El precio de la libertad

 

El sol de octubre caía sobre Oaxaca con esa luz dorada que hacía brillar las cúpulas de Santo Domingo y convertía las paredes de adobe en lienzos de ocre y terracota. En la casa de los Velázquez, ubicada en una de las calles empedradas del centro histórico, el aire olía a chocolate, mole negro y mezcal.

Era el día más esperado del año. Catalina Velázquez, la hija mayor de don Aurelio y doña Remedios, contraería matrimonio con Rodrigo Santibáñez, hijo de una familia de comerciantes próspera de la capital estatal. La casa colonial de dos plantas bullía de actividad desde el amanecer. Las comadres del barrio entraban y salían con cazuelas humeantes, los músicos de la banda afinaban sus instrumentos en el patio central, donde crecía un jacarandá centenario, y los niños corrían entre las piernas de los adultos, robando buñuelos de las charolas.

Catalina, de 23 años, permanecía encerrada en su habitación del segundo piso, donde tres tías la ayudaban a vestirse con el traje de novia que había llegado desde la Ciudad de México: encaje francés, perlas cultivadas en el Golfo y un velo que había pertenecido a su abuela materna. Pero mientras las manos expertas de tía Leonor abrochaban los diminutos botones de la espalda del vestido, Catalina miraba por la ventana hacia la calle con los ojos vacíos, ausentes. Su rostro, de facciones delicadas enmarcadas por cabello negro como la obsidiana, no mostraba la alegría que todos esperaban. Las ojeras bajo sus ojos revelaban noches sin dormir y sus manos temblaban ligeramente cuando tomó el ramo de azucenas y rosas blancas.

Hacía tres meses que no veía a Miguel Ángel Cruz, el hombre que realmente amaba. Era un maestro rural que había llegado a Oaxaca dos años atrás para trabajar en las escuelas de las comunidades zapotecas de la sierra. Se habían conocido en una kermés de la parroquia cuando él recitó poesía de López Velarde y ella quedó hipnotizada por su voz ronca y sus ojos color miel, que parecían ver más allá de las apariencias.

Su romance había sido clandestino, furtivo, imposible. Miguel Ángel era un hombre sin fortuna, hijo de campesinos de Tlaxiaco, cuya única riqueza eran sus libros desgastados y sus ideas sobre justicia social. Don Aurelio jamás permitiría que su hija se casara con alguien así. Los Velázquez tenían tierras, negocios de textiles y una posición que mantener. Rodrigo Santibáñez representaba seguridad y estatus.

Catalina había intentado romper el compromiso. Hacía dos meses reunió el valor para hablar con su padre. Le dijo que no amaba a Rodrigo, que su corazón pertenecía a otro. Don Aurelio, golpeando el escritorio de caoba, le prohibió volver a mencionar el tema, recordándole que el matrimonio era sobre deber y honor, no sobre amor romántico. Después de eso, Catalina no volvió a ver a Miguel Ángel. Él desapareció, y los rumores decían que lo habían transferido a la costa.

Ahora, mientras bajaba las escaleras hacia el carruaje, Catalina se sentía una condenada caminando al patíbulo. La procesión hacia la Iglesia de la Soledad se organizó con precisión ritual. El templo se alzaba imponente, con su interior oliendo a incienso y cera. Al final del pasillo, Rodrigo esperaba, apuesto y confiado en su traje gris perla.

La ceremonia comenzó. Las palabras en latín del padre Ignacio resonaban vacías para ella. Cuando llegó el momento de los anillos, el silencio era absoluto. Rodrigo tomó la mano fría de Catalina. Entonces, las puertas de la iglesia se abrieron de golpe. El viento helado entró, apagando velas, y en el umbral apareció Miguel Ángel. Vestía un traje gastado, pero su presencia era regia.

—¡Catalina! —gritó él—. ¡No puedes hacer esto!

El escándalo fue instantáneo. Don Aurelio avanzó furioso, pero Miguel Ángel caminó firme hacia el altar. —Vine desde Puerto Escondido sin parar —dijo jadeando frente a ella—. Te amo. Sé que tú también me amas.

Rodrigo intentó intervenir, golpeando a Miguel Ángel y tirándolo al suelo. Fue entonces cuando Catalina reaccionó. Se arrancó el velo y se interpuso entre los hombres y su amado. —¡Basta! —gritó—. Si lo tocan, me iré de aquí para siempre.

Encaró a su padre y, con lágrimas en los ojos, renunció a su herencia y a su apellido por su libertad. Rodrigo, viendo finalmente la verdad en los ojos de ella, retrocedió con dolor pero con dignidad, advirtiendo a Miguel Ángel que la cuidara. Ante la maldición de su padre, que la repudió allí mismo, Catalina besó a Miguel Ángel, se quitó el vestido de novia revelando uno sencillo debajo, y salió de la iglesia de la mano del maestro rural, bajo una tormenta que limpiaba las calles de Oaxaca.

Huyeron hacia la costa en un camión de carga. Llegaron a San Miguel del Puerto, a una choza humilde sin vidrios ni suelo firme. Allí, aprendieron que el amor no quita el hambre, pero da fuerzas. Catalina aprendió a cocinar con leña y a lavar en el río, mientras Miguel Ángel enseñaba a los niños del pueblo. Eran pobres, pero libres.

Sin embargo, la venganza de don Aurelio no tardó en llegar. Usando sus influencias, logró que suspendieran a Miguel Ángel de la enseñanza con acusaciones falsas. El hambre se volvió real. Vendieron todo lo que tenían. La desesperación comenzó a agrietar su felicidad cuando llegó la noticia de que doña Remedios estaba gravemente enferma. Miguel Ángel, derrotado al ver sufrir a Catalina, estuvo a punto de rendirse.

Hasta que apareció Rodrigo. No venía a reclamar, sino a redimirse. Le ofreció a Catalina dinero para huir lejos del alcance de su padre y le entregó una carta de recomendación para Miguel Ángel. Y, como último regalo, trajo a doña Remedios.

—No aprobaría esta visita —dijo doña Remedios, retomando el hilo de su pensamiento mientras acariciaba el rostro curtido de su hija—, pero a veces una madre tiene que desobedecer para hacer lo correcto. Para salvar a su hija.

Catalina lloraba en silencio, aferrada a las manos de su madre. —Toma esto —susurró la anciana, sacando una pequeña bolsa de terciopelo de entre sus ropas—. Son las joyas que heredé de mi madre y de mi abuela. Tu padre cree que las guardé en la caja fuerte del banco, pero las traje conmigo. No es dinero de los Velázquez, Catalina, es dinero de las mujeres de nuestra familia. Úsalo. Vete lejos donde él no pueda encontrarlos. Sean felices, por favor, sé feliz por las dos.

En ese momento, Miguel Ángel apareció por el camino de tierra, cargando un tercio de leña. Al ver la camioneta de lujo y a Rodrigo, soltó la carga y corrió, pensando lo peor. Se detuvo en seco al ver a Catalina abrazada a su madre y a Rodrigo apartado, mirando el horizonte con una expresión melancólica.

—Miguel Ángel —dijo Rodrigo, girándose. No había burla en su voz, solo una seriedad cansada—. No vengo a pelear. Vengo a darles una salida. Rodrigo explicó el plan. Tenían que irse esa misma noche. Él los llevaría hasta Salina Cruz, y de ahí podrían tomar un tren hacia el estado de Veracruz, o tal vez hacia Chiapas, lejos de la influencia venenosa de don Aurelio.

Miguel Ángel miró a Catalina, luego a Rodrigo y finalmente el sobre con dinero y la bolsa de joyas sobre la mesa rústica. Su orgullo de hombre se rebelaba, quería gritar que no necesitaba la caridad de su rival, pero miró las manos de Catalina, llenas de cortes y quemaduras, y su delgadez extrema. Tragó su orgullo como un trago de mezcal amargo.

—Gracias —dijo Miguel Ángel, extendiendo la mano hacia Rodrigo—. No olvidaré esto. —No lo hago por ti —respondió Rodrigo, estrechando la mano con firmeza—. Lo hago porque ella merece vivir, no solo sobrevivir. Cuídala, maestro. Esta es tu segunda y última oportunidad.

La despedida fue breve y dolorosa. Doña Remedios besó a su hija como si quisiera imprimir su alma en ella. —Escríbeme —susurró al oído de Catalina—. Manda las cartas a casa de tía Leonor, ella sabrá hacérmelas llegar. —Te quiero, mamá. Perdóname por irme. —No hay nada que perdonar. Vuela alto, mi niña.

Rodrigo condujo en silencio durante horas, sacándolos de la miseria y dejándolos en la estación de tren de Salina Cruz al amanecer. Mientras el tren bufaba y soltaba vapor, listo para partir hacia lo desconocido, Rodrigo se quedó en el andén. Catalina lo saludó con la mano a través de la ventanilla. Él asintió una sola vez, dio media vuelta y se marchó, cerrando el capítulo más doloroso de su propia vida.


Veinte años después.

La ciudad de Xalapa, en Veracruz, amanecía envuelta en su característica neblina. En una casa antigua reformada, llena de libros y plantas, una mujer de 43 años servía café en tazas de cerámica. Sus manos, aunque cuidadas, conservaban las tenues cicatrices de un pasado duro, marcas que ella portaba con orgullo.

—¡Remedios! ¡Se te hace tarde para la universidad! —gritó Catalina hacia la planta alta. Una joven de 19 años bajó las escaleras corriendo, con los mismos ojos color miel de su padre y la sonrisa luminosa de su madre. Besó a Catalina en la mejilla y salió disparada hacia la facultad de medicina.

Miguel Ángel entró en la cocina poco después. El cabello negro ahora estaba veteado de plata, y las arrugas alrededor de sus ojos se habían profundizado, pero su mirada seguía teniendo el mismo fuego, ahora atemperado por la paz. Era el director de una de las preparatorias más respetadas de la ciudad, y Catalina había logrado publicar dos novelas que habían tenido un éxito modesto pero satisfactorio.

—Llegó carta —dijo Miguel Ángel, poniendo un sobre con borde negro sobre la mesa. Catalina se heló. Reconocía la caligrafía de tía Leonor. Abrió el sobre con dedos que temblaban levemente, un eco de aquel día en la iglesia dos décadas atrás.

Leyó en silencio. Luego, dejó la carta sobre la mesa y miró por la ventana, hacia el jardín donde florecían las orquídeas. —Murió —dijo suavemente—. Mi padre murió ayer por la tarde. Miguel Ángel se acercó y puso sus manos sobre los hombros de ella. —¿Cómo te sientes? —Extraña —admitió ella—. Triste, pero no por su muerte, sino por la vida que él eligió vivir. Tía Leonor dice que murió solo en su estudio, rodeado de sus retratos y sus muebles caros. Mamá estuvo con él hasta el final, cumpliendo su deber, pero él nunca volvió a pronunciar mi nombre.

Catalina se giró y abrazó a su esposo, enterrando el rostro en su pecho. —Nunca conoció a su nieta. Nunca supo que fuimos felices. Se llevó su rencor a la tumba. —Él eligió su camino, Cata. Y nosotros elegimos el nuestro —respondió Miguel Ángel, besando su frente.

Esa tarde, Catalina y Miguel Ángel caminaron por el parque de Los Berros. Se sentaron en una banca a ver caer las hojas de otoño, tal como Miguel Ángel había prometido en aquella iglesia: “Te voy a querer cuando seamos viejos y grises”.

No tenían la inmensa fortuna de los Velázquez, ni las tierras, ni el poder político. Pero tenían una hija maravillosa, una casa llena de risas y libros, y una historia de amor que había sobrevivido al hambre, al destierro y al odio.

Catalina recargó la cabeza en el hombro de Miguel Ángel y observó cómo la luz dorada de la tarde se filtraba entre los árboles, una luz muy parecida a la de aquel octubre en Oaxaca. Pero esta vez, la luz no iluminaba una jaula de oro, sino un horizonte abierto.

—¿Valió la pena? —preguntó ella de repente, rompiendo el silencio cómodo. Miguel Ángel sonrió, tomó la mano de su esposa y besó sus nudillos. —Cada segundo, Catalina. Cada segundo de dolor valió la pena por un minuto de esta vida contigo.

Y mientras el sol se ponía, cerrando el ciclo del día, Catalina supo que, al final, el honor no estaba en los apellidos ni en las apariencias, sino en la valentía de ser fiel a uno mismo. Habían ganado.

FIN