Parte 2
Las noches clandestinas entre el señor Dauda y yo se volvieron una rutina cargada de secretos y deseos prohibidos. En la oscuridad de su habitación, cuando el mundo parecía olvidarse de nosotros, compartíamos susurros y caricias que rompían todas las reglas. Pero cada encuentro también traía consigo una mezcla amarga de culpa y esperanza.
Él me pagaba una suma considerable después de cada noche juntos, dinero que iba más allá de un simple salario. Era un pago por silencio, por desaparecer de la vida pública de la familia, por mantener en secreto aquello que ambos sabíamos que podía destruirnos.
Aunque trataba de convencerme a mí misma de que no sentía nada más que deseo, poco a poco me di cuenta que algo más profundo crecía en mi corazón. Esa conexión prohibida me hacía sentir viva, pero también me hundía en un mar de dudas y miedo.
La llegada inesperada
Una noche, cuando creí que todo podía seguir como hasta ahora, sonó el teléfono y la voz de su esposa me paralizó. Ella había regresado inesperadamente. Sentí que el aire se escapaba de mis pulmones. Él estaba conmigo, y al recibir la llamada, su rostro se tornó pálido y tenso.
—No esperaba que volviera tan pronto —me confesó en un susurro.
Cuando la puerta se abrió, y ella entró, vestida impecablemente y con una mirada helada, el mundo pareció detenerse. Sus ojos se clavaron en mí, con una mezcla de dolor y furia contenida.
—¿Quién es ella? —preguntó con voz baja, pero firme.
Él intentó explicarse, pero sus palabras sonaban vacías. Ella lo miró a los ojos y dijo:
—No necesito palabras. Esto termina aquí. Me voy, y tú quédate con ella.
Fue la sentencia definitiva.
La despedida y el renacer
Salí de esa mansión sin mirar atrás, con el corazón hecho trizas, sintiéndome una sombra entre recuerdos rotos y promesas incumplidas.
Volví a mi barrio, a la casa pequeña donde crecí, y decidí comenzar de nuevo. Busqué trabajo, estudié en las noches y poco a poco reconstruí mi vida. Ya no era la sirvienta silenciosa ni la amante secreta. Era una mujer que aprendía a amarse a sí misma.
Meses después, recibí un sobre sin remitente. Dentro, una nota y una pequeña suma de dinero. La nota decía:
“Perdóname. Nunca quise hacerte daño. Cuida de ti. —D.”
No respondí. Guardé la carta como un recuerdo de lo que fue y lo que no pudo ser.
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