La tarde del 3 de febrero de 1987 llegó a Morelia con ese aire denso que precede a las tormentas de polvo. En el barrio de Santa María, las bugambilias dejaban caer pétalo sobre el adoquín caliente, mientras las campanas del templo del Carmen marcaban las 5 de la tarde. El olor a tortillas recién hechas se mezclaba con el aroma del café tostado que venía de la tienda de don Casimiro Villalobos. Un hombre de 62 años, viudo desde hacía seis, dueño de la ferretería más antigua del rumbo. Su voz grave resonaba entre los anaqueles de clavos y martillos, y cuando hablaba, hasta los perros callejeros parecían guardar silencio.

Junto a él vivía su hijo menor, Ernesto, un joven de 28 años, recién casado con Lidia Solís, una muchacha llegada de Pátzcuaro 6 meses atrás, de ojos oscuros y manos delicadas que contrastaban con el trabajo rudo de la bodega. La casa de los Villalobos estaba en la esquina de Héroes de Nocupétaro con Madero, una construcción de dos pisos con balcones de hierro forjado y macetas de geranios que Lidia regaba cada mañana antes de que saliera el sol. En el patio trasero crecía un jacarandá inmenso que en primavera llenaba el suelo de flores lilas y bajo su sombra don Casimiro acostumbraba a tomar café después del almuerzo, repasando las facturas con lápiz de carpintero mientras las cigarras cantaban en el follaje.

Aquella tarde de febrero, mientras Ernesto descargaba costales de cemento en un taller mecánico del otro lado de la ciudad, Lidia barría el piso de la ferretería. El polvo se levantaba en espirales doradas bajo la luz oblicua que entraba por la puerta trasera. Don Casimiro apareció desde el fondo cargando una caja de bisagras y le pidió ayuda para alcanzar un estante alto. Ella subió la escalera de madera, sintiendo la mirada del suegro clavada en sus tobillos. Cuando bajó, él no se había movido. Estaba ahí, demasiado cerca, con una expresión que no era de autoridad ni de reproche, sino de algo más peligroso: familiaridad.

“Gracias, muchacha”, dijo rozándole apenas el brazo. Fue un roce que duró menos de un segundo, pero Lidia lo sintió como una quemadura.

Esa noche, mientras preparaba el pozole para la cena, sus manos temblaban sin razón aparente. Ernesto lo notó y preguntó si se sentía mal. Ella negó, dijo que era el calor, pero evitó mirarlo a los ojos. En la madrugada despertó sobresaltada por un sueño que no recordaba. Con el corazón acelerado y la respiración entrecortada, escuchó pasos en el corredor, pasos lentos que se detuvieron frente a su puerta. Esperó en silencio, sin atreverse a moverse. Los pasos siguieron de largo, pero ella no pudo volver a dormir.

En las semanas siguientes, el barrio empezó a notar pequeñas alteraciones en el orden cotidiano. Lidia llegaba sola a misa de siete, cuando antes iba del brazo de Ernesto. Don Casimiro, siempre tan reservado, comenzó a aparecer en el mercado los jueves por la mañana, justo cuando ella compraba verduras. Las comadres del puesto de flores lo vieron cargarle las bolsas hasta la camioneta. No dijeron nada en ese momento, pero se miraron entre ellas con esa complicidad que antecede al chisme. El jueves siguiente, doña Esperanza se quedó parada en el puesto de tomates, solo para confirmar. Ahí estaban de nuevo el viejo y la nuera, hablando en voz baja junto a los chiles poblanos. Él le preguntaba si necesitaba dinero para la despensa. Ella negaba con timidez. Él insistía metiéndole unos billetes en la mano. La escena duró apenas 30 segundos, pero fue suficiente.

Doña Esperanza, la vecina de enfrente, fue la primera en formular en voz alta lo que otros apenas pensaban. “Ese viejo anda raro con la nuera”, le dijo a su comadre Refugio mientras desgranaban maíz en el portal. “No digo que haya algo, pero la mira como no debería mirarla”.

Refugio asintió despacio, masticando las palabras antes de soltarlas. “Y ella no se hace la desentendida. Ayer la vi salir del cuarto de él a las 6 de la mañana cuando Ernesto ya se había ido a entregar pedidos”.

El rumor comenzó a circular como el viento de marzo, invisible, pero constante, levantando polvo en cada esquina. El barrio de Santa María tenía sus propias leyes no escritas. Las mujeres se reunían en la panadería de doña Chona cada miércoles después de misa y ahí se decidía el destino moral de las familias. Si una muchacha salía sola después de las 8 de la noche, era tema de conversación durante semanas. Si un hombre visitaba la cantina más de tres veces por semana, su esposa recibía miradas de lástima en el mercado. Y si alguien rompía el orden sagrado de los lazos familiares, el castigo era el silencio, ese silencio pesado que mata sin hacer ruido.

Lidia empezaba a sentir ese peso sobre los hombros cada vez que caminaba por la calle. Las vecinas dejaban de saludarla. Los tenderos le daban el cambio sin mirarla a los ojos. Hasta los niños parecían evitarla cuando jugaba en la banqueta. Una tarde, mientras compraba hilo en la mercería, escuchó a dos señoras murmurar detrás de ella. “Pobrecito Ernesto, tan buen muchacho y con esa cruz”. La otra respondió, “Es que las de Pátzcuaro vienen con mañas.” Lidia apretó el hilo entre los dedos hasta que le dolieron los nudillos, pero no volteó. Pagó y salió con la cabeza en alto, aunque por dentro se estaba desmoronando.

Ernesto notaba el cambio sin poder nombrarlo. Su esposa se había vuelto distante, evitaba sus abrazos en la cama. Decía que le dolía la cabeza cuando él intentaba acercarse. Su padre, por su parte, se mostraba inusualmente generoso. Le dio a Lidia dinero para comprarse un vestido nuevo, algo que jamás había hecho con las esposas de sus otros hijos.

Una noche, mientras cenaban pozole en silencio, Ernesto preguntó por qué su padre trataba tan bien a Lidia. “Porque es buena muchacha y trabaja duro”, respondió don Casimiro sin levantar la vista del plato. Pero había algo en su tono, una especie de desafío apagado que hizo que Ernesto perdiera el apetito.

Esa noche no pudo dormir. Se quedó mirando el techo de madera, escuchando los grillos en el patio y el respirar pausado de Lidia a su lado. Sentía que algo se estaba rompiendo, pero no sabía cómo detenerlo. Alrededor de las 3 de la mañana escuchó crujir las tablas del piso en el corredor. Se levantó sin hacer ruido y se asomó por la rendija de la puerta. Vio la sombra de su padre pasar frente al cuarto. El viejo se detuvo ahí durante unos segundos que parecieron eternos. Luego siguió hacia el baño. Ernesto volvió a la cama con el estómago hecho nudo.

Los domingos se volvieron el escenario de una tensión insoportable. La familia tenía la costumbre de visitar a los hermanos mayores de Ernesto, que vivían en el rumbo de Chapultepec. Pero Lidia comenzó a inventar excusas para no ir. Decía que tenía que lavar ropa, que la casa estaba sucia, que le dolía el estómago. Don Casimiro también se quedaba, argumentando que tenía que revisar las cuentas de la ferretería o reparar alguna gotera en el techo.

Ernesto se marchaba solo, sintiendo en el pecho un peso que crecía semana tras semana. Durante esas horas vacías, el barrio entero parecía contener la respiración, esperando que alguien confirmara lo que todos sospechaban. Doña Esperanza se plantaba en su ventana fingiendo regar las plantas, pero en realidad vigilando los movimientos en la casa de enfrente. Vio a don Casimiro salir al patio en camiseta. Vio a Lidia tender ropa con movimientos lentos. Vio como sus miradas se cruzaban por encima de las sábanas blancas. No necesitaba más pruebas. Una tarde, mientras barría la banqueta, le comentó a la vecina de al lado, “Ya no sé si es descaro o locura, pero esos dos no se esconden.” La vecina asintió santiguándose. “Dios los va a castigar, ya verás”.

El escándalo explotó sin violencia, como suelen explotar las cosas más graves, con un detalle insignificante que lo desnudó todo. Fue en la fiesta patronal del 19 de marzo, cuando se celebraba a San José. La plaza estaba llena de vendedores ambulantes, música de banda y niños corriendo entre los puestos de algodón de azúcar. Lidia apareció con un rebozo nuevo de seda color vino, bordado con hilos de oro que brillaban bajo las luces de colores.

Doña Esperanza lo reconoció de inmediato. “Ese rebozo lo vendían en la tienda de don Heriberto y costaba más de lo que gana una muchacha en tres meses”, murmuró a sus amigas. Minutos después vieron a don Casimiro acercarse a Lidia, ajustándole el rebozo sobre los hombros con una ternura que no cabía entre suegro y nuera. Sus dedos rozaron el cuello de ella. Se demoraron ahí un segundo de más. La gente dejó de bailar por un instante solo para mirar.

Ernesto, que acababa de llegar de comprar refrescos, vio la escena desde lejos. No dijo nada, simplemente dejó las botellas en una banca y se fue caminando hacia la oscuridad de las calles traseras. Caminó hasta el río, se sentó en una piedra grande y lloró mirando el agua negra que corría bajo el puente viejo. Las luces de la fiesta se veían a lo lejos, como estrellas caídas, y la música llegaba distorsionada por el viento. Ernesto se quedó ahí hasta el amanecer, fumando cigarros que le había comprado a un vendedor ambulante, uno tras otro, hasta que la caja quedó vacía y el cielo se tiñó de gris.

Esa mañana el joven no regresó directo a casa. Primero fue a la ferretería, abrió la reja con manos temblorosas y se sentó en el mostrador. Miró los estantes llenos de herramientas, los martillos colgados en orden perfecto, las cajas de tornillos etiquetadas con la letra pulcra de su padre. Todo estaba en su lugar, excepto su vida.

Alrededor de las 8 llegó don Casimiro. Traía el mismo pantalón de la noche anterior, arrugado y con manchas de polvo. Se detuvo al ver a su hijo ahí. “¿Qué haces levantado tan temprano?”, preguntó con voz ronca.

Ernesto lo miró a los ojos. “Papá, necesito que me diga la verdad. Usted y Lidia…” No pudo terminar la frase.

Don Casimiro dejó las llaves sobre el mostrador, se sirvió un vaso de agua del garrafón y bebió despacio. Finalmente habló. “La vida es más complicada de lo que te enseñaron en la escuela, hijo. A veces las cosas pasan sin que nadie las busque”.

Ernesto sintió que el piso se abría bajo sus pies. “¡Eso no es una respuesta!”, gritó golpeando la mesa con el puño. Las cajas de clavos temblaron. El viejo se levantó, caminó hacia la puerta y antes de salir dijo, “Es la única que vas a recibir.” La puerta se cerró con un golpe seco que resonó en el silencio de la mañana.

Durante los días siguientes, la casa se convirtió en un mausoleo. Lidia se encerraba en su cuarto, salía solo para cocinar y volvía a esconderse. Preparaba frijoles y arroz sin sazón, dejaba los platos en la mesa y subía las escaleras corriendo. Don Casimiro pasaba las tardes en la ferretería atendiendo a los clientes con una expresión pétrea. Cuando alguien preguntaba por Ernesto, respondía que estaba enfermo. Ernesto dormía en el cuarto de herramientas sobre un petate, negándose a compartir techo con su esposa.

Los vecinos dejaron de saludar. Cuando alguno de los Villalobos pasaba por la calle, las conversaciones se interrumpían. El silencio era su condena. En la panadería, doña Chona dejó de venderle pan a Lidia. En la carnicería, don Raúl le daba los peores cortes. En el mercado, las mujeres se apartaban cuando ella pasaba, como si su pecado fuera contagioso. Una mañana, mientras compraba jitomates, una señora le escupió en el suelo al pasar junto a ella. Lidia no dijo nada, pagó los jitomates y se fue con la cabeza gacha, apretando la bolsa contra el pecho.

Una tarde de principios de abril, Ernesto subió al cuarto de Lidia. La encontró sentada en la cama con las manos sobre el regazo, mirando por la ventana. “Necesito saber”, dijo él cerrando la puerta. “Necesito que me digas si es verdad”.

Lidia no volteó. Siguió mirando hacia afuera, hacia el jacarandá del patio que empezaba a soltar flores lilas. “¿Qué quieres que te diga?”, preguntó con voz hueca.

“Que me digas que no pasó nada, que todo es mentira de la gente”.

Ella guardó silencio durante largo rato. Cuando finalmente habló, sus palabras salieron como pedazos de vidrio. “No puedo decirte eso”.

Ernesto se dejó caer contra la pared, sintiendo que algo dentro de él moría para siempre. “¿Por qué?”, preguntó. “¿Por qué lo hiciste?”

Lidia cerró los ojos. “Porque me sentía sola, porque tú nunca estabas, porque él me veía como si yo importara”. No había justificación en su voz, solo cansancio.

Ernesto salió del cuarto sin decir más, bajó las escaleras, tomó las llaves del camión y se fue. No volvió en tres días.

A mediados de abril, don Casimiro cerró la ferretería sin aviso. Colgó un letrero que decía “Cerrado por inventario” y desapareció. Algunos dijeron que se fue al rancho de un primo en Zinapécuaro, otros que tomó un camión a Guadalajara. Nadie lo vio partir, simplemente una mañana su camioneta ya no estaba. Dejó las llaves de la ferretería sobre la mesa de la cocina junto con un sobre que contenía 5000 pesos y una nota breve: “Para que se arreglen solos”.

Ernesto leyó la nota, la rompió en pedazos y la tiró al fuego del fogón. Vio como las letras se retorcían y se volvían ceniza negra.

Lidia aguantó dos semanas más en esa casa que se había vuelto una cárcel. Una tarde de finales de abril, mientras llovía con esa furia repentina de las tormentas que llegan sin avisar, hizo una maleta pequeña. Metió dos vestidos, ropa interior, una foto de su madre y un rosario de madera. Cerró la maleta y bajó las escaleras. Ernesto estaba sentado en la sala mirando la pared. Ella pasó frente a él sin decir palabra. Cuando llegó a la puerta, él habló.

“¿A dónde vas?”

Lidia se detuvo sin voltear. “No lo sé. Lejos”.

Ernesto asintió, aunque ella no podía verlo. “Está bien”. La puerta se cerró. Lidia caminó bajo la lluvia hasta la terminal de autobuses, subió al primero que salía hacia Pátzcuaro y se fue.

Cuando llegó a su pueblo, su familia no la recibió bien. Su padre le cerró la puerta en la cara. “Aquí no hay lugar para mujeres perdidas”, le dijo. Lidia se quedó en un cuarto rentado cerca del lago, cosiendo para sobrevivir.

Ernesto intentó mantener la ferretería abierta durante mayo, pero los clientes dejaron de ir. Nadie quería comprarle al hijo del escándalo. Las ventas cayeron a casi nada. A finales del mes cerró definitivamente y colgó las rejas con candado. Empacó sus cosas en dos cajas de cartón y se fue a Uruapan, donde un conocido le había conseguido trabajo en una construcción. No se despidió de nadie. Simplemente se fue una madrugada cuando las calles todavía estaban oscuras y los perros dormían en las esquinas.

El barrio no perdonó. Durante meses, cada vez que alguien pasaba frente a la ferretería clausurada, murmuraba algo. Los niños inventaron canciones crueles sobre el viejo y la nuera. Las mujeres usaban el caso como advertencia para sus hijas. “Mira lo que pasa cuando te quedas sola con los hombres de la casa”.

Los domingos, el padre del templo dedicaba sus sermones a la tentación, la carne débil y la importancia de los límites. Nunca mencionaba nombres, pero todos sabían. Hablaba de la serpiente en el jardín, del pecado que se esconde en la familiaridad, del fuego que consume desde adentro. Las mujeres asentían con fervor. Los hombres bajaban la vista avergonzados. El sermón se repetía cada mes, como si el padre necesitara recordarle al barrio que el mal podía anidar en cualquier hogar.

Un año y medio después, en octubre de 1988, Lidia regresó. Llegó en un autobús de segunda cargando un bebé de pocos meses en brazos. El niño tenía los ojos grises y el cabello rizado. Se instaló en la misma casa de los Villalobos, ahora vacía y descuidada. Las paredes estaban húmedas, las ventanas rotas, el patio lleno de hierba. Cuando las vecinas le preguntaron de quién era el niño, Lidia respondió que de una prima que había muerto en el parto y que ella lo había adoptado por caridad cristiana.

Nadie le creyó. El niño se parecía demasiado a don Casimiro, pero nadie dijo nada en voz alta, simplemente dejaron de hablarle. Lidia caminaba por el mercado como un fantasma, compraba lo necesario, pagaba en silencio y se iba. Los tenderos le daban el cambio sin tocarle la mano, poniéndolo sobre el mostrador para evitar el contacto. Una vez, una señora joven que acababa de llegar al barrio intentó saludarla. Las vecinas la apartaron. “No te juntes con esa”, le dijeron. “Trae mala suerte”.

Don Casimiro reapareció 3 años más tarde, en el verano de 1991. Estaba irreconocible, flaco, encorvado, con la barba crecida y las manos temblorosas. Ya no tenía ferretería ni dinero. Vivía de la caridad de un sobrino que le daba comida a cambio de que barriera el taller mecánico. Los domingos se sentaba en una banca del jardín frente a la fuente seca, mirando jugar a los niños. Entre ellos estaba el hijo de Lidia, un niño de cabello rizado que corría descalzo por el adoquín. Don Casimiro lo observaba con una expresión imposible de descifrar, mezcla de dolor y ternura. El niño nunca se le acercó. Tal vez Lidia le había advertido que no lo hiciera. Tal vez el niño simplemente sentía que ese viejo era peligroso de alguna manera que no podía entender.

Una tarde, el niño perdió su pelota y rodó hasta los pies del viejo. Don Casimiro la recogió y se la extendió. El niño lo miró a los ojos durante un segundo eterno, tomó la pelota y salió corriendo sin decir gracias.

En 1993, durante las fiestas de septiembre, el niño ya tenía 5 años y jugaba fútbol con otros chiquillos en la calle. Don Casimiro se acercó una tarde cargando una pelota nueva que había comprado con las monedas que juntó durante semanas. Se la ofreció al niño sin decir palabra. El niño miró la pelota, miró al viejo y salió corriendo hacia su casa gritando, “¡Mamá! ¡Mamá!”. Lidia salió a la puerta, vio a don Casimiro parado en medio de la calle con la pelota en las manos y simplemente negó con la cabeza. El viejo dejó la pelota en el suelo y se fue caminando despacio con los hombros caídos. La pelota quedó ahí durante días hasta que alguien se la llevó. Esa noche, don Casimiro lloró en su cuarto de la vecindad con un llanto seco que nadie escuchó.

La vida siguió su curso. Morelia creció. Llegaron nuevas familias al barrio. Las viejas historias se diluyeron bajo el peso de los años. Pero en Santa María, cada vez que alguien pasaba por la calle Héroes de Nocupétaro y veía la fachada de la antigua ferretería con las rejas oxidadas y el letrero descolorido que todavía decía “Ferretería Villalobos. Desde 1959”, recordaba.

Los más viejos contaban a los jóvenes lo que había pasado, siempre en voz baja, como si las paredes todavía pudieran escuchar. Decían que el viejo había muerto de tristeza, que la nuera había perdido la razón, que el hijo se había ahorcado en Uruapan. Pero nada de eso era cierto. La verdad era más simple y más dolorosa. Todos siguieron vivos, arrastrando su culpa como cadenas invisibles.

Lidia envejeció sola, dedicándose a la costura. Nunca se volvió a casar. Su hijo creció sin saber toda la verdad, o al menos fingiendo no saberla. Se llamaba Diego y de adolescente preguntó por su padre. Lidia le dijo que había muerto en un accidente cuando él era bebé. Diego aceptó la mentira porque era más fácil que buscar la verdad. Estudió en la secundaria técnica, aprendió mecánica automotriz, consiguió trabajo en un taller. Era un muchacho callado, serio, que evitaba las fiestas y las reuniones sociales. La gente del barrio lo miraba con curiosidad, mezclada con lástima, preguntándose si llevaba en la sangre el pecado de sus padres. Las muchachas lo evitaban. Cuando alguna se interesaba en él, su madre le advertía, “Ese muchacho trae historia negra”. Diego nunca tuvo novia formal. A los 25 años se fue a trabajar a la Ciudad de México. Escribía a su madre una vez al mes, cartas breves que solo hablaban del clima y del trabajo.

En el año 2000, don Casimiro enfermó de los pulmones, tosía sangre y no podía caminar más de 10 metros sin fatigarse. El sobrino que lo mantenía lo llevó al hospital general, pero los doctores dijeron que no había mucho que hacer. Era cuestión de meses. Durante esas semanas finales, el viejo pidió ver a Diego. El sobrino le dijo a Lidia y ella se negó rotundamente. “Ese hombre no tiene nada que decirle a mi hijo”, respondió.

Pero Diego, que ya tenía 12 años y había escuchado suficientes rumores en la calle, decidió ir por su cuenta. Una tarde, sin avisar a su madre, caminó hasta el cuarto que don Casimiro rentaba en una vecindad cerca del mercado. Tocó la puerta, el viejo abrió, lo vio y sus ojos se llenaron de lágrimas. “Pasa muchacho”, dijo con voz quebrada. Diego entró. El cuarto olía a medicinas y humedad. Estuvieron sentados frente a frente durante largo rato en silencio. Finalmente, don Casimiro habló. “Solo quería verte antes de irme. Solo quería saber que estás bien”.

Diego asintió. “Estoy bien”. No preguntó nada más. No dijo “abuelo”. No dijo “usted”. Solo se levantó, se despidió con un movimiento de cabeza y salió. Nunca volvió. Esa noche lloró en su cama sin entender por qué.

Don Casimiro murió tres semanas después, en noviembre de 2000. Fue enterrado en el panteón municipal en una tumba sin flores y sin lápida. Solo asistieron el sobrino y dos conocidos del taller. Lidia no fue. Diego tampoco. Cuando Lidia se enteró de la muerte, se sentó en la cocina y lloró durante horas. No era llanto de tristeza ni de arrepentimiento. Era llanto de agotamiento, de una vida entera cargando un secreto demasiado pesado. Esa noche escribió en su cuaderno, “Dios sabe lo que nadie quiso entender”. Cerró el cuaderno y nunca volvió a abrirlo.

Ernesto, el esposo abandonado, nunca regresó a Morelia de forma permanente. Se supo que formó otra familia en Uruapan, que tuvo dos hijas con una mujer del lugar, que trabajó en construcción hasta jubilarse. En 2010, cuando su madre murió, sus hermanos le avisaron y él vino para el funeral. Pasó por la casa de Santa María, vio las paredes descarapeladas, las ventanas con vidrios rotos y siguió de largo. No quiso saber nada. Esa noche en el velorio alguien le preguntó por Lidia. “No sé nada de esa mujer”, respondió con voz dura. “Para mí está muerta desde hace años”. Se fue al día siguiente sin despedirse de nadie. Sus hermanos intentaron convencerlo de quedarse, pero él negó. “Aquí no tengo nada”, dijo. Subió al autobús y miró por la ventana mientras Morelia se alejaba. No sintió nostalgia, solo alivio.

Lidia vivió hasta 2018. Murió de un infarto mientras cosía un vestido para una quinceañera. La encontraron sus vecinas cuando fueron a buscarla porque no había abierto la puerta en dos días. Estaba sentada en su máquina de coser con la aguja todavía enhebrada. Diego organizó un velorio sencillo en una funeraria pequeña. Poca gente asistió. Durante el rosario, una señora anciana se acercó a Diego y le dijo, “Tu mamá fue una buena mujer que cometió un error. No la juzgues”. Diego no respondió. No sabía qué decir.

Cuando revisaron las cosas de Lidia, encontraron entre sus pertenencias un cuaderno con apuntes de cuentas, recetas de cocina y en la última página aquella frase: “Dios sabe lo que nadie quiso entender. No había firma ni fecha.” Diego leyó la frase varias veces, la arrancó del cuaderno, la dobló y la guardó en su cartera. Todavía la lleva ahí, aunque nunca se la ha mostrado a nadie.

Hoy, la casa de los Villalobos sigue en pie. La habita una familia que llegó de Guanajuato hace 5 años y que no conoce la historia. Pintaron las paredes de amarillo, arreglaron el patio, cortaron el jacarandá porque estaba enfermo. Pero los vecinos más antiguos aseguran que en las noches de febrero, cuando sopla el viento seco, se escucha el ruido metálico de herramientas chocando en la bodega vacía. Nadie entra a comprobarlo. Algunos misterios es mejor dejarlos cerrados, como esa ferretería que nunca volvió a abrir.

El letrero todavía está ahí, descolorido por el sol y la lluvia con letras que apenas se pueden leer: “Ferretería Villalobos. Desde 1959”. Los turistas que pasan camino al centro histórico lo fotografían a veces, pensando que es una reliquia pintoresca del pasado. No saben que detrás de esas rejas oxidadas hay una historia que el barrio decidió enterrar en vida.

Una verdad macabra que nadie quiso ver, pero que todos conocían desde el principio. Porque en Morelia, en 1987, lo que nadie quiso ver fue exactamente aquello que todos supieron desde el inicio: que el deseo no respeta lazos de sangre, que la soledad empuja a la gente hacia abismos imposibles, que las familias guardan secretos más oscuros que cualquier leyenda, y que algunas culpas no se lavan ni con décadas de silencio, ni con todas las oraciones del mundo. No.