva guardó silencio. Luego asintió. ¿Y cómo lo llamaremos? Él miró a Astrid, que dormía en un rincón abrazando una piel de cordero. Luego miró las paredes, las runas antiguas aún visibles. Fornheimer dijo, “El hogar viejo, pero también nuevo. Exacto. Los meses pasaron y otros llegaron.
Un viejo pescador con la pierna rota, una mujer con tres hijos escapando de la guerra. Un joven con quemaduras. Silencioso, pero con mirada noble, el palacio renació. Ya no era un castillo, no era una fortaleza, era un hogar, no había realeza, no había tronos, solo mesas largas donde todos comían juntos, talleres donde se enseñaban oficios, espacios donde se contaban historias y al centro de todo el fuego, el mismo que un día casi se extinguió y ahora ardía fuerte.
Una noche, mientras nevaba suavemente, Ilva y Eric salieron a la colina detrás del palacio. ¿Recuerdas la primera vez que me diste la mano?, preguntó ella. Recuerdo que estaba medio desnudo en una bañera. Ambos rieron. Pensé que morirías esa semana, confesó ella. Yo también lo pensé, pero luego apareciste tú. Se quedaron en silencio.
Y ahora, preguntó ella, él la miró. Ahora no quiero morir. Quiero construir, caminar, cuidar, amar. Ilva se acercó, le tomó la mano, aquella mano callosa, firme, que ahora temblaba un poco menos, y apoyó la cabeza en su hombro. “Entonces quédate. Aún queda mucho por hacer y por vivir”, agregó él en el interior.
Astrit apagaba las velas. El polluelo, ahora un cuervo joven, revoloteaba por las vigas. Las paredes solían a pan, a humo, a madera recién cortada. El viento aullaba fuera, pero dentro. Había paz, una paz nacida de la batalla, del dolor, de la elección de vivir.
Y así, entre risas suaves, manos unidas y nuevas historias, el palacio dejó de ser ruina. se convirtió en leyenda, una que no hablaba de héroes invencibles, sino de personas rotas que eligieron no romperse más una historia vikinga donde el amor también tuvo su escudo.
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