La Venganza Dulce y Silenciosa

Llevaba más de una década viviendo en mi acogedora casita. La vida era predecible, tranquila, una rutina que apreciaba como si fuera un tesoro. Pero esa paz se desvaneció el día que Linda se mudó a la casa de al lado. Ella era la encarnación del caos, la estridencia, la molestia en forma de vecina. Una tarde, su golden retriever, un animal dulce e inocente, entró en mi patio trasero. Se enredó en una de mis rosaledas, y una pequeña espina se le clavó en la pata. Oí su gemido y, sin pensarlo dos veces, lo saqué con cuidado y le quité la espina. Le di unas palmaditas en la cabeza y lo devolví a Linda, quien me miró con una expresión que confundí con gratitud.

Pero al día siguiente, el horror comenzó. Encontré una nota pegada en la puerta. Decía, con una letra infantil y amenazadora: “Me debes 2000 dólares por el tratamiento de mi perro”. Era tan absurdo que casi me río. El perro tenía un pequeño rasguño, apenas una marca. Le ofrecí 100 dólares como gesto de buena voluntad, para evitar problemas, pero su respuesta fue un desdén frío: “O PAGAS O TE ARREPENTIRÁS.” “ESO.” Desde ese día, Linda se convirtió en una pesadilla constante. Mis cubos de basura aparecían volcados por las mañanas, tocaba la bocina de su coche durante minutos mientras pasaba frente a mi casa, y me hacía gestos obscenos cada vez que la veía. La gota que colmó el vaso llegó cuando regresé a casa después de pasar dos días en el hospital con mi marido. Mis ventanas estaban pintadas con pintura roja y amarilla, y había una nota en la puerta que decía: “¡SOLO PARA ALEGRAR TUS DÍAS!”.

Estaba furiosa. La rabia me quemaba por dentro, pero en lugar de confrontarla, decidí seguir un camino diferente. Fingí no reaccionar. Fingí que no me importaba. Limpié las ventanas con una calma que no sentía, y Linda, convencida de que había ganado, pensó que podía seguir con sus juegos infantiles y desagradables. Pero se equivocaba. Decidí que era hora de vengarme, no de forma violenta, sino con una venganza lenta y silenciosa, una que la haría dudar de su propia cordura. Así que, esa misma tarde, fui a la ferretería y…

El Plan del Viento

Fui a la ferretería y compré un kit de anzuelos de pesca, tan delgados como un cabello, y un carrete de hilo de nailon transparente. También compré unas pequeñas pilas de reloj y un par de temporizadores de esos que se usan para las luces navideñas. En la tienda de mascotas, compré un par de paquetes de golosinas con un olor particularmente fuerte, de esas que hacen salivar a los perros a metros de distancia. Y, por último, en una tienda de electrónica, compré un par de pequeñas placas de circuito con sensores de movimiento y unos diminutos altavoces.

Mi plan era simple, pero diabólico. Linda adoraba su jardín; era su orgullo, su templo. Pasaba horas podando, regando y cuidando cada flor. Y mi venganza comenzaría allí. Con la oscuridad de la noche como mi aliada, me escabullí a su jardín. Me arrodillé en la hierba húmeda y, con la precisión de un cirujano, enterré los sensores de movimiento cerca de sus plantas más preciadas. Conecté los sensores a los pequeños altavoces, que había camuflado entre las flores. El altavoz más pequeño estaba programado para emitir un sonido casi imperceptible, un “clic-clic-clic” rítmico, como si una plaga de insectos estuviera devorando sus flores.

Al día siguiente, Linda estaba en el jardín, regando sus rosas. De repente, se detuvo, con la cabeza ladeada. La vi agacharse, mirando con atención sus plantas, y luego levantarse con una expresión de desconcierto. Yo, en mi patio, pretendí estar leyendo un libro, pero mis ojos estaban fijos en ella. Por la noche, volví a su jardín. Con los anzuelos de pesca y el hilo de nailon, colgué sus golosinas para perros en las ramas más altas de sus árboles. El olor de las golosinas era dulce y penetrante, atrayendo a las zarigüeyas y a otros animales nocturnos. Los altavoces emitían un suave susurro, un sonido que se confundía con el viento. El sonido se movía de un lado a otro, de un arbusto a un árbol, confundiendo a Linda.

El resultado fue inmediato. Los días se convirtieron en un infierno para Linda. Por la noche, el ruido de los animales nocturnos que intentaban alcanzar las golosinas la mantenía despierta. Durante el día, estaba obsesionada, buscando los insectos que imaginaba que le estaban arruinando su jardín. Me veía con la cara pálida, con ojeras, y fingía no verla, fingía que mi mundo era perfecto.

El Silencio Roto

La frustración de Linda se convirtió en una obsesión. Sus ojos, antes llenos de maldad, ahora estaban llenos de pánico. Sabía que algo estaba pasando, pero no podía probarlo. No había nada visible, nada que pudiera explicar. Su casa era su santuario, pero yo me aseguraría de que no tuviera paz allí tampoco.

Una noche, cuando la vi salir en su coche, volví a entrar en su jardín. Usando un pequeño imán y un hilo de pescar, dejé caer pequeñas monedas en su buzón, una a una, a intervalos irregulares. Las monedas caían con un “clinc”, un sonido que se escuchaba en el silencio de la noche. Y luego, el silencio volvía a reinar.

Al día siguiente, la vi revisar su buzón con una expresión extraña. Me miró, pero no dijo nada. Estaba confundida, sin saber si lo que oía era real o si su mente le estaba jugando una mala pasada. Linda, que era tan ruidosa y caótica, estaba ahora en silencio.

Mi venganza escaló. Compré un par de pequeños sensores de movimiento, de los que se usan para las alarmas de las puertas. Los pegué con una masilla transparente a la puerta de su nevera y a la de su armario de la cocina. Los sensores estaban conectados a un pequeño altavoz, camuflado en una de sus repisas. El altavoz, programado con un retardo, emitía el sonido de un “clinc” cada vez que abría la nevera. El sonido era tan pequeño, tan imperceptible, que Linda dudaba si lo había oído o si era solo un producto de su imaginación.

Pero el altavoz más efectivo fue el que puse en su baño. Con la ayuda de un hilo y un anzuelo, lo colgué detrás de su espejo. Programé el altavoz para que emitiera un “glug-glug-glug” suave y constante, como si una gota de agua estuviera cayendo en su lavamanos, pero solo cuando la luz estaba encendida. Era un sonido que se confundía con el de la tubería, y la volvía loca. La vi entrar y salir del baño, revisando las tuberías, secando el lavamanos, con la cara de una persona que está perdiendo la cabeza.

La Última Jugada

El clímax de mi venganza no fue algo que planeé, sino algo que la paranoia de Linda me regaló. Un día, la vi en su jardín, gritando a sus flores. Le gritaba que se callaran, que no hicieran ruido. Su cara estaba desfigurada por el estrés y la falta de sueño. En ese momento, supe que era hora de dar el golpe final.

Mi marido, que había regresado del hospital, me miró con una mezcla de preocupación y curiosidad. No le había contado mi plan, pero él, que me conocía mejor que nadie, sabía que algo estaba pasando. Le prometí que todo terminaría pronto, que mi venganza no sería para siempre.

Esperé hasta la noche. Linda, con su cordura en las últimas, se había ido a la cama temprano, después de un día de gritos y lágrimas en el jardín. Yo, con mi kit de anzuelos y mi carrete de hilo, me colé en su jardín. Con la precisión de un francotirador, colgué un par de diminutos altavoces en las ventanas de su cuarto. Los altavoces, programados para un retardo, emitían un sonido que era familiar para ella: el sonido de un “clic-clic-clic”, el sonido de los insectos devorando sus flores. Pero esta vez, el sonido era amplificado, un sonido que le taladraba la mente.

Y luego, lo más importante. Escribí una nota, con una letra que se parecía a la de ella, y la puse en la puerta de su buzón. La nota decía: “¡Qué suerte la tuya! ¡Tengo una plaga de insectos en mi jardín que no me deja vivir! ¡Tengo que salir de aquí!”. Al amanecer, Linda salió de su casa con los ojos inyectados en sangre. Vio la nota, la leyó, y la rabia que había sentido por mí, la dirigió hacia sí misma. Su paranoia era tan grande que creyó que la nota era suya, un grito de ayuda que su mente le había escrito. Se subió a su coche y se fue, con la promesa de no volver nunca.

Epílogo: El Precio de la Venganza

Linda se fue y nunca regresó. Su casa, antes ruidosa y llena de caos, se convirtió en un santuario de silencio. La vida, para mí, volvió a la normalidad. La rutina de los días, la paz de mi jardín, el silencio de las tardes, todo regresó. Pero yo no era la misma. Mi corazón, que antes había sido puro y tranquilo, estaba ahora manchado por el veneno de la venganza.

Aprendí que el costo de la venganza es alto. La rabia, la planificación, la mentira… me consumieron de una forma que la crueldad de Linda nunca habría logrado. Me había convertido en lo que odiaba: una persona que usaba la malicia para lastimar a otra.

Años después, vendí mi casa y me mudé a un lugar nuevo, a un lugar donde nadie me conocía. Mi marido, que me había visto cambiar, me dijo que era hora de dejar el pasado atrás. Y lo hice. En mi nueva casa, planté un jardín de rosas, pero esta vez, con espinas más grandes y más fuertes. Como un recordatorio de que a veces, la paz debe ser protegida. Y de que la venganza, aunque dulce, tiene un sabor amargo.