La Herencia de San Pedro Mixtepec

Una mujer humilde dio abrigo a un anciano enfermo, sin saber que era dueño de toda la región. El sol de febrero caía sin piedad sobre San Pedro Mixtepec, uno de esos pueblos oaxaqueños que parecen detenidos en el tiempo, donde las calles de tierra rojiza serpentean entre casas de adobe y techos de lámina, y donde el silencio del mediodía solo se rompe por el ladrido ocasional de algún perro callejero o el canto persistente de los gallos que no distinguen las horas.

Esperanza Mendoza caminaba de regreso a su casa después de otra mañana en el mercado municipal. El canasto que cargaba sobre la cabeza iba más liviano que cuando salió al amanecer. Había logrado vender casi todo el pan de yema que horneó la noche anterior. Casi todo. Los tres pesos que le quedaban en el delantal representaban la diferencia entre cenar frijoles con tortilla o acostarse con el estómago vacío.

A sus años, Esperanza tenía el rostro curtido por el sol y las manos ásperas de quien ha trabajado desde niña. Su cabello negro, salpicado ya de algunas canas rebeldes, lo llevaba recogido en una trenza gruesa que le caía sobre la espalda. Vestía una falda de manta oscura y una blusa bordada con flores que su madre le había regalado años antes de morir. Era una mujer menuda pero fuerte, de esas que el campo mexicano produce con generosidad; mujeres que cargan sobre los hombros el peso de familias enteras sin quejarse jamás.

El camino de terracería que conectaba el mercado con su casa bordeaba un arroyo seco que solo llevaba agua durante la temporada de lluvias. A los costados, los huizaches y mezquites proyectaban sombras escasas, insuficientes para aliviar el calor que a esa hora del día se volvía casi insoportable.

Fue entonces cuando lo vio. Al principio pensó que era un bulto de ropa vieja abandonada junto a una piedra grande. No sería la primera vez que alguien tiraba basura en ese tramo solitario del camino, pero algo la hizo detenerse. Quizás fue el movimiento casi imperceptible o tal vez ese instinto que las mujeres como ella desarrollan después de años de cuidar enfermos y velar moribundos. Se acercó con cautela, dejando el canasto en el suelo.

—¿Señor? —llamó, la voz apenas un susurro—. ¿Está usted bien?

El bulto se movió. Era un hombre, un anciano de cabello completamente blanco, vestido con ropas que alguna vez fueron finas pero que ahora estaban sucias y rasgadas. Tenía los labios agrietados, la piel pálida a pesar del sol. Y cuando abrió los ojos, Esperanza vio en ellos una mezcla de confusión y fiebre.

—¡Agua! —murmuró el hombre con voz ronca—. Por favor, agua.

Esperanza no lo pensó dos veces. Sacó la pequeña botella de plástico que llevaba en su morral, la única agua que tenía para el camino de regreso, y la acercó a los labios del desconocido. El anciano bebió con desesperación, como quien lleva días sin probar una gota.

—¿Cómo llegó aquí, señor? ¿Dónde está su familia?

El hombre no respondió. Sus ojos se cerraron de nuevo y su cabeza cayó hacia un lado. Esperanza le tocó la frente y la sintió ardiendo.

—Virgen Santísima —murmuró—. Este hombre se está muriendo.

Miró a su alrededor buscando ayuda, pero el camino estaba desierto. El pueblo quedaba a más de un kilómetro de distancia y en esa dirección no había más que campos de cultivo abandonados y cerros cubiertos de vegetación seca. La decisión más sensata habría sido correr al pueblo a buscar ayuda, llamar a alguien con camioneta que pudiera transportar al anciano al centro de salud más cercano, ubicado en Miahuatlán, a casi una hora de distancia. Pero Esperanza sabía que cuando llegara la ayuda, si es que llegaba, probablemente sería demasiado tarde.

Con un esfuerzo que no sabía que tenía, logró levantar al hombre apoyándolo en su hombro. Era más liviano de lo que esperaba, como si la enfermedad le hubiera consumido no solo las fuerzas, sino también la sustancia del cuerpo. Paso a paso, deteniéndose cada pocos metros para recuperar el aliento, Esperanza arrastró al desconocido por el camino de terracería hacia su casa. El sol seguía cayendo implacable, el polvo se le metía en los ojos y en la garganta. Los huaraches de plástico que llevaba se le resbalaban con el peso adicional, pero no se detuvo. No podía detenerse. Tardó más de una hora en recorrer lo que normalmente caminaba en quince minutos.

Cuando finalmente llegó a su casa, una construcción pequeña de adobe con un solo cuarto, una cocina de humo separada y un patio trasero donde criaba gallinas, estaba completamente exhausta. Depositó al anciano sobre el petate que le servía de cama y corrió a buscar agua fresca del tinaco.

—Aguante, señor —le decía mientras le mojaba la frente con un trapo húmedo—. Aguante un poco más.

Los vecinos no tardaron en enterarse. En San Pedro Mixtepec, las noticias corrían más rápido que el viento. Doña Carmen, la mujer que vivía en la casa de al lado, fue la primera en asomarse.

—¿Pero qué hiciste, Esperanza? —preguntó desde el umbral de la puerta sin atreverse a entrar—. ¿Quién es ese hombre? —No sé. Lo encontré tirado en el camino al arroyo. —¿Y lo trajiste aquí a tu casa? Estás loca, mujer. ¿Qué tal si es un malviviente? ¿Qué tal si trae enfermedades?

Esperanza ni siquiera volteó a verla. Seguía concentrada en bajarle la fiebre al desconocido.

—Es un ser humano, Carmen. No podía dejarlo morir ahí, tirado como un perro. —Pues los perros tienen dueño. Este hombre quién sabe de dónde viene y qué hace aquí. Deberías llamar a la policía. —¿Cuál policía? El único agente que hay está en Miahuatlán y el teléfono de la presidencia municipal lleva tres meses descompuesto.

Doña Carmen chasqueó la lengua con desaprobación, pero no dijo nada más. Se quedó observando desde la puerta mientras Esperanza trabajaba y eventualmente se marchó murmurando algo sobre la imprudencia y la terquedad.

Esa noche Esperanza no durmió. Se quedó velando al anciano, cambiándole los trapos húmedos de la frente y dándole pequeños sorbos de té de manzanilla cuando lograba despertarlo brevemente. El hombre deliraba; murmuraba nombres que ella no reconocía, fechas que no significaban nada, fragmentos de conversaciones con personas invisibles.

—Mercedes —decía a veces—, Mercedes, perdóname.

Otras veces gritaba: —¡No te llevarás nada! ¡Nada de esto es tuyo!

Esperanza lo calmaba como había calmado a su esposo Tomás durante los últimos meses de su enfermedad hace ya cinco años. Con palabras suaves, con caricias en el cabello, con la paciencia infinita de quien ha aprendido que la muerte se toma su tiempo y no hay forma de apresurarla ni de detenerla.

Cerca del amanecer, la fiebre comenzó a ceder. El anciano abrió los ojos y esta vez su mirada era diferente: más clara, más presente.

—¿Dónde estoy? —preguntó. —En San Pedro Mixtepec, señor. En mi casa. Lo encontré tirado en el camino ayer por la tarde. ¿Recuerda qué le pasó?

El hombre guardó silencio durante un largo momento, como si tratara de ordenar sus pensamientos.

—Caminé mucho —dijo finalmente—, demasiado para un viejo como yo. —¿De dónde venía? ¿Tiene familia? ¿Alguien a quien pueda llamar?

Una sombra cruzó el rostro del anciano. Una sombra de dolor, de amargura, de algo que Esperanza no supo interpretar.

—No —respondió—. No tengo a nadie.

Esperanza asintió sin hacer más preguntas. Había aprendido a respetar los silencios ajenos, a no hurgar en heridas que no le correspondían.

—Bueno —dijo—, pues mientras se recupera puede quedarse aquí. No tengo mucho, pero lo que hay lo comparto.

El anciano la miró fijamente durante varios segundos. Había algo en sus ojos, gratitud tal vez o incredulidad, que hizo que Esperanza sintiera un nudo en la garganta.

—¿Por qué? —preguntó él—. No sabe quién soy ni de dónde vengo. ¿Por qué me ayuda?

Esperanza se encogió de hombros como si la respuesta fuera obvia.

—Porque usted lo necesita, señor. Y porque mi madre, que en paz descanse, me enseñó que a los necesitados no se les da la espalda. Dios proveerá.

El anciano cerró los ojos. Una lágrima solitaria rodó por su mejilla arrugada.

—Aurelio —dijo—. Me llamo Aurelio. —Mucho gusto, don Aurelio. Yo soy Esperanza.

Pasaron tres semanas. Don Aurelio mejoraba lentamente. La fiebre no había vuelto, pero su cuerpo seguía débil. Esperanza lo atendía con dedicación: caldos de pollo, tés de hierbas y sábanas limpias. Los vecinos habían dejado de murmurar abiertamente, pero la veían pasar con una cortesía forzada. En el mercado, Rosa, su comadre, le advirtió sobre los rumores de que el viejo era un criminal huyendo.

Don Aurelio era un enigma. Hablaba poco, pero observaba mucho. Veía la pobreza del pueblo, la tierra seca y el abandono. Un día, comentó que el pueblo moría y preguntó de quién eran las tierras. Esperanza le explicó que pertenecían a un hacendado ausente, una empresa fantasma. Él solo escuchó.

Una noche, Esperanza lo encontró llorando con una foto de su esposa fallecida, Mercedes. Le confesó su historia: la muerte de su mujer, la traición de su hijo Roberto y su hermano Fermín, quienes le robaron y conspiraron contra él. Le contó cómo los desheredó y desapareció para viajar por el mundo, hasta que la nostalgia lo trajo de vuelta a su tierra natal, donde colapsó. Esperanza escuchó sin juzgar, aunque la presencia de un hombre tan rico y a la vez tan desvalido le generaba dudas.

El conflicto estalló una mañana cuando una camioneta Toyota Hilux negra llegó al pueblo. Eran Fermín (el hermano traidor), Fermín Junior (el sobrino) y una mujer elegante. Buscaban a Aurelio. Ofrecieron dinero por información. Al enterarse, Esperanza corrió a avisar a Aurelio, pero él se negó a esconderse.

—Siempre llegan —dijo con resignación—. No voy a permitir que la lastimen a usted por mi culpa.

Los sobrinos entraron al patio con arrogancia. Intentaron sobornar a Esperanza con diez mil pesos, pero ella los rechazó con dignidad. La tensión subió cuando Fermín Junior amenazó con declarar a Aurelio mentalmente incapacitado para quedarse con todo. Fue entonces cuando revelaron la verdad: Aurelio era el dueño de todo, incluso de la tierra donde estaba la casa de Esperanza.

—Técnicamente le debes años de renta atrasada —dijo Fermín Junior con crueldad.

Aurelio admitió ser el dueño, avergonzado. Los sobrinos se marcharon prometiendo volver con una orden judicial. Esperanza, herida por el engaño, se encerró a llorar. Durante dos días, el silencio reinó en la casa. Esperanza se sentía utilizada y estúpida por no haber visto las señales.

Finalmente, la tercera noche, Aurelio la confrontó en el patio.

—Esperanza, por favor, déjeme explicarle —suplicó el anciano. —Ya entendí todo lo que necesitaba entender. Usted es el dueño de estas tierras y nunca me lo dijo. —Tiene razón. Debí decírselo. Pero tuve miedo. —¿Miedo de qué? —De que dejara de verme como a una persona. Toda mi vida, el dinero lo ha pervertido todo. La gente se acerca por interés. Cuando usted me recogió en ese camino, yo era solo un viejo enfermo. Y usted me cuidó sin saber quién era yo, sin esperar nada a cambio…

Aurelio hizo una pausa y tomó aire, la voz temblorosa pero firme, retomando la frase que había quedado pendiente en el aire de la noche:

—Usted me dio abrigo sin saber, sin interés en mi fortuna, solo por pura humanidad. Eso, Esperanza, es lo único verdadero que he tenido en los últimos cuarenta años. Por primera vez, alguien me cuidó a mí, a Aurelio, no a la cuenta bancaria.

Esperanza lo miró a los ojos. Ya no veía al magnate, sino al anciano frágil que había arrastrado por el camino. Su enojo se desvaneció, reemplazado por una tristeza compartida.

—Don Aurelio —dijo ella suavemente—, el dinero no compra el cariño, pero la mentira mata la confianza. —Lo sé. Y pretendo repararlo. Pero necesito su ayuda una última vez. Mañana volverán. Y si logran llevarme, San Pedro Mixtepec desaparecerá. Venderán todo a una minera; ya vi los prospectos en el maletín de Fermín. Destruirán su casa, el mercado, todo. —¿Qué podemos hacer? Son gente poderosa. —Necesito hacer una llamada. Mencioné a un abogado, Gerardo Montoya. Él ha sido mi albacea leal por décadas. Si logro hablar con él antes de que vuelvan, tendremos una oportunidad.

Esperanza recordó que el maestro de la escuela rural tenía una antena satelital para internet que a veces funcionaba. Corrieron allá en medio de la noche. Aurelio, con manos temblorosas, logró enviar un correo electrónico y hacer una llamada entrecortada.

—Está hecho —dijo al colgar, con una sonrisa cansada—. Ahora solo queda esperar.

Dos días después, la camioneta negra regresó. Esta vez venía acompañada por dos patrullas de la policía estatal y un hombre con aspecto de notario. El pueblo entero salió a las calles, formando una barrera silenciosa alrededor de la casa de Esperanza.

Fermín Junior bajó del vehículo, triunfante, agitando un papel.

—¡A un lado! Traemos una orden judicial para el traslado inmediato del señor Aurelio Castellanos a una clínica psiquiátrica en la ciudad. Y una orden de desalojo para esta propiedad.

Esperanza se paró frente a la puerta de su casa, cruzada de brazos. —Aquí no entra nadie sin permiso.

—Quítese, vieja, o la quitamos —amenazó el sobrino.

—¡Un momento!

La voz resonó desde la entrada del pueblo. Un automóvil sedán, modesto y polvoriento, se abrió paso entre la gente. De él bajó un hombre bajo, de anteojos gruesos y con un maletín de cuero desgastado. Era el Licenciado Montoya.

—¿Quién diablos es usted? —ladró Fermín padre.

—Soy el representante legal del señor Aurelio Castellanos y apoderado de Agropecuaria Castellanos S.A. de C.V. —dijo Montoya con calma, ajustándose las gafas—. Y lamento informarles que esa orden judicial que traen carece de validez.

—¡Es una orden firmada por un juez federal! —gritó Fermín Junior.

—Basada en la premisa de que el señor Aurelio es el propietario de los bienes en disputa —respondió Montoya, sacando una carpeta de su maletín—. Pero el señor Aurelio ya no posee nada.

Un murmullo recorrió la multitud. Aurelio salió de la casa, apoyado en su bastón, y se paró junto a Esperanza.

—¿De qué hablas? —preguntó Fermín, pálido.

—Hace cuarenta y ocho horas —explicó Aurelio con voz potente—, firmé digitalmente la transferencia total de mis activos. Las tierras de San Pedro Mixtepec, incluyendo el casco de la hacienda y los campos de cultivo, han sido donadas bajo la figura de “Ejido Colectivo” a los habitantes de este pueblo.

Aurelio señaló a Esperanza.

—Y la casa donde estamos parados, junto con las huertas circundantes, son propiedad privada de la señora Esperanza Mendoza, en agradecimiento por servicios humanitarios.

—¡Eso es ilegal! ¡Estás loco! —chilló la mujer de las gafas oscuras—. ¡Impugnaremos!

—Pueden intentarlo —intervino Montoya—. Pero la donación es irrevocable y se hizo estando el señor en pleno uso de sus facultades, certificado por un médico forense que traje conmigo desde Oaxaca esta mañana, antes de que ustedes llegaran. Además, las cuentas bancarias han sido transferidas a un fideicomiso benéfico para la construcción de una carretera y un hospital en la región. Ustedes, queridos sobrinos, han sido desheredados por causa de ingratitud, artículo comprobable gracias a las amenazas grabadas por el sistema de seguridad de mi teléfono… que, por cierto, recuperé hace unos días.

Fermín y su hijo parecían a punto de estallar. Miraron a los policías, esperando que actuaran, pero los oficiales, al ver los documentos sellados que mostraba Montoya y la multitud de campesinos con machetes y palos que los rodeaban, decidieron que no valía la pena el riesgo.

—Vámonos —dijo Fermín padre, con la voz ahogada por la rabia—. Esto no se queda así, Aurelio. Te vas a podrir en este agujero.

—Es probable —respondió Aurelio sonriendo—, pero me podriré feliz y en compañía de gente decente. Fuera de mi pueblo.

La camioneta negra dio la vuelta y se alejó levantando polvo, esta vez para siempre.

El pueblo estalló en vítores. La gente abrazaba a Aurelio, le daban la mano, algunos lloraban. Él, sin embargo, solo tenía ojos para Esperanza.

—Le dije que Dios proveería —dijo ella, con los ojos húmedos. —Y proveyó —contestó él—, pero no fui yo, Esperanza. Fue usted. Usted me salvó a mí, y al hacerlo, nos salvó a todos.

Aurelio vivió cuatro años más en San Pedro Mixtepec. No volvió a ser rico, pero nunca le faltó nada. Vivió en el cuarto que Esperanza le construyó en el patio, ahora ampliado y cómodo. Se convirtió en el abuelo que los niños del pueblo no tenían y en el consejero de los agricultores que ahora trabajaban su propia tierra.

Cuando murió, una tarde tranquila de noviembre, no hubo funerales de estado ni esquelas en los periódicos nacionales. Pero todo San Pedro Mixtepec cerró sus puertas para acompañarlo al panteón municipal. Lo enterraron bajo un árbol de mezquite, con una cruz de madera sencilla.

Esperanza, ahora matriarchal y respetada, visitaba su tumba cada domingo. Llevaba flores frescas y se sentaba a platicar con él un rato. A veces, cuando el viento soplaba desde los cerros y agitaba los campos verdes que ya no eran ajenos, le parecía escuchar la voz ronca del anciano repitiendo aquella verdad que cambió sus vidas: “No tengo a nadie… excepto a ustedes”.

Y Esperanza sonreía, sabiendo que, al final, el hombre más rico de la región se había ido con la única riqueza que valía la pena llevarse: el amor de una familia que él mismo había elegido.