—¡Ladrona! ¡Cabrona! ¿Crees que puedes robar de mi tienda?

La mujer, Shalena Morales, cayó de rodillas sobre el polvo ardiente de la plaza. Sus dos niños pequeños, de apenas cinco y siete años, se aferraban a sus faldas desgarradas, llorando de terror.

—Por favor, señor Vega, mis niños… Llevaban tres días sin comer nada. Ya no sabía qué hacer. —¡Cállate la boca! —interrumpió el comerciante, Crisanto Vega, apuntándole con un revólver que sostenía con mano temblorosa por el tequila de la madrugada—. ¿Y crees que robar es la solución? ¡Miren todos! ¡Quiero que esto quede de ejemplo!

La plaza de Piedras Negras hervía bajo el sol despiadado de Chihuahua. El pueblo entero había salido de sus jacales de adobe, formando un círculo silencioso de testigos. Sabían que estaban a punto de presenciar algo que marcaría sus almas para siempre.

Crisanto Vega no era un hombre común. Era el único comerciante en cien kilómetros a la redonda, el dueño absoluto de cada grano de maíz y cada frijol. Durante los años sangrientos de la Revolución, mientras Pancho Villa cabalgaba por el norte y Carranza luchaba por el control, Crisanto había construido su imperio vendiendo al mejor postor. Villistas, carrancistas o federales, no le importaba; el hambre no tiene banderas y él se había enriquecido con ella.

Sus precios eran usura. La sequía había convertido la tierra en la piel agrietada de un cadáver, y la gente dependía enteramente de su tienda. Su caderneta de deudores era más gruesa que la Biblia del padre Evaristo.

Shalena Morales había enviudado seis meses atrás. Su esposo, José, cayó peleando con Pancho Villa en la batalla de Celaya. Desde entonces, ella luchaba sola. Sus hijos ya no jugaban; se quedaban acostados en sus petates, demasiado débiles, con la piel pegada a los huesos. Esa mañana, después de ser rechazada una vez más por Crisanto, Shalena vio una tortilla sobre el mostrador. Todavía estaba tibia. Para ella, no era una tortilla; era un día más de vida para sus hijos.

Su mano se movió antes que su pensamiento. Pero Crisanto la vio.

Ahora, en la plaza, Crisanto gritó a sus matones: —¡Traigan la dinamita, muchachos! ¡Y traigan la tea encendida, compadre!

Primitivo y Secundino, sus guardias blancos, trajeron la caja de madera. Incluso ellos, curtidos en la violencia, intercambiaron miradas nerviosas. Esto era cruzar una línea que no debía cruzarse.

Crisanto, tambaleándose por el alcohol, tomó una vara de dinamita. —¿Ven esto? —gritó—. ¡Esta ladrona va a masticar algo que nunca va a olvidar el sabor!

Las dos ancianas del pueblo, Doña Remedios y Doña Tránsito, que habían visto nacer y morir generaciones, supieron que Crisanto había perdido el juicio. Sin decir palabra, se movieron hacia los niños.

—No, por favor… —suplicó Shalena—. Tengo hijos, señor Vega. Haré lo que usted quiera… Pero Crisanto ya no la escuchaba. El demonio del orgullo herido lo había poseído. —¡Abre la boca, desgraciada!

Los matones la sujetaron. Mientras Crisanto le forzaba la dinamita entre los dientes, Doña Remedios y Doña Tránsito actuaron. —Vengan acá, pequeños —murmuró Doña Remedios. Arrastraron a los niños, que gritaban “¡Mamá, mamá!”, hacia la orilla de la plaza, cubriéndoles los ojos con sus rebozos, susurrándoles oraciones para que el terror no se grabara en sus mentes.

El pavilo blanco colgaba de la boca de Shalena como la lengua de una serpiente muerta. Crisanto sacó una caja de cerillas. El sonido del fósforo resonó en el silencio. Su plan era simple: encender la mecha, dejar que ardiera unos segundos para que ella sintiera el terror de la muerte, y luego apagarla de un soplo. Quería que viviera con esa humillación.

Acercó la llama. El pavilo se encendió con un ciseo suave. Shalena cerró los ojos. Crisanto observaba la mecha arder, contando mentalmente, disfrutando su poder. Pero el alcohol había nublado su juicio. La mecha ardía más rápido de lo que calculó.

Cuando se inclinó para apagarla, sopló una, dos veces. La llama bailó burlona. El pánico creció en su pecho. ¡Iba a explotar! Olvidando todo, Crisanto se levantó de un salto y corrió hacia su tienda. —¡Corran! —gritó.

Pero ya era demasiado tarde. El estruendo partió el aire como si el cielo se hubiera desgarrado. Cuando el humo se disipó, donde había estado Shalena, solo quedaba un silencio que pesaba más que toda la tristeza del mundo.

Crisanto emergió de detrás de unos costales, cubierto de polvo. Al ver lo que había hecho, y al pueblo mirándolo con horror y desprecio, trató de recuperar el control. —¡Esto es lo que les pasa a los ladrones en Piedras Negras! —gritó con voz ronca—. ¡Que sirva de escarmiento! Pero su voz sonaba hueca. El pueblo ya no lo miraba con miedo, sino con asco. Era odio.

Fue entonces cuando apareció Tasio Herrera, montado en su caballo Alazán. Regresaba de buscar trabajo en las minas. Tenía 25 años y los ojos hundidos de quien ha visto demasiada guerra. Había sido villista, pero el horror de Celaya lo había quebrado y había desertado. Vivía con el peso de la culpa, convencido de ser un cobarde.

—¿Qué pasó aquí? —preguntó, desmontando. Doña Tránsito, sosteniendo al hijo menor de Shalena, le contó todo con voz entrecortada: el hambre, la tortilla, la crueldad, la explosión. Con cada palabra, Tasio sintió que una llama que creía extinguida se encendía en su interior. Crisanto Vega había hecho esto y no pasaría nada. Ningún juez vendría.

Pero Tasio sabía que existía otra justicia. Una justicia que cabalgaba por los desiertos de Chihuahua, dispensando castigo a los opresores. Pancho Villa seguía vivo. Esa noche, mientras el pueblo velaba los restos de Shalena, Tasio se arrodilló ante la tumba recién cavada. —Te juro por la memoria de tu esposo, que murió peleando por la libertad —murmuró, con lágrimas corriendo por sus mejillas curtidas—, que tu muerte no quedará sin venganza. Encontraré a quien pueda hacerle justicia.

Al amanecer, Tasio Herrera montó su Alazán y se dirigió hacia el desierto. Cabalgó durante días, adentrándose en territorio federal. Vio los signos del peligro: huellas de patrullas, y en un álamo solitario, tres comerciantes colgados con un cartel: “Esto les pasa a los que ayudan a los villistas”. Era la firma del Mayor Abundio Cervantes, el federal más sanguinario de la región. Una noche, una patrulla casi lo descubre en un manantial, pero la suerte lo acompañó. Sabía que si los federales estaban cazando tan intensamente, era porque Villa andaba cerca.

Al quinto día, vio una columna de humo delgada desde un cañón escondido. Se acercó a pie, con cautela. Cuando llegó a la entrada, se encontró cara a cara con el cañón de un rifle Mauser. —¿Quién vive? —dijo una voz áspera. Tasio levantó las manos. —¡Viva Villa y que chingue a su madre el gobierno! El rifle bajó lentamente. —Soy Anastasio Herrera. Bájate las armas y ven despacio. Tasio obedeció. —Vengo buscando al general Villa. Tengo un asunto de justicia que solo él puede resolver.

Anastasio lo guio al corazón del cañón. Era un campamento perfectamente camuflado. Y en el centro, sentado en una roca, estaba el hombre que era una leyenda. Pancho Villa tenía 42 años, y el peso de la campaña había grabado líneas profundas en su rostro.

—Mi general —dijo Anastasio—, este hombre viene de Piedras Negras. Dice que es un asunto de justicia. Villa levantó la mirada. Sus ojos penetrantes evaluaron a Tasio. —Habla, muchacho. ¿Por qué un hombre solo busca la boca del lobo?

Tasio, temblando pero decidido, dio un paso al frente. —Mi general… yo serví con usted. Huí en Celaya. He vivido como un cobarde. —Hizo una pausa, tragando el polvo y la vergüenza—. Pero regresé a mi pueblo y vi algo… un comerciante, Crisanto Vega… Tasio le contó todo. Le habló del hambre, de los niños, de la viuda de José Morales, uno de los suyos caído en Celaya. Le habló de la tortilla robada. Y le describió la dinamita, el terror de la plaza y la muerte de Shalena.

Cuando terminó, un silencio absoluto cayó sobre el campamento. Los hombres de Villa habían dejado de comer, sus manos quietas sobre sus rifles. Pancho Villa no se movió. Su rostro era una máscara de piedra. Finalmente, habló, y su voz era peligrosamente baja.

—Un comerciante… —murmuró—. Que mata de hambre a mi gente… y asesina a la viuda de uno de mis soldados… ¿por una tortilla?

Lentamente, Pancho Villa se puso de pie. El sol del desierto pareció oscurecerse. —Anastasio —dijo, sin levantar la voz—. Reúne a los muchachos. Ensillen los caballos.

Miró a Tasio, y por primera vez, sus ojos no mostraron desprecio por el desertor, sino el fuego de la justicia. —Tú, desertor. Hoy tendrás tu redención. Nos guiarás a Piedras Negras.

La justicia del Centauro del Norte cabalgaba de nuevo. Y esta vez, no era por la Revolución, ni por la política, ni por la tierra. Era por una tortilla, por dos niños huérfanos y por la memoria de una madre asesinada. Para Crisanto Vega, el juicio final estaba en camino.