El olor a incienso aún flotaba por los pasillos vacíos del convento de San Plácido, en el Madrid del siglo XVII. Sus muros de piedra, testigos silenciosos del tiempo, guardaban secretos que la historia oficial insistía en borrar. En el silencio de aquel lugar sagrado, algo ocurría en las horas muertas de la noche. Algo que la Iglesia prefirió llamar milagro, pero que los documentos describen con palabras muy diferentes.

San Plácido debía evocar santidad. Pero tras aquellos muros blancos, entre rezos y penitencias, existía otra realidad: una hecha de susurros, de cuerpos que ardían en devoción —o quizás deseo— y de confesiones que jamás debieron ser oídas.

La historia oficial es breve y conveniente. Según los registros de la Iglesia, entre 1628 y 1630, el convento fue escenario de fenómenos místicos. Jóvenes monjas experimentaron éxtasis divinos, levitaciones y visiones celestiales. La Santa Inquisición investigó, algunas almas fueron consideradas poseídas y se realizaron exorcismos. El caso se cerró. Dios venció; el mal fue expulsado.

Pero los documentos cuentan otra historia.

Un registro encontrado en el Archivo Histórico Nacional de Madrid, fechado en 1628, revela que, aunque las autoridades religiosas inicialmente clasificaron el caso como “manifestación de éxtasis divino”, los relatos de las propias monjas describían algo mucho más perturbador. No eran visiones de ángeles lo que presenciaban en las madrugadas silenciosas; eran encuentros carnales, abrazos que quemaban, toques que dejaban marcas en la piel y en la conciencia.

Lo que sucedía en San Plácido no era una simple posesión demoníaca; era el conflicto brutal entre el cuerpo y el voto, entre el deseo y la culpa. Y en el centro de esa tormenta estaba un hombre: un confesor, un padre que conocía todos los secretos de aquellas mujeres.

Fray Francisco García Calderón llegó a San Plácido en 1623. Era un hombre de mediana edad, de voz suave y mirada penetrante, con reputación de ser un guía espiritual excepcional. Las monjas lo recibieron con reverencia.

Las confesiones comenzaron siendo inocentes, pero Fray Francisco tenía un método particular. No se contentaba con pecados superficiales; quería detalles. Pedía a las monjas que describieran sus sueños, sus pensamientos nocturnos, las sensaciones que experimentaban cuando la soledad de la celda se volvía insoportable. “Es necesario conocer el pecado para combatirlo”, decía.

Una de las monjas, Doña Teresa Del Vale, de solo 19 años, dejó un testimonio perturbador. Describió cómo las sesiones de confesión se volvieron más largas, más íntimas. “Él me decía que para purificar el alma era preciso primero reconocer el cuerpo”, escribió ella. “Y entonces me pedía describir cada pensamiento impuro, cada sueño, cada vez que mi cuerpo reaccionaba de formas que yo no comprendía”.

Fray Francisco llamaba a esto un “examen de conciencia profundo”. Años después, la Inquisición usaría otra palabra: manipulación.

Aisladas del mundo, las monjas creían estar en un proceso de purificación. No sabían que la fe que debía liberarlas se había convertido en su propia cadena.

Era siempre después de maitines, entre las 3 y las 4 de la madrugada, cuando el convento se sumergía en el silencio más profundo. Un golpe discreto en la puerta de la celda, un susurro: “El padre desea verla en la sacristía”.

Allí, a la luz de una sola vela, comenzaban los “ejercicios espirituales”. El confesor las hacía arrodillarse y rezar, pero no eran oraciones comunes. Tocaba sus cabezas, sus hombros, sus manos, asegurando que estaba expulsando demonios, canalizando la gracia divina a través del tacto.

Una novicia testificó: “Yo no sabía si lo que sentía era Dios o el diablo. Mi cuerpo reaccionaba de formas que me avergonzaban, pero el padre decía que era normal, que era parte del proceso de santificación”.

Fray Francisco usaba las referencias de las grandes santas, como Teresa de Ávila o Catalina de Siena, que describían sus éxtasis místicos con un lenguaje intensamente físico. Él distorsionaba esos textos, transformándolos en justificación para actos que nada tenían de divino. Las monjas, condicionadas a obedecer, confundieron la devoción con la sumisión y el éxtasis espiritual con sensaciones físicas que la doctrina les había enseñado a temer. La línea entre lo sagrado y lo profano había sido borrada.

Todo se derrumbó cuando una de las monjas, Doña Leonor de Mendoza, de 22 años, quedó embarazada.

Leonor, de familia noble, había entrado al convento no por vocación, sino por costumbre. Durante meses, había participado en los “ejercicios” de Fray Francisco, hasta que su cuerpo reveló lo que el silencio intentaba esconder.

El embarazo de una monja era el escándalo absoluto. No había cómo explicarlo. La estructura de la Iglesia, construida sobre la pureza y la negación del cuerpo, se desmoronaba ante aquel vientre que crecía.

La Inquisición asumió el caso en marzo de 1630.

Los interrogatorios comenzaron y, uno por uno, los velos cayeron. No era solo Leonor. Otras monjas confesaron haber participado en los rituales nocturnos, describiendo incluso sesiones colectivas donde el confesor invocaba nombres de santos mientras las sometía a sus “ejercicios”.

Fray Francisco, sereno, lo negó todo. Alegó que era obra del demonio, que las monjas habían sido poseídas y que él solo intentaba salvarlas. Pero los inquisidores no eran tontos. Sabían distinguir la posesión demoníaca de la manipulación humana.

El veredicto fue claro. Fray Francisco García Calderón fue declarado culpable de “solicitud”: el crimen de usar el confesionario para fines carnales.

El castigo fue diseñado para ocultar la verdad y restaurar el orden. Fray Francisco fue condenado al destierro perpetuo y a penitencia en un monasterio remoto. Nunca más se supo de él.

El destino de las mujeres fue trágico. Leonor perdió a su hijo en circunstancias no documentadas. Las otras monjas fueron dispersadas por diferentes conventos para garantizar su silencio.

El convento de San Plácido fue purificado, bendecido de nuevo y reinaugurado. La Iglesia se apresuró a enterrar el caso, a transformarlo en una nota a pie de página sobre un escándalo menor.

Pero la verdad, oculta en los archivos, era brutal: cuando el poder se disfraza de santidad, los inocentes siempre pagan el precio. Las monjas de San Plácido no eran ingenuas; eran mujeres de su tiempo, educadas en la obediencia absoluta. Habían sido entrenadas para no cuestionar, para entregar su voluntad a autoridades masculinas que decían saber más. Cuando esas mismas autoridades las traicionaron, la culpa paralizante que sintieron se convirtió en el arma más poderosa, garantizando su silencio.

Hoy, los muros de San Plácido siguen en pie. Turistas caminan por los mismos corredores, admirando la arquitectura austera, sin que nadie mencione las lágrimas silenciosas o las vidas rotas entre aquellas piedras. La historia oficial prefiere el silencio. Pero los documentos permanecen, testificando una verdad que ninguna pared puede esconder: que el mal no necesita cuernos ni azufre; a veces, viste sotana, reza y habla en nombre de Dios, convenciendo a sus víctimas de que el infierno que viven es, en realidad, el camino al cielo.