En 2020, mientras el mundo se manifestaba bajo la bandera de “Vidas Negras Importan” tras el asesinato de George Floyd, los manifestantes en Salvador de Bahía, Brasil, llevaban carteles con su nombre junto al de las víctimas contemporáneas. Esta conexión entre pasado y presente demuestra la cruda relevancia de su vida y de su muerte.

La historia de Joana comienza en la oscuridad del Engenho Santa Rita, en Bahía, a principios del siglo XIX. A los 19 años, era una de las millones de personas esclavizadas en Brasil. Su amo, Joaquim, un hombre de una crueldad inimaginable, la sometía a violaciones repetidas. Pero el horror no se detenía ahí; en un acto de depravación extrema que la historia oficial rara vez documenta, Joaquim forzaba a Joana a la zoofilia, obligándola a ser abusada por sus perros de caza, mientras él y sus cómplices, hombres como Raimundo, el capataz, Antônio Machado y Lourenço Pinto, observaban.

De estas violaciones, Joana quedó embarazada.

Durante su embarazo, fue violada siete veces más. Cada acto de violencia alimentaba una llama en su interior. Joana no solo sobrevivía; ensayaba su venganza. Encontró una aliada en Benedita, la anciana partera de la senzala (las barracas de esclavos). Benedita, guardiana de la sabiduría ancestral africana, no solo cuidó de Joana con tés fortalecedores, sino que se convirtió en cómplice de su plan. Comenzó a administrar pequeñas dosis de veneno en la comida de Joaquim, no para matarlo, sino para debilitarlo, preparando al monstruo para el golpe final.

A finales de febrero de 1824, Joana entró en trabajo de parto. Fue un calvario de quince horas, asistido en secreto por Benedita. El bebé, un niño, nació muerto, con el cordón umbilical enrollado en el cuello. Era, muy probablemente, el hijo de Joaquim.

Aquí es donde la historia da un giro imposible. Benedita, usando técnicas aprendidas en África, no permitió que la placenta fuera expulsada por completo. La mantuvo parcialmente retenida dentro del útero de Joana, un procedimiento increíblemente peligroso que podría haberla matado. Pero ambas sabían que esa placenta, el órgano que había nutrido a la vida muerta, sería el arma.

A la mañana siguiente, Joana, aún sangrando, con dolores atroces y la placenta moviéndose dolorosamente dentro de ella, envolvió a su hijo muerto en un trapo y caminó hacia la casa grande. El capataz Raimundo intentó detenerla, pero la determinación en sus ojos era tan intensa que la dejó pasar.

Subió las escaleras, dejando un rastro de sangre. Entró en la habitación donde Joaquim yacía, débil por la fiebre que Benedita había inducido.

“¿Qué quieres, esclava?”, gruñó él.

Joana desenvolvió el cuerpo del bebé y lo puso sobre la cama. “Vine a mostrarle al señor lo que el señor ha creado”.

Joaquim miró al niño muerto y se rio. “Juega fuera esa basura”, dijo con desdén.

Pero Joana no se movió. Se acercó a la cama y, con la rapidez de un espectro, se abalanzó sobre el debilitado Joaquim, tapándole la boca. “Pagarás por todo”, susurró. Con una pequeña faca que había robado, Joana no atacó a Joaquim. En un acto de alquimia emocional y espiritual, se hizo un corte profundo en su propio abdomen, abriendo el camino para la placenta retenida. El dolor fue inimaginable. Gritando, arrancó de sus propias entrañas esa masa de tejido ensangrentado.

Y entonces, Joana, la esclava de 19 años, usó el símbolo mismo de su maternidad forzada y negada como un instrumento de justicia. Empujó la placenta caliente y viscosa en la boca y la nariz de Joaquim, asfixiándolo hasta la muerte con el producto físico de su propia violación.

Joana fue capturada inmediatamente después. Fue atada a un tronco, un brutal instrumento de tortura, donde murió.

Pero la historia no terminó con su muerte. La versión oficial fue que Joaquim murió de una enfermedad natural y Joana fue castigada por insubordinación. Sin embargo, los esclavos tenían sus propias redes de comunicación. A través de la “historia oral subalterna”, la verdadera historia fue preservada y transmitida, convirtiéndose en leyenda. Se cantaban cantigas codificadas en las senzalas:

“Joana subiu à casa grande com seu filho morto no braço. O senhor pensou que vencia, mas foi morto em seu barraco.”

(Joana subió a la casa grande / con su hijo muerto en brazos. / El señor pensó que vencía, / pero fue muerto en su lecho.)

La venganza de Joana pareció continuar desde la tumba. Tres meses después, Raimundo, el capataz, atormentado por visiones de Joana, se ahorcó. Seis meses después, Antônio Machado fue atacado y devorado por sus propios perros de caza. Lourenço Pinto desarrolló una terrible infección genital que lo mató en agonía. Y Dona Margarida, la viuda de Joaquim, enloquecida por pesadillas de una esclava y un bebé muerto, vendió el Engenho Santa Rita y regresó a Portugal, donde murió en un convento, repitiendo: “La negra me sigue”.

El ingenio cayó en la ruina. Hoy, los lugareños evitan sus restos cubiertos de musgo, diciendo que aún se oye el llanto de un bebé.

El cuerpo de Joana fue arrojado a una fosa común, pero los esclavos marcaron el lugar con una piedra. Se convirtió en un punto secreto de peregrinación para mujeres embarazadas que buscaban coraje. En 2003, arqueólogos de la Universidad Federal de Bahía, guiados por relatos orales, excavaron el área. Encontraron los restos de una mujer joven, de unos 19 años, con marcas de un parto reciente y heridas consistentes con una automutilación abdominal. En 2007, se erigió un pequeño monumento en el lugar.

La historia de Joana, terrible y perturbadora, nos obliga a confrontar la crueldad de la esclavitud y las respuestas desesperadas que genera. No es una glorificación de la violencia, sino el reconocimiento de la humanidad completa y la agencia de una persona a la que el sistema intentó reducir a un objeto.

Al transformar el símbolo de su opresión reproductiva en un arma de liberación, Joana afirmó su humanidad. Murió a los 19 años, pero su historia, recuperada del silencio, inspira obras de teatro como “Placenta de Liberdade” y resuena en el debate actual sobre justicia y memoria. Joana perdió a su hijo, pero ganó su venganza. Murió torturada, pero su historia vive, un testimonio necesario de que, incluso en las circunstancias más imposibles, la resistencia encuentra un camino.