La maleta de Rodrigo estaba abierta sobre la cama, perfectamente organizada como siempre, cuando sentí que algo dentro de mí se quebraba. No era tristeza, ni el peso de la despedida; era algo mucho más peligroso: era libertad.

Veinte días, tres semanas completas, sin su rutina predecible, sin sus horarios militares, sin esa manera de amarme que se había vuelto tan mecánica como respirar. Mi nombre es Valentina, tengo 32 años, y esa mañana de marzo descubrí que había olvidado quién era antes de convertirme en la esposa perfecta.

Mi esposo besó mi frente con esa ternura distraída de quien ya está pensando en las reuniones de negocios. Ajustó su corbata frente al espejo del dormitorio y desapareció por la puerta con su maleta de ruedas, haciendo ese sonido irritante sobre el parquet.

El silencio que quedó en el apartamento no era vacío; era una invitación.

La primera semana fue inocente, lo juro. Limpié la casa de arriba a abajo, reorganicé el armario, vi esas series que Rodrigo detestaba. Pedí comida tailandesa picante que él nunca quería probar. Bebí vino tinto directamente de la botella mientras bailaba descalza en la sala con la música a todo volumen. Pequeñas rebeldías domésticas que me hacían sentir viva de una manera que había olvidado.

Pero fue el viernes de esa primera semana cuando todo cambió.

Había decidido salir a cenar sola, algo que nunca había hecho en los siete años de matrimonio. Elegí ese restaurante italiano en el barrio bohemio, el que tenía velas en cada mesa y donde siempre sonaba jazz en vivo. Me puse ese vestido negro que Rodrigo decía que era “demasiado atrevido”. Me maquillé con cuidado, dejé mi cabello suelto cayendo sobre los hombros. Cuando me vi en el espejo antes de salir, casi no me reconocí. Había una mujer ahí mirándome con ojos hambrientos de algo que ni siquiera sabía nombrar.

El restaurante estaba lleno, pero conseguí una mesa cerca del pequeño escenario donde un saxofonista tocaba melodías que parecían escritas para corazones solitarios. Pedí pasta con mariscos y una copa de vino blanco. Estaba disfrutando de mi soledad elegante cuando lo vi.

Estaba sentado en la barra, solo también, con un libro abierto junto a su copa de whisky. Cabello oscuro, ligeramente despeinado, barba de tres días, camisa blanca con los primeros botones desabrochados. No era convencionalmente guapo, pero había algo magnético en su manera de estar ahí, completamente absorto en su lectura, ajeno al mundo.

Nuestras miradas se cruzaron por accidente cuando él levantó la vista de su libro. Fue apenas un segundo, pero sentí ese golpe en el estómago que solo ocurre cuando algo importante está a punto de comenzar. Desvié la mirada rápidamente, sintiendo el calor subir por mi cuello.

No sé cuánto tiempo pasó. El saxofonista terminó su set. Llegó mi segundo vaso de vino, pero yo no podía concentrarme en nada excepto en la presencia de ese desconocido. Y entonces, pasó lo impensable. El mesero se acercó a mi mesa con una copa de vino.

—Cortesía del caballero de la barra —dijo con una sonrisa cómplice.

Mi primera reacción fue de pánico. Debería rechazarlo. Soy una mujer casada. Pero en lugar de eso, levanté la copa en su dirección en un gesto de agradecimiento. Él respondió con una sonrisa que hizo que algo en mi interior se derritiera. Cinco minutos después, estaba sentado frente a mí, y mi vida perfectamente ordenada comenzó a desmoronarse de la manera más deliciosa.

Se llamaba Matías. Era arquitecto. Tenía una voz profunda que vibraba en lugares que había olvidado que existían. Hablamos durante horas sobre todo y nada: sobre libros y música, sobre viajes que habíamos hecho y sueños que habíamos abandonado. No mencioné a Rodrigo. Era como si esa parte de mi vida hubiera quedado suspendida. Con Matías, yo era simplemente Valentina.

Reímos hasta que me dolió el estómago. Debatimos sobre arte con una pasión que no sabía que aún tenía. Y todo el tiempo, había esa corriente eléctrica entre nosotros.

Cuando el restaurante comenzó a cerrar, ninguno quería que la noche terminara. Caminamos por las calles empedradas del barrio viejo. Él me contó sobre el edificio que estaba diseñando, una biblioteca pública. Yo le hablé sobre mi trabajo abandonado como ilustradora, esos sueños artísticos que había archivado.

—¿Por qué lo dejaste? —preguntó, deteniéndose bajo un árbol de jacarandás. —Porque… —comencé, pero no pude terminar la frase. Porque mi marido pensaba que era un hobby. Porque era más fácil adaptarme que luchar.

Matías me miró con una intensidad que me hizo temblar. —Deberías volver a dibujar —dijo simplemente. Esas palabras pesaban como una revolución.

Llegamos a un pequeño parque. Nos sentamos en un banco y el espacio entre nosotros se sentía cargado de posibilidades peligrosas. Mi teléfono vibró en mi bolso. Era un mensaje de Rodrigo desde Alemania: “Reunión exitosa. Te extraño. Besos.”

La culpa me atravesó como un cuchillo, pero fue acompañada por la rebeldía. ¿Por qué debería sentirme culpable por una conversación, por sentirme viva por primera vez en años? —¿Estás bien? —preguntó Matías. —Sí —mentí, guardando el teléfono—. Solo un mensaje del trabajo.

Estaba convirtiéndome en alguien que no reconocía, y lo más aterrador era que me gustaba. —Valentina —dijo mi nombre como si fuera una oración. Su rostro estaba tan cerca que podía sentir su aliento—. Hay algo en ti que me tiene fascinado. Es esa tristeza en tus ojos, esa sensación de que estás enjaulada en una vida que no elegiste.

Podía besarlo. Sería tan fácil inclinarme apenas unos centímetros y dejar que esta noche de fantasía se convirtiera en algo real, algo irrevocable.

Pero en lugar de eso, me puse de pie bruscamente. —Tengo que irme —dije, mi voz temblando—. Esto es… demasiado.

No intentó detenerme, pero antes de llegar a mi auto, escuché sus pasos. —Valentina, espera. —Me giré. Sacó una tarjeta de su billetera y me la extendió—. Mi número está ahí. Si alguna vez quieres hablar, o dibujar, o simplemente existir sin explicaciones, llámame. —No puedo prometerte nada —susurré. —No te estoy pidiendo promesas —respondió con una sonrisa triste—. Solo te estoy ofreciendo una puerta. Tú decides si quieres abrirla.

Esa noche no pude dormir. Miraba el techo, la tarjeta de Matías sobre mi mesita de noche como una bomba sin detonar. ¿Amaba a Rodrigo, verdad? Siete años juntos. Pero mientras yacía en esa cama demasiado grande, tuve que enfrentar una verdad demoledora: amaba la idea de Rodrigo, la seguridad, pero él no me hacía sentir viva. ¿Sabía siquiera quién era yo más allá de ser su esposa?

Los siguientes días fueron una tortura exquisita. Hablaba con Rodrigo por videollamada y cada conversación se sentía más hueca. Él hablaba de contratos; yo asentía y sonreía, perfecta como siempre, pero por dentro estaba gritando.

Fue en la segunda semana cuando finalmente me quebré. Mientras limpiaba, encontré una vieja caja con mis materiales de dibujo, carboncillos que no había tocado en cinco años, cuadernos llenos de bocetos de una Valentina que había existido antes. Me senté en el suelo de mi estudio abandonado, rodeada de fantasmas de lo que pude haber sido, y lloré hasta que no quedaron más lágrimas.

Y entonces, con manos temblorosas, marqué el número de Matías. —Hola —contestó, y pude escuchar la sonrisa en su voz—. Pensé que no llamarías. —Yo también lo pensé —admití—. Pero creo que necesito esa puerta que mencionaste.

Nos encontramos en un café pequeño y discreto. Matías llegó con una bolsa de papel. Dentro había un cuaderno de bocetos nuevo, de papel grueso, y una caja de carboncillos profesionales. —No puedes dejar que esos dedos creativos se oxiden —dijo.

Pasamos la tarde hablando y, eventualmente, dibujando. Trabajamos en silencio cómodo, uno frente al otro, y fue la experiencia más íntima que había tenido en años. —¿Qué ves cuando me miras así? —pregunté, cuando lo encontré observándome. Matías dejó su lápiz. —Veo a alguien que está despertando después de un largo sueño. Veo fuego contenido que está esperando explotar. —Tengo un marido —dije, necesitando poner esa verdad entre nosotros. —Lo sé —respondió—. Llevas el anillo, pero no llevas la felicidad en los ojos. No conoces mi vida… —Tienes razón —dijo, levantándose también—. No la conozco. Pero conozco esa mirada en tus ojos. La he visto en el espejo. Es la mirada de alguien que está viviendo la vida de otra persona.

Salí del café casi corriendo, pero no podía estar enojada con él, porque tenía razón. Llegué a casa y me encontré haciendo algo que no había hecho en mucho tiempo: dibujar. Llené página tras página con líneas feroces. Dibujé pájaros escapando de jaulas doradas, mujeres con alas rotas aprendiendo a volar de nuevo. Y cuando finalmente dejé el carboncillo, mis dedos manchados de negro, me di cuenta de que estaba sonriendo.

Matías me había dado permiso para ser yo misma de nuevo.

Rodrigo regresaría en menos de una semana. Esa noche, mi teléfono vibró con un mensaje de Matías: “Gracias por hoy. […] Espero que sigas dibujando. Y espero verte de nuevo antes de que tu vida normal regrese.”

Mi dedo se quedó suspendido sobre el teclado. Podía ignorarlo, borrar su número, tirar los materiales de arte y fingir. Pero mientras miraba mi reflejo en la pantalla oscura, vi a esa mujer que había descubierto en el espejo, la que bailaba descalza y se permitía sentir. Supe que no podía traicionarla de nuevo.

“Mañana”, escribí finalmente. “Hay un lugar que quiero mostrarte.” Su respuesta fue inmediata: “Estaré ahí.”

Ese “mañana” se convirtió en el día siguiente, y luego en otro. Los últimos días antes del regreso de Rodrigo fueron un torbellino febril de arte, conversación y una intimidad que iba más allá de lo físico. Matías y yo exploramos la ciudad y dibujamos en parques. No cruzamos la línea física, pero la emocional ya estaba borrada.

La noche antes de que Rodrigo volviera, terminé mi último dibujo. Era un autorretrato. La mujer en el papel me miraba con ojos feroces, vivos, con manchas de carboncillo en la mejilla y el cabello salvaje. Era yo. La verdadera Valentina.

El día del regreso de Rodrigo, el apartamento se sentía diferente. Ya no era mi refugio; se sentía como el escenario de una obra en la que ya no quería actuar.

Cuando abrió la puerta, con su maleta de ruedas haciendo el mismo sonido irritante sobre el parquet, mi corazón no dio un vuelco de alegría, sino un golpe sordo de finalidad. —¡Mi amor! Te extrañé —dijo, moviéndose para besarme con esa misma ternura distraída. Me aparté suavemente. —Rodrigo, tenemos que hablar —dije, mi voz sorprendentemente firme.

Esa noche, la conversación fue la más honesta que habíamos tenido en siete años. Le hablé del vacío, de la rutina mecánica, de la ilustradora que había enterrado. Le hablé de cómo su viaje no solo le había alejado a él, sino que me había traído a mí de vuelta.

Él no lo entendió. O no quiso. Habló de seguridad, de nuestros planes, de la casa. —¿Fue por otro hombre? —preguntó finalmente, con el ceño fruncido. Lo miré y, por primera vez, no sentí culpa. —No —respondí—. Fue por mí.

La ruptura fue dolorosa, como arrancar una venda pegada a la piel durante años. Pero mientras empacaba mis propias maletas unas semanas después, metiendo mis cuadernos de bocetos, mi ropa y mis nuevos carboncillos, no sentí el miedo que esperaba. Sentí la misma peligrosa libertad que había sentido veinte días atrás, pero esta vez, era permanente.

Me mudé a un pequeño estudio en el barrio bohemio, el mismo donde había conocido a Matías.

Un mes después, estaba sentada en un café, el mismo donde Matías me había regalado el cuaderno. Él estaba frente a mí, dibujando los planos de su biblioteca. Yo estaba bocetando ideas para mi primera comisión como ilustradora independiente. Levantó la vista, sonrió, y esa corriente eléctrica seguía allí.

No sabía si Matías y yo duraríamos para siempre. No sabía si sería una artista famosa. Pero mientras tomaba mi café, con los dedos manchados de tinta y el sol entrando por la ventana, supe que el viaje que había comenzado esa mañana de marzo había encontrado su destino. Ya no era la esposa perfecta; era, simple y maravillosamente, Valentina.