
—«No me engañe…» —respondió ella, con firmeza, aunque su voz se quebró apenas perceptiblemente.
Yo la miré a los ojos, los mismos ojos que había soñado durante treinta y un años. —«No te estoy engañando, María. Tú eres mi hija.»
Se tensó, como si le hubiera dado un golpe. Su mano apretó más fuerte las esposas en mis muñecas.
—«¿Qué dijo?» —susurró, con los labios temblando.
—«El 15 de marzo de 1993… tu madre, Ana, desapareció contigo. Yo… yo soy Roberto Méndez. Tu verdadero padre.»
Por un instante, vi el miedo y la incredulidad pelear en su rostro. Pero luego, algo más apareció: duda. Una chispa.
—«Mi madre me dijo que mi papá nos había abandonado» —respondió, más para sí misma que para mí.
—«Eso no es verdad» —repliqué con la voz quebrada—. «Te busqué cada día de mi vida. Nunca dejé de buscarte. Contraté detectives, fui a juzgados, recorrí ciudades enteras… jamás me rendí.»
Ella parpadeó rápido, como si intentara contener una tormenta. Luego me apartó bruscamente. —«Eso… eso lo puede decir cualquiera.»
—«¿Recuerdas la marca bajo tu oreja izquierda?» —pregunté.
Sus ojos se abrieron de golpe.
—«En forma de luna creciente» —continué—. «La besaba cada noche cuando eras bebé, y te hacía reír. Solo yo lo hacía. Ni siquiera tu madre lo hacía porque decía que era una superstición.»
Se quedó helada. Sus labios se entreabrieron, y por primera vez perdió su compostura de oficial.
—«¿Cómo… cómo sabe eso?» —preguntó en un susurro ahogado.
—«Porque soy tu padre.»
Un silencio pesado se interpuso entre nosotros. El ruido lejano de los coches en la carretera parecía desvanecerse.
María Fernanda bajó lentamente la mano de su arma. Yo la vi luchar contra cada enseñanza, contra cada mentira que le habían contado. Sus ojos se humedecieron.
—«Treinta y un años…» —murmuró ella, apenas audible.
Asentí, con lágrimas cayendo por mis mejillas. —«Treinta y un años buscándote, mija.»
Finalmente, sus manos temblorosas aflojaron las esposas. El metal cayó con un chasquido sordo.
Ella me miró fijamente, con lágrimas corriendo ahora libremente por su rostro. Luego, como si algo en su interior se rompiera, me abrazó.
El mundo entero desapareció en ese instante. La carretera, las sirenas, el dolor de los años. Solo quedamos ella y yo, unidos después de tres décadas de ausencia.
—«Papá…» —susurró contra mi hombro, y sentí que mi corazón, roto durante tanto tiempo, por fin se recomponía.
Ana había mentido. Ricardo López había construido un muro de engaños. Pero la verdad, enterrada por treinta y un años, había salido a la luz en el lugar más improbable: una parada en carretera.
Esa noche, no fui arrestado. Esa noche, recuperé a mi hija.
Y aunque el tiempo perdido nunca volvería, supe con certeza que aún teníamos un futuro.
FIN
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