Los Ecos del Sótano Moody

La historia comienza en 1889, en una zona remota de Chihuahua, donde el viento parecía arrastrar secretos que nadie se atrevía a contar en voz alta. Aquel lugar, rodeado por un desierto silencioso y colinas que se perdían en un horizonte polvoriento, tenía fama de tragar problemas y también de esconderlos. Fue allí donde los hermanos Moody, dos figuras casi míticas entre los habitantes más viejos, levantaron una casa que todos evitaban mirar por más de dos segundos. No era la construcción en sí, sino el aire que la rodeaba, denso, como si algo debajo del suelo respirara diferente.

Con el paso de los años, los lugareños empezaron a notar movimientos extraños: carretones que llegaban solo de noche, voces apagadas detrás de las paredes y un olor metálico que a veces escapaba por las ventanas cerradas con tablas. Nadie denunciaba nada porque, siendo sinceros, en ese tiempo nadie quería problemas con hombres que parecían vivir fuera de cualquier regla conocida. Los Moody caminaban por el pueblo sin saludar, sin mirar a nadie, y aun así todos sentían que esos ojos veían más de lo que mostraban.

Un día, la calma habitual del desierto se rompió cuando una joven llamada Clara Torres desapareció sin dejar rastro. Su madre juraba haberla visto por última vez cruzando el camino cerca de la propiedad de los Moody. Otros vecinos afirmaban haber escuchado un grito ahogado justo antes de que el viento cubriera todo. Y aunque las autoridades locales intentaron ignorar la conexión, una sombra empezó a crecer sobre la casa de los hermanos.

Las sospechas dejaron de ser rumores cuando Emilio Peralta, un muchacho curioso que hacía entregas por la zona, aseguró haber visto algo imposible: una mano pálida golpeando desde dentro de una de las ventanas tapiadas. A partir de ese momento, los habitantes comenzaron a murmurar sobre lo que los Moody hacían en su sótano, sobre los ruidos que salían cada madrugada y sombras que parecían moverse sin luz.

La primera señal inequívoca llegó una tarde en la que el sol caía detrás de las montañas. Fausto Ledesma, un viejo arriero, detuvo su mula frente al portón. Escuchó un golpe seco, como un cuerpo lanzado contra metal, seguido de un quejido prolongado y antinatural, filtrado como a través de tubos. Fausto huyó, pero su mula, instintiva, había sentido que algo respiraba bajo la tierra.

Lo que nadie sabía era que el sótano de los Moody no era un simple almacén. Era una estructura quirúrgica donde Sterling, el mayor —un hombre alto y de rostro inexpresivo—, y Lionel, el menor —robusto y de ojos inyectados en sangre—, mantenían cautivas a 23 mujeres. Ayudados por los “mellados”, dos hombres casi sin dientes y de lealtad perruna, llevaban a cabo una operación que desafiaba la lógica.

La situación se tornó crítica cuando Benji Roa, un joven empleado, bajó al sótano por error. Lo que vio lo destrozó: mujeres encadenadas, tubos, y una atmósfera que helaba los pulmones. Sterling lo descubrió y, con una frialdad sepulcral, lo amenazó. Días después, Benji regresó, pero ya no era él. Estaba roto, con la mente fragmentada, golpeando las paredes y murmurando instrucciones incomprensibles. Su nombre había aparecido en la libreta negra de Lionel, junto al de las víctimas como Clara Torres y Estefanía.

Fue el hallazgo de un trozo de tela del vestido de Clara por parte de Emilio lo que encendió la mecha. Junto al alguacil Julián Robledo, su asistente Rodolfo “El Zurdo” Medina, y un pequeño grupo de valientes, decidieron actuar. Tras conseguir una orden judicial del juez Pascual Meléndez, se plantaron frente a la casa al atardecer.

La incursión fue tensa. Uno de los mellados intentó detenerlos, pero el miedo a lo que había detrás de la puerta del sótano era mayor que su lealtad. Feliciano, el herrero del grupo, rompió el cerrojo. Al abrirse la puerta, un susurro helado emergió de las profundidades: “Por fin”.

El grupo descendió por la escalera, notando las marcas de uñas desesperadas en las paredes de concreto. El aire se volvió irrespirable, cargado de ozono y podredumbre. Al final del pasillo, la luz del farol de “El Zurdo” reveló una puerta de acero reforzado, inusual para la época. Estaba entreabierta.

Al cruzar el umbral, la realidad de lo que ocurría en la casa Moody golpeó a los hombres con la fuerza de una locomotora.

No era una prisión convencional. El sótano era una caverna inmensa, excavada mucho más allá de los cimientos de la casa. El techo estaba cubierto de tuberías de cobre que goteaban un líquido ámbar bioluminiscente. Y allí estaban ellas. Las 23 mujeres no estaban simplemente encadenadas a la pared; estaban conectadas.

Estaban dispuestas en círculo alrededor de una máquina central, un artilugio de engranajes de latón y cristal que emitía ese zumbido grave que hacía vibrar el suelo. Las cadenas que las sujetaban tenían electrodos rudimentarios pegados a sus sienes. Sus ojos estaban abiertos, pero completamente blancos, mirando hacia un punto inexistente. El aire en la habitación parecía ondularse, como el calor sobre el asfalto, haciendo que las figuras de los hombres se vieran distorsionadas.

—Dios santo… —murmuró Julián, bajando el arma, incapaz de procesar la escena.

En el centro de la sala, frente a la máquina, estaba Sterling Moody. No llevaba camisa, y su espalda estaba cubierta de cicatrices que formaban patrones geométricos. A su lado, Lionel ajustaba una válvula, murmurando frenéticamente: “La frecuencia… se pierde la frecuencia”.

—¡Alguacil! —gritó Sterling sin girarse, su voz resonando con una autoridad metálica—. Llegan justo para el momento de la trascendencia. No interrumpan.

—¡Libérelas ahora mismo! —ordenó “El Zurdo”, apuntando con su rifle, aunque le temblaban las manos. La realidad allí abajo parecía “doblarse”; las distancias no coincidían, y el sonido de su propia voz le llegaba con retraso a los oídos.

Sterling se giró lentamente. Sus ojos no tenían pupilas; eran dos pozos negros. —¿Liberarlas? —sonrió, una mueca carente de humanidad—. Las estamos elevando. Ellas son el combustible. El velo es delgado aquí, alguacil. Nosotros solo estamos empujando para ver qué hay del otro lado.

De repente, Lionel tiró de una palanca. La máquina rugió. Las mujeres arquearon las espaldas al unísono y soltaron un alarido colectivo que no sonaba humano, sino como el rechinar de mil puertas oxidadas abriéndose a la vez.

—¡Disparen! —gritó Emilio, tapándose los oídos ante el dolor sónico.

El caos se desató. “El Zurdo” disparó a Lionel, hiriéndolo en el hombro. El hermano menor cayó sobre el panel de control, rompiendo varios frascos de cristal. El líquido ámbar se derramó sobre los cables expuestos, provocando chispas azules que danzaban en el aire como criaturas vivas.

Sterling rugió y se lanzó sobre el alguacil con una fuerza sobrenatural, lanzándolo metros atrás como si fuera un muñeco de trapo. Pero antes de que pudiera rematarlo, una sombra se abalanzó sobre él. Era Benji. El muchacho, que había estado oculto en las sombras del sótano, saltó sobre su antiguo patrón con un trozo de cadena en las manos. No había reconocimiento en los ojos de Benji, solo una furia primitiva y programada que se había vuelto contra su creador.

Mientras forcejeaban, Emilio y Feliciano corrieron hacia las mujeres. —¡Las llaves! ¡Busquen las llaves! —gritaba Feliciano mientras golpeaba los grilletes con su martillo.

Matilde Acosta, la mujer mayor, giró la cabeza hacia Emilio. Sus ojos habían recuperado un poco de color. —No hay llaves… —susurró con voz rasposa—. Hay que romper el ciclo. La máquina… destrúyanla.

El fuego comenzó a extenderse por el líquido derramado. El humo químico llenaba la estancia, asfixiante y dulce. Lionel, arrastrándose por el suelo, intentaba desesperadamente volver a conectar los cables, gritando que “ellos” se enfadarían si la puerta se cerraba.

Ramiro y Lucho, los ganaderos, ayudaron a Feliciano a volcar un pesado estante de metal sobre el núcleo de la máquina rotatoria. El impacto fue devastador. El cristal central estalló, liberando una onda de choque que tiró a todos al suelo. Al instante, el zumbido cesó, y la sensación de “realidad doblada” desapareció de golpe, dejando solo el dolor físico y el calor del incendio.

Sterling, liberándose de un Benji ya inerte, miró su obra destruida. Por primera vez, su rostro mostró una emoción: terror puro. —Habéis condenado este mundo —dijo, antes de que una viga del techo, debilitada por la explosión, colapsara sobre él y Lionel, sepultándolos bajo toneladas de escombros y maquinaria infernal.

El grupo sacó a las mujeres como pudo, arrastrándolas escalera arriba mientras el humo negro lo devoraba todo. Emilio cargó a Clara Torres, quien lloraba en silencio contra su pecho. Matilde salió por su propio pie, aunque apoyada en “El Zurdo”.

Cuando salieron al aire fresco de la noche del desierto, la casa Moody ya era una antorcha gigante. Las llamas se alzaban hacia el cielo, lamiendo las estrellas, como intentando purificar la mancha que había infectado esa tierra.

Nadie habló. Los sobrevivientes y los rescatadores se quedaron mirando el fuego desde la distancia segura del camino. Los aullidos de los coyotes se mezclaron con el crujir de la madera.

Al amanecer, solo quedaban cenizas y una estructura hundida. De los hermanos Moody y de Benji no se encontraron restos; el sótano se había convertido en un horno crematorio que fundió hueso y metal por igual.

Las mujeres fueron llevadas al pueblo, donde fueron atendidas. Nunca hablaron detalladamente de lo que vivieron conectadas a esa máquina, ni de qué era eso que los Moody querían ver “del otro lado”. Sin embargo, se decía que, hasta el día de su muerte, ninguna de las 23 mujeres volvió a soñar. Decían que cuando cerraban los ojos, solo veían una estática gris, tranquila y vacía.

Emilio Peralta nunca olvidó el sonido de la vibración ni la mirada de Sterling. Años después, cuando pasaba cerca de donde había estado la casa, juraba que en los días de mucho viento, si uno pegaba el oído al suelo quemado, todavía se podía escuchar un leve zumbido mecánico, girando eternamente en la oscuridad, esperando que alguien lo volviera a encender.

Pero nadie lo hizo. Y el desierto, con su paciencia infinita, terminó por cubrir de arena el último secreto de los hermanos Moody.