Parte 2: El Secreto de mi Padre
Pasaron los años, pero la sombra de la muerte de mi padre nunca nos abandonó. A medida que fui creciendo, las palabras que él me susurró aquella última noche —”Ada, no me olvides. Nunca me olvides”— resonaban en mi mente como un eco lejano, imposible de silenciar.
Mi madre, devastada pero firme en su fe, se negó a hablar más del asunto. Se refugió en la iglesia, en la oración y en el trabajo, pero sus ojos siempre llevaban el peso de un dolor inexplicable. La tÃa Felicia, por su parte, continuó alimentando la teorÃa de la brujerÃa y el ataque espiritual, pero con el tiempo, incluso ella pareció resignarse.
Yo, en cambio, no podÃa. Algo dentro de mà necesitaba respuestas. Algo dentro de mà sentÃa que la historia no habÃa terminado.
A los dieciocho años, decidà regresar al pueblo donde todo comenzó. Fue la primera vez que volvà desde la muerte de mi padre. El aire olÃa a tierra mojada y a secretos antiguos. El mango enorme frente a nuestra antigua casa seguÃa allÃ, inmóvil, como si también guardara memorias que no podÃa compartir.
La gente del pueblo me miraba con curiosidad y recelo. Algunos murmuraban al verme, otros desviaban la mirada. Solo una anciana, llamada Mama Nnena, me llamó con la mano. Me acerqué.
—Ada Nwa —dijo con voz temblorosa—. La verdad no siempre viene cuando queremos, pero a veces las almas no descansan hasta ser escuchadas.
Me entregó un amuleto viejo, envuelto en tela roja. Me dijo que lo encontró el dÃa del entierro de mi padre, enterrado discretamente cerca de la tumba. Cuando lo abrÃ, encontré dentro un pequeño papel con un sÃmbolo que no entendÃa y el nombre “Chijioke” escrito en tinta casi borrada.
—¿Qué significa esto? —pregunté.
La anciana me miró con ojos vidriosos.
—Tu padre no murió solo por traición —susurró—. Hubo envidia. Hubo promesas rotas. Y hubo un juramento que nunca debió hacerse.
Esa noche no pude dormir. Soñé con mi padre. Soñé con la joven que habÃa maldecido su nombre. Pero en el sueño, ella no estaba sola. HabÃa un hombre, uno de los amigos de mi padre, alguien que siempre parecÃa servicial y amable. Desperté sudando.
Comencé a investigar, preguntando discretamente. Descubrà que, antes de casarse con mi madre, mi padre habÃa estado prometido a otra mujer, la hermana de uno de sus mejores amigos. Romper ese compromiso habÃa causado más que simple tristeza; habÃa desatado una cadena de rencores silenciosos.
Descubrà también que la joven que dijo haber sido engañada por mi padre no habÃa actuado sola. HabÃa sido manipulada, alimentada con mentiras y odio por personas que querÃan ver a mi padre caer.
En una reunión secreta con uno de los ancianos del pueblo, escuché la verdad completa. No fue solo una maldición de una mujer herida. Fue un complot, una mezcla de envidia, polÃtica local, y rivalidad antigua. Alguien habÃa pagado a un hechicero para “debilitar” la vida de mi padre poco a poco.
Me sentà traicionada. Rabiosa. Pero también entendà algo vital: cargar odio solo perpetuarÃa el ciclo de dolor.
Decidà actuar de forma diferente.
Reunà a los hijos de los involucrados, algunos de los cuales ni siquiera sabÃan la verdad. Hablamos. Lloramos. Perdonamos. Se hizo una ceremonia de reconciliación. Se plantó un árbol cerca de la tumba de mi padre, no como sÃmbolo de muerte, sino de renacimiento y esperanza.
La anciana Mama Nnena guió la oración final:
—Que los espÃritus de los caÃdos encuentren descanso. Que las nuevas generaciones vivan sin miedo ni odio.
Y asÃ, lo que comenzó como una tragedia marcada por secretos y amargura terminó en sanación y unidad. Mi madre finalmente sonrió de nuevo. El pueblo volvió a respirar en paz.
Y yo… yo nunca olvidé a mi padre. Pero también nunca olvidé quién elegà ser.
FIN
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