La Sangre de los Alcântara: El Legado de Ouro Preto
La lluvia golpeaba con una violencia inusitada contra los cristales de las ventanas del antiguo Hospital de la Misericordia de Ouro Preto. Era una noche cerrada de diciembre de 1889, y el mundo exterior parecía haberse disuelto en un aguacero torrencial. En el interior, protegido apenas por muros de piedra que exudaban humedad, el Dr. Vitoriano Mendes pasaba las páginas de los registros médicos más antiguos del establecimiento con un nerviosismo febril.
Sus manos temblaban. No era por el frío que se colaba por las rendijas, sino por el horror de lo que acababa de descubrir. Vitoriano había llegado al hospital apenas tres semanas antes, fresco de sus estudios en la Sorbona, en Francia. Era joven, ambicioso y poseía esa arrogancia típica de quien cree que la ciencia moderna tiene una respuesta para todo. Se había ofrecido voluntario para organizar los archivos centenarios que se pudrían en el subsuelo, documentos que nadie había tocado en décadas. Pronto comprendería que existía una razón muy válida para ese abandono.
A la luz vacilante de una vela, cuyas sombras danzaban como espectros en las paredes mohosas, Vitoriano encontró algo que no debería existir. Escondido detrás de una pila de informes sobre epidemias de fiebre amarilla, sus dedos toparon con un cartapacio diferente. El papel era grueso, antiguo, y la cubierta de cuero llevaba grabada a fuego una cruz invertida sobre un círculo.
Al abrirlo, el aire se llenó de polvo y secretos. «Caso 1847, trazo B», leyó en voz alta, y su voz resonó hueca en el silencio del sótano. El paciente: Policarpo Alcântara. Edad: Recién nacido.
A medida que leía, la incredulidad daba paso a la náusea. La concepción del niño desafiaba no solo la moral, sino la biología misma. No era una simple consanguinidad; era una aberración matemática. El padre era también el abuelo; la madre era tía y prima a la vez. El Dr. Hermenegildo Campos, el médico que atendió el parto cuarenta años atrás, describía a la criatura con una prosa temblorosa: «Deformidades múltiples, cráneo hidrocefálico, hexadactilia en las cuatro extremidades, doble dentición, heterocromía iridiscente. Expectativa de vida: máximo 72 horas».
Sin embargo, una nota al margen, escrita con una tinta diferente y fechada años después, heló la sangre de Vitoriano: «Paciente vivo tras 42 años. Desarrollo anómalo. Se recomienda investigación inmediata».
Vitoriano pasó las páginas frenéticamente hasta encontrar un diagrama. Era una “árbol” genealógico de la familia Alcântara, pero no tenía ramas que se expandieran; era un nudo, un emaranhado de líneas que conectaban padres con hijos y hermanos con hermanas en un ciclo cerrado y asfixiante. En el centro de esa telaraña genética estaba Policarpo.
La curiosidad científica, esa musa traicionera, se apoderó de él. Tres días después, incapaz de dormir y obsesionado con la idea de una anomalía médica viviente, contrató a una carruaje.
El viaje hacia las montañas fue un presagio en sí mismo. Simplício, el cochero local, intentó disuadirlo. «La gente no va a esa región, doctor», advirtió con la voz quebrada. «Los Alcântara… ellos se casan entre sí. Hacen cosas que Dios no ve. Dicen que sus hijos no mueren cuando deberían».
Cuando la propiedad apareció en el horizonte, parecía una herida purulenta en el paisaje. La casa, una estructura colonial en ruinas, se alzaba sobre una colina rodeada de árboles muertos que arañaban el cielo gris. Simplício se negó a acercarse más. «Le doy una hora, doctor. Si no vuelve, me voy».
Vitoriano caminó solo hacia la entrada. El silencio era absoluto, roto solo por el crujido de sus botas sobre la hierba muerta. Golpeó la aldrava de hierro, moldeada con la forma de una mano humana. La puerta se abrió revelando a una mujer cuya fisonomía hizo que el médico reprimiera un grito.
Sus ojos estaban obscenamente juntos, casi tocándose sobre el puente de la nariz, y su mandíbula se proyectaba hacia adelante como la de un prognato primitivo. —Soy Delfina Alcântara —dijo con una voz que sonaba a piedras trituradas—. ¿Qué quiere? —Soy médico. Busco a Policarpo.
La mención del nombre transformó el rostro de Delfina. Sonrió, revelando una dentadura caótica. —Entre, doctor. Policarpo lo ha estado esperando.

El interior de la casa hedía a flores podridas y carne rancia. Delfina lo guio a través de pasillos donde las sombras parecían tener peso físico. Le mostró la “Galería Familiar”, una sala llena de retratos que eran un catálogo de terrores biológicos: niños con extremidades extra, rostros fundidos, ojos en lugares equivocados. —¿Cómo sobrevivieron? —preguntó Vitoriano, horrorizado. —La pregunta es para qué sobrevivieron —respondió Delfina—. Policarpo es la cumbre de nuestro experimento.
Finalmente, descendieron al sótano. Allí, en una silla de ruedas improvisada, estaba él. Policarpo Alcântara. Su cuerpo era pequeño y retorcido, detenido en una infancia perpetua, pero su cabeza era enorme, venosa, pulsante de una inteligencia maligna. Sus ojos eran totalmente blancos, dos orbes lechosos sin iris ni pupila.
—Doctor Vitoriano Mendes —dijo la criatura con una voz que resonaba en la mente del médico más que en sus oídos—. Sabía que vendría. Veo los hilos del tiempo, veo su curiosidad.
Vitoriano intentó racionalizar lo que veía, pero Policarpo desmanteló su lógica. Le explicó que su familia no sufría de degeneración, sino que buscaba una “evolución forzada”, guiada por un alquimista europeo siglos atrás. Buscaban trascender la humanidad a través de la pureza extrema de la sangre.
—No puede irse, doctor —dijo Policarpo cuando Vitoriano intentó retroceder—. Ahora es parte de la familia.
Delfina bloqueó la salida. Otros emergieron de las sombras, los “hermanos” de Policarpo: Idalina, con ojos negros que veían a través de la materia; Benvindo, cuyos huesos eran de goma; Emerenciana, la insomne eterna.
—Tenemos una tercera opción para usted —dijo Delfina, sacando una jeringa antigua llena de un líquido negro y viscoso—. La sangre destilada de nuestra estirpe. La inmortalidad.
A pesar de su lucha, lo inmovilizaron. No con fuerza física, sino con la mente de Policarpo, que paralizó sus músculos. La aguja penetró su piel. El fuego líquido recorrió sus venas y el mundo se desvaneció en negro.
El despertar fue lento y doloroso. Vitoriano abrió los ojos en una habitación desconocida del piso superior. Habían pasado tres días. Tres días de fiebre, delirios y una reestructuración celular agonizante.
Se miró las manos. Las venas de sus antebrazos ya no eran azules; eran negras, como si tinta china corriera bajo su piel. Sus sentidos se habían amplificado hasta el punto de la tortura. Podía oír el latido del corazón de las ratas en las paredes y el crujido de la madera asentándose tres habitaciones más allá.
Recordó las palabras de Policarpo: «La transformación es inevitable».
Durante esos días, había estado bajo la vigilancia de Saturnino, otro de los engendros, capaz de leer los pensamientos superficiales. Vitoriano sabía que si intentaba escapar, Saturnino lo sabría antes de que él moviera un músculo. Pero en esa cuarta noche, una claridad gélida se apoderó de él. Su mente humana estaba retrocediendo, pero algo nuevo, frío y calculador, estaba emergiendo.
Se levantó de la cama. Sus articulaciones no chirriaron; se movía con una fluidez depredadora que no le pertenecía. Se concentró en su mente, visualizando complejas ecuaciones químicas y recitando mentalmente tratados de anatomía en latín, creando un muro de ruido blanco para bloquear a Saturnino.
Abrió la puerta de su habitación. El pasillo estaba oscuro. Podía oler dónde estaban los demás. Idalina estaba dos pisos abajo. Emerenciana deambulaba por el jardín trasero. Policarpo estaba en el sótano, siempre en el centro de la telaraña.
Vitoriano se dirigió a la biblioteca, donde había visto lámparas de aceite. Sus manos, ahora fuertes y precisas, volcaron el combustible sobre las cortinas viejas y los libros de registros genealógicos.
—¿Crees que el fuego puede purificarnos, hermano?
La voz resonó en su cabeza. Saturnino estaba al final del pasillo. Era alto, esquelético, con una cabeza calva llena de cicatrices quirúrgicas. Sonreía, saboreando el intento de fuga.
—No quiero purificarlos —gruñó Vitoriano, su voz sonando extraña, gutural—. Quiero borrarlos.
Lanzó la lámpara encendida. Las llamas rugieron instantáneamente, alimentadas por la madera seca y el polvo de siglos. Saturnino gritó, no por el fuego, sino por la sorpresa de no haber anticipado la acción a través del muro mental de Vitoriano.
El médico corrió. No hacia la puerta principal, que sabía trancada, sino hacia una ventana del segundo piso. El humo comenzaba a llenar la casa, denso y negro, mezclándose con los gritos inhumanos que provenían del sótano. Policarpo sabía lo que estaba pasando.
Vitoriano rompió el vidrio con su puño desnudo, sin sentir dolor alguno a pesar de los cortes. Miró hacia abajo; una caída de seis metros. En su vida anterior, habría sido suicida. Ahora, su cuerpo calculó la trayectoria y la absorción del impacto instintivamente.
Saltó.
Aterrizó en el barro bajo la lluvia torrencial, sus piernas flexionándose y absorbiendo el golpe con una elasticidad gomosa similar a la de Benvindo. Se incorporó y echó a correr hacia el bosque, alejándose de la casa que ahora ardía como una pira funeraria en la cima de la colina.
Corrió durante horas, impulsado por una resistencia inagotable. La lluvia lavaba el hollín de su ropa, pero no podía lavar lo que llevaba dentro. Finalmente, al amanecer, llegó a un arroyo en las faldas de la montaña, lejos de Ouro Preto.
Se arrodilló para beber. El agua estaba tranquila, actuando como un espejo bajo la luz grisácea de la mañana. Vitoriano miró su reflejo y se detuvo.
El hombre que había subido a la montaña ya no existía. Su piel tenía ahora ese brillo ceroso y translúcido que había visto en Delfina. Sus pupilas se habían alargado verticalmente, y bajo la piel de su cuello, algo pulsaba con un ritmo que no era humano.
El Dr. Vitoriano Mendes había muerto en aquella casa. Lo que sobrevivió era un vástago de los Alcântara, portador de la sangre negra y eterna.
Se escuchó un ruido en los arbustos detrás de él. Un viajero matutino, quizás un granjero, se acercaba. Vitoriano sintió un hambre repentina, no de comida, sino de algo más vital. Sintió los pensamientos del granjero: miedo, confusión al ver al extraño hombre cubierto de barro.
Vitoriano sonrió, y al hacerlo, sintió cómo una segunda fila de dientes rozaba contra su lengua.
No podía volver a la civilización. No podía volver a ser médico. Pero la curiosidad científica seguía ahí, retorcida y oscura. Ahora él era el experimento y el observador a la vez. Se levantó, ajustó los restos de su chaqueta y se internó en la espesura del bosque, dando la espalda a la humanidad para siempre, listo para descubrir hasta dónde podía llegar su nueva y terrible evolución.
La casa de los Alcântara podía haber ardido, pero la plaga acababa de ser liberada al mundo.
News
El hijo del amo cuidaba en secreto a la mujer esclavizada; dos días después sucedió algo inexplicable.
Ecos de Sangre y Libertad: La Huida de Bellweather El látigo restalló en el aire húmedo de Georgia con un…
VIUDA POBRE BUSCABA COMIDA EN EL BASURERO CUANDO ENCONTRÓ A LAS HIJAS PERDIDAS DE UN MILLONARIO
Los Girasoles de la Basura —¡Órale, mugrosa, aléjate de ahí antes de que llame a la patrulla! La voz retumbó…
Un joven esclavo encuentra a la esposa de su amo en su cabaña (Misisipi, 1829)
Las Sombras de Willow Creek: Un Réquiem en el Mississippi I. El Encuentro Prohibido La primavera de 1829 llegó a…
(Chiapas, 1993) La HISTORIA PROHIBIDA de la mujer que amó a dos hermanos
El Eco de la Maleza Venenosa El viento ululaba como un lamento ancestral sobre las montañas de Chiapas aquel año…
El coronel que confió demasiado y nunca se dio cuenta de lo que pasaba en casa
La Sombra de la Lealtad: La Rebelión Silenciosa del Ingenio Três Rios Mi nombre es Perpétua. Tenía cuarenta y dos…
Chica desapareció en montañas Apalaches — 2 años después turistas hallaron su MOMIA cubierta de CERA
La Dama de Cera de las Montañas Blancas Las Montañas Blancas, en el estado de New Hampshire, poseen una dualidad…
End of content
No more pages to load






