En el año 1798, la hacienda San Julián de Mérida se alzaría como una fortaleza de piedra caliza en medio de las áridas tierras del sureste mexicano. Sus muros blancos reflejaban el sol implacable del Yucatán, pero dentro de aquellas paredes gruesas, la oscuridad reinaba de maneras que la luz del día jamás podría penetrar.

Don Sebastián Valverde y Cortés, a sus 43 años, había heredado aquella propiedad. Tres generaciones de crueldad habían impregnado cada piedra, pero ninguno de sus antepasados alcanzó el nivel de depravación que Sebastián cultivaba. De complexión robusta y rostro marcado por los excesos, vestía con la elegancia que su posición demandaba: chaquetas de terciopelo oscuro y camisas de lino impecables. Proyectaba autoridad en las calles de Mérida, donde acudía a misa cada domingo.

Pero cuando caía la noche en San Julián, el hombre que regresaba a su hacienda era una criatura diferente.

La hacienda albergaba a 37 esclavos. La mayoría trabajaba en los campos de henequén o cuidaba el ganado. Pero un pequeño grupo de seis mujeres trabajaba dentro de la casa principal. Y de esas seis, tres vivían un infierno particular.

Yaretsi, de 29 años, había llegado hacía once, arrancada de su pueblo cerca de Campeche. Su nombre en maya significaba “la que siempre será amada”, pero el amor era un concepto que había olvidado. Su belleza oscura había sido su maldición. Sus ojos negros habían aprendido a vaciarse de emoción cuando Sebastián la miraba. Yaretsi había dado a luz a tres hijas en aquella hacienda, todas de Sebastián: Itzel, de 10 años, cuyos ojos claros eran un recordatorio constante de su origen maldito; Jimena, de 8, callada y observadora; y la pequeña Nayeli, de 5 años, que aún conservaba una inocencia frágil.

Sitlali, de 26 años, había llegado dos años después que Yaretsi, desde Oaxaca. Tenía dos hijas, Shochitl (11) y Tlali (9). Una cicatriz le recorría el brazo izquierdo, recuerdo de la noche en que intentó resistirse. Sebastián le había enseñado que la resistencia solo traía más dolor.

Isel era la más joven, con apenas 24 años. Había llegado hacía cuatro, comprada en el mercado de Mérida. Su madre, traída con ella, había muerto de fiebre dos meses después. Isel tenía una hija de 3 años llamada Amara, pequeña y frágil como un pajarito.

Las tres mujeres compartían algo más que su condición y sus hijas. Sebastián las obligaba a compartir una habitación. En la parte trasera de la casa principal, conectada por un pasillo estrecho, un antiguo almacén se había convertido en el lugar donde Sebastián ejercía su poder más absoluto. Había una cama grande en el centro y, en un rincón, tres jergones delgados donde dormían las niñas.

Porque esa era la perversión más profunda de Sebastián. No le bastaba con violar a aquellas mujeres noche tras noche. Necesitaba que sus hijas, sus propias hijas biológicas, presenciaran cómo destruía a sus madres.

Cada noche, el sonido de sus pasos resonando por el pasillo era una sentencia. Las tres mujeres y sus seis hijas debían estar allí, sentadas en los jergones, esperando en silencio absoluto. Cualquier llanto resultaba en castigos.

Sebastián entraba, cerraba la puerta con pestillo y elegía a una. No había patrón; la incertidumbre era parte de la tortura. Las niñas veían cómo su amo obligaba a su madre, o a una de las “tías”, a desnudarse. Veían cómo la empujaba sobre la cama. Ocurría el horror: los gemidos de dolor contenidos, los gruñidos del amo, el olor a sudor, miedo y violencia.

Las niñas aprendían a mirar las grietas del techo, a contar mentalmente. Pero Sebastián no permitía que cerraran los ojos. Si lo hacían, gritaba amenazas. Amenazaba con castigarlas. Amenazaba con que la siguiente vez fueran ellas. Y esa amenaza no era vacía. Itsel y Shochitl ya tenían la edad en que Sebastián comenzaba a mirarlas de manera diferente, evaluando, calculando.

A veces violaba a una; otras noches, a dos. Las peores noches eran cuando violaba a las tres consecutivamente. Cuando finalmente se marchaba, dejaba la puerta abierta, otra crueldad calculada para que cualquiera que pasara pudiera verlas destrozadas, recordarles que no tenían dignidad.

Durante el día, se movían por la casa como fantasmas, comunicándose con miradas y gestos. Pero en los momentos robados, en el lavadero o junto al pozo, hablaban en susurros. Y lentamente, comenzaron a planear.

Fue Yaretsi quien lo sugirió un sofocante día de agosto en el lavadero. “No podemos seguir así”, dijo en voz baja. “Nuestras hijas están creciendo. Ya viste cómo la miró ayer”.

Todas sabían que hablaba de Itzel.

“¿Qué podemos hacer?”, respondió Sitlali, temblando. “Si intentamos escapar, nos encontrarán. Nos marcarán”.

“No hablo de escapar”, dijo Yaretsi, sus manos deteniéndose sobre la sábana. “Hablo de terminar con esto. Con él”.

El silencio fue absoluto. “Estás loca”, susurró Isel. “Nos matarían”.

“Ya estamos muertas”, respondió Yaretsi con una calma escalofriante. “¿Vas a esperar a que viole a Amara? ¿A que use a Shochitl como nos usa a nosotras?”.

En los ojos de las tres mujeres había miedo, pero también algo más, algo que Sebastián, en su arrogancia, nunca consideró: odio puro y cristalino.

Los siguientes meses fueron de planificación meticulosa. Necesitaban algo que incapacitara a Sebastián. La respuesta vino de Sitlali. Su madre le había enseñado sobre las plantas; sabía cuáles curaban y cuáles mataban. En los jardines crecía Toloache. Sitlali comenzó a recolectar y secar las semillas en secreto. Demasiado poco, y Sebastián solo se marearía. Demasiado, y una muerte por envenenamiento llevaría a una investigación.

“Necesita estar consciente”, explicó Yaretsi. “Necesita saber qué está pasando. Necesita sentirlo”.

El plan tomó forma. Esperarían al 31 de octubre, aniversario de la muerte del padre de Sebastián, día en que él bebía más de lo usual. Sitlali mezclaría el polvo de Toloache en su vino. Isel tendría lista una cuerda trenzada. Yaretsi usaría el cuchillo de cocina que había “extraviado” semanas atrás.

No sería un asesinato rápido. Iban a quitarle el arma que él usaba contra ellas. Iban a castrarlo y dejarlo desangrar, consciente, sintiendo cada segundo.

Las niñas no podían saberlo. Tendrían que estar en la habitación, como siempre, para no alterar la rutina. Presenciarían un horror más, pero sería el último.

El 31 de octubre de 1798 amaneció como cualquier otro día. Las tres mujeres trabajaron con manos temblorosas pero firmes. Sebastián fue a misa en Mérida, regresó, bebió brandy y revisó sus cuentas.

A la hora de la cena, se sentó solo en el gran comedor. Cuando terminó, pidió su vino especial. Sitlali fue quien lo sirvió. El polvo indetectable se disolvió en el líquido oscuro. Sebastián bebió la copa entera. Pidió otra y la bebió también.

Luego, cuando las últimas luces se apagaban, se levantó. Sus pasos resonaron hacia la habitación trasera.

Dentro, las mujeres y las niñas esperaban. Escondidas bajo los jergones estaban la cuerda y el cuchillo. La puerta se abrió. Sebastián entró, cerró el pestillo y se volvió hacia ellas. Pero entonces frunció el ceño. Sus piernas se sentían pesadas. La habitación parecía moverse.

“¿Qué?”, comenzó a decir, sus palabras arrastradas. “¿Qué me pasa?”.

Fue entonces cuando Yaretsi se levantó, con la espalda recta y los ojos llenos de furia. “Te pasa”, dijo con voz clara y fuerte, “que esta noche termina. Todo termina”.

Sebastián intentó dar un paso, pero sus piernas no respondieron. Se tambaleó. Sitlali e Isel se levantaron, bloqueando la puerta. Por primera vez en años, Sebastián sintió miedo.

“¿Qué… qué me hicieron?”, logró decir.

“Lo que debimos haber hecho hace años”, respondió Sitlali.

Sebastián intentó gritar, pero Isel y Sitlali se abalanzaron sobre él. Su cuerpo debilitado por el toloache cayó.

“Niñas”, dijo Yaretsi, volteándose hacia ellas. “Miren hacia la pared, tápense los oídos y no se den vuelta sin importar qué escuchen”.

Itzel fue la primera en reaccionar, girando a sus hermanas y a las demás niñas. Las ocho se sentaron de cara a la pared.

Sitlali e Isel ataron a Sebastián. Lo arrastraron hasta la cama, el altar de su poder, y lo tendieron boca arriba. Él gemía, pero las palabras salían confusas.

Yaretsi se acercó con el cuchillo en la mano. Se paró junto a la cama y miró al hombre que había destruido sus vidas.

“Once años”, dijo en voz baja. “Once años me has usado. Once años has obligado a mis hijas a ver cómo me destruías”. Comenzó a desvestirlo. Sebastián estaba expuesto, vulnerable. “Sitlali, 8 años. Isel, 4 años. Veintitrés años combinados de infierno. Veintitrés años que nos robaste”.

Sebastián logró pronunciar una palabra: “Piedad”.

Yaretsi se rió, un sonido seco, sin humor. “¿Piedad? ¿Como la que mostraste cuando obligaste a Itsel a verme cuando tenía tres años? ¿Como la piedad que mostraste cuando Sitlali te suplicó que no la tocaras porque acababa de dar a luz?”.

Levantó el cuchillo. Sitlali e Isel sujetaron los brazos de Sebastián, manteniéndolo inmóvil.

“Esto”, dijo Yaretsi, “es por Itzel, por Jimena, por Nayeli, por Shochitl, por Tlali, por Amara. Por todas las vidas que has destruido”.

Y entonces, con un movimiento rápido y preciso, cortó. El grito de Sebastián habría despertado a toda la hacienda si Sitlali no hubiera estado lista con un trapo que le metió en la boca. La sangre brotó. Yaretsi no se detuvo. Cortó de nuevo y de nuevo. Cuando terminó, sostuvo en su mano ensangrentada aquello que Sebastián había usado como arma y lo arrojó al suelo.

Sebastián continuaba convulsionándose, sus ojos abiertos de par en par por el horror. La sangre empapaba las sábanas.

Las tres mujeres se quedaron allí, observándolo. No había satisfacción en sus rostros, solo una paz sombría. El monstruo estaba muriendo.

Tardó casi veinte minutos en morir. Veinte minutos durante los cuales las tres mujeres permanecieron junto a la cama, asegurándose de que muriera exactamente como habían planeado.

Cuando finalmente dejó de moverse, Yaretsi habló. “Niñas. Ya pueden voltear”.

Las ocho niñas se dieron vuelta lentamente. Vieron la sangre, el cuerpo inmóvil, y a sus madres cubiertas de sangre, pero con los rostros tranquilos.

“¿Está muerto?”, preguntó Itzel.

“Sí”, respondió Yaretsi. “Ya no va a volver nunca más”.

Itzel asintió. Luego, para sorpresa de todos, sonrió. Fue una sonrisa pequeña, pero real. Las otras niñas, al verla, comenzaron a relajarse. Entendían lo esencial: el terror había terminado.

Las madres sabían que su propia muerte vendría pronto. Cuando descubrieran el cuerpo, las culparían. Las torturarían y las ejecutarían como ejemplo. Pero en ese momento, mirando el cuerpo sin vida de su torturador y la paz en los rostros de sus hijas, ninguna se arrepentía.

Limpiaron la habitación lo mejor que pudieron. Quemaron sus ropas manchadas en el brasero de la cocina. Envolvieron el cuerpo de Sebastián en las sábanas ensangrentadas y lo dejaron en la cama. Luego, llevaron a sus hijas a sus propios cuartos en los anexos. Las acostaron y les cantaron canciones de cuna.

Esa noche, por primera vez en años, las ocho niñas durmieron sin pesadillas. Las tres madres no durmieron; permanecieron despiertas, esperando el amanecer y las consecuencias inevitables, pero con una sensación de paz.

En la oscuridad antes del alba, Yaretsi susurró una oración a los dioses antiguos de su pueblo. Una oración de agradecimiento por la fuerza, una oración por sus hijas, y una oración aceptando cualquier castigo que viniera, sabiendo que había valido la pena cada gota de sangre derramada esa noche en la hacienda San Julián de Mérida.