Capítulo I: El Inicio de Todo

Ernesto y Lorena se conocieron seis años antes, en una fiesta patronal. Él, maestro de primaria; ella, recién llegada al pueblo, enfermera del nuevo centro de salud. Ella había quedado huérfana desde joven y vivía sola con su hermana menor, Paula. Ernesto vivía con su madre, doña Marta, mujer estricta y de principios duros.

Desde la primera vez que la vio bailar al ritmo del conjunto norteño, Ernesto supo que Lorena no era como las demás. Era libre, sonriente, con una mirada profunda y dulce. Ella también notó algo en él: esa mezcla de timidez y honestidad que ya no se veía en los hombres de ciudad.

Comenzaron a salir. Cartas, paseos al río, visitas furtivas los domingos. El pueblo murmuraba, pero ellos seguían. Se amaban de verdad, o eso creían.

Capítulo II: Las Sombras de la Duda

Pasaron los años. Vivían juntos, aunque nunca se casaron por la oposición de doña Marta, que no confiaba en Lorena. Pero Ernesto, decidido, le construyó una casa pequeña en la parcela que había heredado de su padre. Allí vivieron en una especie de paz rota por discusiones cada vez más frecuentes.

Lorena empezó a llegar tarde. Decía que era por turnos extendidos en el hospital. Ernesto se lo creyó al principio. Pero los rumores comenzaron a crecer. Que si la habían visto con Julián, el nuevo doctor; que si se escribía con un ex de la ciudad.

Paula, la hermana de Lorena, le advirtió una noche: —Hermana, ten cuidado. El pueblo no perdona, y menos mamá Marta.

Pero Lorena, cansada del control, de las sospechas, de las carencias, respondió con un suspiro: —Yo solo quiero sentirme viva otra vez.

Capítulo III: La Caída

Un día, Ernesto encontró un celular escondido en una bolsa del armario. No era de Lorena ni de Paula. Lo abrió. Ahí estaban los mensajes: audios, fotos, palabras dulces que no eran para él.

“Te extraño, Julián.”

“Hoy duermo con él, pero pienso en ti.”

Las manos le temblaban. La sangre se le fue a los pies. El mundo giró. No dijo nada en ese momento. Solo colocó el teléfono donde estaba y esperó.

Esa noche la miró con una frialdad desconocida. Lorena lo notó, pero pensó que era otra discusión más. No sabía que ese sería el principio del final.

Capítulo IV: El Estallido

Pasaron dos días en silencio, hasta que llegó la tarde de la lluvia. Ernesto la siguió hasta la plaza, donde ella se encontró con Julián. Se abrazaron rápido, como temiendo ser vistos. Pero ya era tarde. Ernesto los miró desde la otra acera.

Cruzó la calle empapado, sin importar el tráfico ni la lluvia. Los enfrentó ahí mismo.

—Así que era verdad —dijo con voz rota.

Lorena intentó explicarse, pero Ernesto no la dejó hablar.

—Nada quiero de ti. No quiero verte nunca más. Sal de mi vida. Ya no más hipocresía.

El pueblo se detuvo. Todos lo vieron marcharse bajo la lluvia, como un fantasma que se despide del amor y la dignidad al mismo tiempo.

Capítulo V: Después del Trueno

Lorena regresó sola a la casa esa noche. Empacó sus cosas y se fue. Ernesto, días después, vendió la parcela. Se fue a vivir a otro pueblo, donde reanudó su trabajo como maestro. No volvió a hablar del tema. Nunca volvió a confiar.

Lorena, dicen, se fue a vivir con Julián a la ciudad, pero no duraron. Ella volvió a San Ricardo dos años después, sola, cabizbaja, cuidando a su hermana enferma. Pasaba frente a la vieja casa, ahora abandonada, y bajaba la mirada cada vez.

Epílogo: El Eco del Adiós

Dicen que los amores que terminan con gritos son los que alguna vez se amaron de verdad. Que solo duele lo que alguna vez fue parte de uno mismo.

Ernesto jamás volvió a amar. Lorena, aunque vivió otros romances, nunca encontró la paz. Cada que llovía, en algún rincón de su alma, volvía a oír aquellas palabras que aún la perseguían como una sentencia:

“Nada quiero de ti… ya no más hipocresía.”