En las barrancas aisladas de la Sierra de San Miguelito, en el estado de San Luis Potosí, el tiempo corría de una forma distinta. Corría el año 1892, y en aquellos parajes remotos, donde los ranchos estaban separados por leguas de monte y los forasteros eran vistos con un recelo casi animal, la supervivencia exigía una autosuficiencia total.
Los caminos eran veredas de piedra que las tormentas convertían en lodazales intransitables, aislando comunidades enteras durante semanas. Las familias que habitaban estos valles eran de carácter recio, gente que había elegido el aislamiento y traía consigo una feroz independencia y una desconfianza total hacia el gobierno, la ley y cualquiera que hiciera demasiadas preguntas.
Al final de una de esas barrancas, a 25 kilómetros del pueblo más cercano, Villa de Reyes, se encontraba el rancho Zúñiga. Era una modesta construcción de adobe, pero lo que hacía notable al rancho no era su arquitectura, sino su reputación.
Don Ramiro Zúñiga, el patriarca, era un hombre de convicciones religiosas peculiares e intensas. En sus escasas visitas al pueblo, hablaba con cadencias bíblicas sobre la corrupción del mundo y el sagrado deber de mantener a la familia separada de la contaminación. Su esposa había fallecido años antes, y tras su muerte, el aislamiento de la familia se volvió casi absoluto.
Tenía dos hijas, las gemelas Antonia y Candelaria. Se movían como espectros, vestidas de forma idéntica con telas de manta, los rostros inexpresivos y la mirada baja. Había algo inquietante en su sincronización, en la forma en que gesticulaban como un espejo perfecto, como si compartieran una sola conciencia dividida en dos cuerpos.
Había otro miembro, Ezequiel, el hermano mayor. Años antes, había abandonado el rancho para vivir más adentro de la sierra, como un ermitaño. Sobrevivía cazando, una figura delgada y barbuda que desaparecía entre la maleza ante la presencia de otro ser humano.
En la primavera de 1888, a este mundo cerrado llegó Octavio. Tenía diecisiete años, un primo lejano por parte de madre que había quedado huérfano. Durante unos meses, se le vio en el pueblo, un muchacho delgado y callado, de carácter nervioso. Luego, al llegar el otoño, Octavio desapareció. Cuando la esposa del tendero preguntó por él, Candelaria, o tal vez fue Antonia, respondió que se había marchado a la ciudad a buscar trabajo. Era una historia común. Nadie pensó en cuestionarlo.
Pero dentro de la casa de adobe, se había impuesto una realidad diferente.
Don Ramiro, postrado en cama por una apoplejía que lo había dejado paralizado pero con la mente retorcida, llamó a sus hijas. Con voz temblorosa, les dijo que la llegada de Octavio era la “gracia divina”. Su linaje familiar era puro, incontaminado, y era su sagrado deber mantenerlo así. Octavio, declaró, estaba destinado a ser su esposo. No en el sentido legal, sino en el único que importaba: el espiritual.
Las gemelas, criadas bajo esta doctrina de separación, aceptaron el mandato sin cuestionar. Octavio no se había marchado a la ciudad. Lo llevaron a la bodega, un sótano excavado en la ladera, y allí permaneció encadenado. Durante cuatro años, fue el esposo secreto en una unión que ellas consideraban sagrada.
En 1894, una de las hermanas entró en labor de parto. Convocaron al Dr. Ernesto Cruz, el médico de la región. Lo llevaron con los ojos vendados durante el último kilómetro del trayecto. Encontró a una de las gemelas en una fase avanzada de un parto difícil y peligroso. Tras asegurar la supervivencia de la madre, la otra hermana se llevó inmediatamente al bebé envuelto en mantas. El doctor lo oyó llorar una vez, un gemido débil, y luego, nada. Le pagaron, le vendaron los ojos de nuevo y le instruyeron no hablar jamás de lo ocurrido.

Lo que el médico no vio fue lo que sucedió después. El bebé había nacido con graves deformidades físicas. Para la visión distorsionada de Antonia y Candelaria, esto no fue una tragedia biológica, sino una señal de interferencia demoníaca. En su delirio, culparon a su hermano Ezequiel. Él, el hombre del monte, lo indómito e impío, había mancillado de algún modo la santidad de su misión.
Llevaron a cabo lo que llamaron un “ritual de purificación”. Llevaron al niño a lo profundo del bosque y acabaron con su vida, un acto que consideraron de misericordia. Enterraron el pequeño cuerpo en un lugar sin marcar.
Octavio, que presenció o se enteró del destino de su hijo, dejó de comer y de hablar. Semanas después, simplemente murió, ya fuera de desesperación, enfermedad o inanición deliberada. Lo enterraron en el mismo bosque, llevándose su tumba a la suya. Unos seis meses después, don Ramiro murió en su cama. Las hermanas lo enterraron en la propiedad sin denunciarlo, solas por fin con sus actos.
Pero el aislamiento comenzó a devorarlas. Empezaron a ver a Ezequiel observando el rancho desde el monte. Encontraban huesos de animales dispuestos en patrones fuera de su puerta, símbolos que interpretaron como juicios y maldiciones. Su miedo a él se volvió absoluto. Llegaron a convencerse de que no era del todo humano, sino un agente sobrenatural enviado para castigarlas.
En el verano de 1896, tomaron una decisión. No podían seguir viviendo bajo el peso de ese juicio. Candelaria se sentó y escribió un largo fajo de papeles, una confesión detallada. Caminaron juntas hasta la propiedad de Ezequiel, sabiendo que él estaba de caza. Sellaron la carta en un paquete con cera para hacerlo impermeable, y luego, juntas, se metieron en el pozo de su hermano.
Pasaron los meses. A principios de septiembre, llegó a Villa de Reyes la noticia de que Ezequiel Zúñiga había sido encontrado muerto en su jacal. El comisario Lázaro Gaitán, un veterano capitán de la guardia rural, cabalgó hasta allí para investigar la muerte sin testigos.
La cabaña era primitiva. Dentro, el cuerpo de Ezequiel estaba en descomposición; una clara mordedura de serpiente en la pierna. Parecía un simple accidente. Pero mientras su ayudante revisaba el perímetro, notó que la tapa del pozo, a unos veinte metros, estaba torcida. Al acercarse, un olor inconfundible a putrefacción, distinto al del jacal, emanó de la oscuridad.
Retiraron la cubierta. Abajo, en el agua estancada, algo grande y pálido era visible.
La recuperación llevó otro día. Izaron un gran fardo envuelto en lona. Al cortar las ataduras, se revelaron dos cuerpos tan descompuestos que solo un hecho los hacía identificables: iban vestidos de forma idéntica. Eran Antonia y Candelaria.
La suposición inmediata en el pueblo fue que Ezequiel había asesinado a sus hermanas y la justicia divina le había enviado una serpiente. Pero en el fondo del pozo, los hombres encontraron algo más: un paquete más pequeño, sellado con cera.
Esa noche, en su despacho, el comisario Gaitán abrió el paquete. A la luz de una lámpara de aceite, leyó la confesión de Candelaria. Página tras página, la retorcida justificación religiosa, el cautiverio de Octavio, el nacimiento secreto, el infanticide ritual y el doble suicidio se derramaron sobre su escritorio.
Gaitán dejó las páginas. El caso estaba resuelto, pero la solución no trajo justicia, solo horror. Todos los implicados estaban muertos. Los cuerpos de Octavio y su hijo anónimo estaban perdidos para siempre en la vasta extensión de la sierra.
El comisario decidió qué contaría a la comunidad. El registro oficial indicaría que Antonia y Candelaria Zúñiga se habían quitado la vida mientras experimentaban un delirio compartido sobre su hermano. Los detalles del cautiverio, la muerte del bebé y la fe que lo había justificado todo, serían archivados discretamente, enterrados en papel como los cuerpos en el bosque.
El rancho Zúñiga quedó abandonado. Los lugareños lo evitaban, y aunque nadie conoció la verdad completa, los rumores fueron suficientes para marcarla como tierra maldita. Una década después, alguien prendió fuego a la estructura, reduciéndola a cenizas, borrando la casa y la bodega donde Octavio había vivido su infierno. La tierra misma, sin embargo, guardó el secreto.
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