En las áridas tierras del sur de Andalucía, cerca de Carmona, existía una hacienda que los lugareños evitaban mencionar: Los Álamos Negros. El terror no provenía de su tamaño, sino de los gritos que a veces atravesaban sus muros en las noches de verano. Pertenecía a Baltazar de Monteagudo, un hombre cuyo nombre inspiraba miedo, heredero de la vasta propiedad y de los 43 esclavos que trabajaban sus olivares.
Entre esos esclavos estaba Catalina, una joven de 19 años. Había nacido libre en Cádiz, pero la vida la había tratado con crueldad. Huérfana a los 14 años tras la muerte de sus padres por el cólera, fue engañada por un prestamista que, para saldar una deuda de juego, vendió su servidumbre a Monteagudo.
La vida en la hacienda era brutal, pero nada se comparaba con la costumbre de Monteagudo. Cada mes, organizaba fiestas depravadas para sus amigos: terratenientes, magistrados y sacerdotes de Sevilla, Córdoba y Granada. Durante esas noches, las esclavas más jóvenes eran obligadas a servir a los invitados de maneras que les destrozaban el alma. Catalina había sobrevivido a cuatro de esas noches infernales.
En abril de 1788, Monteagudo anunció la fiesta más grande hasta la fecha, con dieciocho invitados, cada uno más corrupto que el anterior. La noche llegó con un calor sofocante. Catalina, junto con otras cinco mujeres, fue obligada a vestir un provocativo vestido rojo, ceñido hasta apenas poder respirar.
Los invitados llegaron en carruajes lujosos, riendo obscenamente mientras Monteagudo les prometía una noche inolvidable. El banquete fue grotesco; los hombres comían como bestias, manoseando a las mujeres que servían. Un hombre gordo sentó a Catalina en su regazo entre las risas y aplausos de los demás. Monteagudo observaba desde la cabecera, disfrutando de su poder.
Después de la cena, los hombres se retiraron a fumar y jugar cartas, mientras las mujeres eran llevadas a las habitaciones de arriba. Catalina fue asignada a una suite lujosa. Por un momento, consideró saltar por la ventana, pero la detuvo una rabia que había crecido en ella durante años. Una furia que exigía justicia, no escape.
Poco después de medianoche, el primer invitado entró. Era un hombre alto con cicatrices de viruela; cerró la puerta con seguro, llevando una botella en una mano y una fusta en la otra. Se acercó lentamente, saboreando el miedo de ella. Cuando levantó la fusta, Catalina agarró un pesado candelabro de bronce de la mesita de noche y lo golpeó en la sien con toda su fuerza. El hombre cayó al suelo, muerto.
El pánico duró solo un instante. Sabía que la torturarían y ejecutarían al descubrir el cuerpo. Arrastró el cadáver al armario y limpió la sangre. Pero mientras lo hacía, una idea terrible y hermosa se formó en su mente: si iba a morir, se llevaría a esos monstruos con ella.
Se deslizó escaleras abajo hasta la cocina. Sabía exactamente qué necesitaba. Encontró garrafas de aguardiente, trapos viejos y pólvora. Rápida y metódicamente, empapó los trapos y comenzó su plan.
Empezó en el sótano, rociando el aguardiente inflamable sobre los barriles de vino y aceite. Subió a la planta baja, empapando el salón principal, los tapices y los muebles. Mientras subía al segundo piso, podía oír los gritos de abuso provenientes de las otras habitaciones, lo que solo fortaleció su resolución. Roció el pasillo, las cortinas y las alfombras persas.
Justo antes del amanecer, todo estaba listo. Regresó a la cocina, encendió una antorcha en la chimenea y, sin dudar, la dejó caer en el sótano. El fuego explotó instantáneamente. Corrió a la planta baja y repitió el acto.
La hacienda rugió con vida. Las llamas devoraron la madera seca y los textiles. Los gritos comenzaron casi de inmediato, primero de confusión, luego de terror absoluto. Los hombres salieron tambaleándose de las habitaciones, borrachos y medio desnudos, solo para encontrar la escalera principal bloqueada por un muro de fuego. Corrieron hacia las ventanas, pero las rejas de hierro que Monteagudo había instalado para evitar que los esclavos escaparan ahora los sellaban adentro como ratas. Golpeaban los barrotes, gritando por una ayuda que nunca llegaría. Monteagudo quedó atrapado en su habitación del tercer piso, asfixiándose antes de que las llamas lo alcanzaran.
Catalina observaba desde el jardín mientras la hacienda se convertía en un infierno. Las llamas iluminaban el cielo nocturno. Los otros esclavos, despertados por el caos, corrieron hacia la casa, pero se detuvieron al ver el fuego. Simplemente observaron, algunos con horror, otros con sombría satisfacción.
María, una de las otras mujeres, logró escapar saltando desde una ventana del baño que no tenía rejas. Se rompió una pierna en la caída, pero se arrastró hasta donde estaba Catalina. Sus ojos se encontraron y, sin palabras, María comprendió todo. Se sentó a su lado y juntas vieron cómo la hacienda se derrumbaba.
Al amanecer, Los Álamos Negros no era más que escombros humeantes. Los dieciocho invitados y Monteagudo estaban muertos. Trágicamente, cuatro de las seis mujeres también perecieron en el incendio.

Las autoridades de Sevilla investigaron, pero los esclavos sobrevivientes respondieron con un muro de silencio. Sin testigos, concluyeron que el fuego fue un trágico accidente causado por una lámpara volcada.
Antes de que se cerrara el caso, Catalina y María desaparecieron. Caminaron hacia el sur, hacia las montañas de la Sierra Morena. Encontraron refugio en una aldea remota donde nadie hacía preguntas sobre el pasado. Catalina nunca habló de esa noche, pero vivió hasta los 62 años, trabajando como partera, trayendo nueva vida al mundo como una forma de equilibrar las vidas que había tomado.
En sus últimos días, mientras la enfermedad la consumía, María se sentaba junto a su cama. La noche antes de morir, Catalina finalmente rompió su silencio. Con voz débil, le dijo a María que no lamentaba nada, que lo haría de nuevo mil veces si fuera necesario.
Murió mientras una tormenta comenzaba a lavar la tierra seca. María vivió otros veinte años y, cuando murió, fue enterrada junto a Catalina bajo un gran almendro que florecía cada primavera. Los aldeanos erigieron una pequeña placa de piedra cerca del árbol. No tenía nombres, solo una inscripción simple que decía:
“En memoria de aquellas que resistieron cuando no había esperanza, que lucharon cuando no había fuerza, que murieron para que otras pudieran vivir”.
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