Mi esposo siempre se deshacía de mis toallas sanitarias hasta que descubrí que era un ritualista

Una semana después de mi boda con Chris, me dijo que ya no me molestara en desechar mis toallas sanitarias. Dijo que no quería que mi ciclo me estresara y que él se encargaría de deshacerse de ellas.

Al principio, me sorprendió. ¿Qué estrés hay en desechar una toalla sanitaria? Pero como era mi esposo, lo acepté, pensando que tal vez quería ayudar a aliviar mi carga.

Cada mes, le entregaba mis toallas usadas y él siempre las desechaba en algún lugar secreto. La vida iba bien—estábamos enamorados, y aunque él era pastor y yo no conocía todo su trabajo, teníamos todo lo que el dinero podía comprar.

Pero había un problema: durante cinco años no pude quedar embarazada—ni una sola vez, ni siquiera un aborto espontáneo.

Mi suegra era implacable, insultándome constantemente a mí y a mi familia. Lo peor fue cuando se mudó con nosotros, haciendo mi vida miserable.

A pesar de todo, mi esposo guardaba silencio. Ignoraba la presión constante de su madre para que tomara una segunda esposa y me aseguraba repetidamente su amor, diciéndome que la ignorara.

Entonces, un mes, olvidé darle mi toalla usada y la deseché yo misma distraídamente.

Sorprendentemente…

Sorprendentemente, ese mes fue diferente. En lugar de la rutina habitual, Chris parecía inquieto, casi nervioso. Me miraba con ojos que no reconocía, como si algo dentro de él estuviera fuera de control.

Esa noche, escuché ruidos extraños provenientes del cuarto donde él guardaba las toallas. Curiosa y preocupada, me levanté sigilosamente y abrí la puerta entreabierta.

Lo que vi me heló la sangre: Chris estaba en medio de un extraño ritual, rodeado de velas, símbolos y objetos que jamás pensé que formarían parte de nuestra vida. Sostenía una de mis toallas usadas mientras murmuraba palabras en un idioma que no entendía.

Mi corazón latía con fuerza, la rabia y el miedo se mezclaban dentro de mí. ¿Qué estaba haciendo con algo tan íntimo y personal? ¿Y por qué ocultarlo?

A partir de ese momento, comencé a investigar. Descubrí que mi esposo practicaba rituales ancestrales, algunos con la intención de controlar y manipular el destino, y que usar las toallas sanitarias era parte fundamental para “atrapar” mi fertilidad y “ofrecerla” a fuerzas ocultas.

Sentí que mi vida y mi cuerpo habían sido traicionados.

La verdad era peor que cualquier insulto o presión de mi suegra: mi esposo, en quien confiaba plenamente, estaba usando mi cuerpo como un objeto para sus oscuros rituales.

Esa noche decidí enfrentar la realidad y buscar una manera de romper ese ciclo, antes de que me destruyera por completo.

Después de aquella noche, mi mundo cambió para siempre. Empecé a notar pequeños detalles que antes había ignorado: objetos extraños en la casa, susurros al aire cuando creía que nadie lo escuchaba, y una actitud más fría y distante de Chris.

Con miedo, busqué ayuda en personas de confianza, incluso en un líder espiritual fuera de nuestra comunidad. Me explicaron que esos rituales podían tener consecuencias profundas, no solo en mi salud sino en mi energía vital.

Sentí que estaba atrapada en una lucha invisible contra fuerzas que no podía controlar sola.

Una noche, mientras Chris dormía, encontré un libro antiguo con símbolos extraños y anotaciones que describían ritos para “atrapar la fertilidad femenina” y “asegurar la prosperidad familiar a costa del sacrificio”.

Mis lágrimas cayeron al darme cuenta de que mi esposo no solo me había traicionado, sino que había convertido mi cuerpo en un instrumento para sus creencias oscuras.

Decidí que tenía que actuar rápido.

Primero, rompí el ciclo de entregar mis toallas a Chris. Empecé a desecharlas yo misma, aunque eso provocaba discusiones silenciosas en casa.

Luego, busqué consejo profesional para protegerme emocional y espiritualmente.

Finalmente, enfrenté a Chris en una conversación que cambió todo.

—¿Por qué? —le pregunté con voz firme—. ¿Por qué usar algo tan personal para hacer rituales? ¿No confías en mí? ¿En nuestro amor?

Él bajó la mirada, incapaz de responder al principio. Después, confesó que había estado siguiendo las tradiciones de su familia para “asegurar nuestro futuro”, pero que nunca imaginó que yo me sentiría herida.

Fue un momento doloroso, pero también el comienzo de un diálogo necesario.

Sabía que el camino hacia la sanación sería largo, pero ya no estaba sola.

Porque por primera vez, había descubierto la verdad, y con ella, el poder para cambiar mi destino.

La confesión de Chris no alivió el peso que sentía en el pecho. Al contrario, abrió una herida que parecía sangrar sin parar.

Esa noche, las palabras se convirtieron en gritos. Él insistía en que lo hacía por amor, por protegernos, por asegurar nuestro futuro. Pero para mí, todo era una traición.

—¿Cómo puedes decir que me amas y al mismo tiempo usar mi cuerpo para tus rituales? —le reproché con lágrimas—. ¿Sabes cuánto he sufrido por tu silencio? Por las mentiras?

Chris intentó calmarme, pero yo estaba rota, desconfiada.

Pasaron semanas en las que la convivencia se volvió insoportable. Mi suegra, al enterarse de que ya no entregaba las toallas a Chris, empezó a presionarme aún más, acusándome de romper la “tradición familiar” y de ser la causa de nuestra infertilidad.

—Si fueras una verdadera esposa, seguirías el camino —me espetó una tarde—. Pero claro, tú solo quieres destruirnos.

El peso de sus palabras me aplastaba, pero ahora también sentía una fuerza interna que me impulsaba a no rendirme.

Un día, mientras Chris estaba fuera, encontré en su cuarto una caja cerrada con candado. Con miedo y determinación, busqué la llave hasta encontrarla bajo su almohada.

Dentro, había objetos rituales: amuletos, fotografías, y una libreta con símbolos y nombres, entre ellos el mío, marcados con fechas.

Fue la prueba irrefutable de que yo era parte de un plan que él había orquestado sin mi consentimiento.

Decidí grabar un mensaje con todo lo que sabía y sentía, para que si algo me pasaba, el mundo supiera la verdad.

Esa misma noche, Chris regresó y me encontró con la grabadora en la mano.

—¿Qué haces? —preguntó, su voz cambió de calma a amenaza.

—Esto es lo que haces conmigo —le respondí—. No más mentiras.

La discusión se tornó violenta. Sentí miedo real por primera vez.

Pero en medio del caos, tomé una decisión: debía alejarme para salvar mi vida y mi alma.

Al día siguiente, con una maleta y mi dignidad intacta, dejé la casa. No sabía qué me esperaba afuera, pero estaba segura de que afuera estaba mi libertad.

Salí de la casa sin mirar atrás. Cada paso que daba era un peso menos en mi alma, aunque el miedo seguía presente, latente.

Busqué refugio en casa de una amiga cercana, alguien que siempre me había apoyado sin juzgar.

Durante semanas, traté de recomponer mi vida. Empecé terapia para sanar las heridas emocionales y espirituales que Chris y su familia habían dejado.

Mientras tanto, recibí mensajes amenazantes. Chris no se rendía fácilmente.

Pero también recibí apoyo de personas que creyeron en mí y en mi derecho a vivir libre.

Un día, decidí acudir a la policía y presentar una denuncia formal. Llevé las pruebas que había recopilado: la libreta, los objetos rituales, la grabación.

Aunque el proceso fue difícil, sentí que por fin estaba tomando el control de mi historia.

Poco a poco, mi cuerpo comenzó a sanar, y con ello, mi corazón.

Un tiempo después, conocí a alguien que respetó mi pasado y me apoyó sin condiciones. No se trataba de magia ni rituales, sino de amor verdadero y respeto.

Un día, recibí una llamada inesperada: Chris estaba detenido y enfrentaba cargos por manipulación y abuso.

Sentí tristeza, pero también alivio. Sabía que la justicia comenzaba a hacer su trabajo.

Mirando al futuro, comprendí que mi valor no depende de los otros ni de creencias oscuras, sino de mi fuerza para levantarme y luchar por mí misma.

Y así, con cada amanecer, renací.


FIN