Los Demonios no Nacen, Se Hacen
Capítulo I: El Eco del Vacío
El consultorio de la doctora Teresa Sánchez era un santuario de tranquilidad. Las paredes de color crema, el suave zumbido del aire acondicionado y el aroma sutil a sándalo intentaban, sin éxito, penetrar la gruesa coraza que Mateo había construido a su alrededor. Llevaban ya cinco sesiones, pero la barrera entre ellos permanecía inmutable. Teresa, una mujer de unos cuarenta años con una paciencia casi infinita, lo observaba con ojos serenos. Había visto el dolor en todas sus formas, pero el de Mateo era diferente: no era un torrente, sino un estanque seco, una ausencia de emoción tan profunda que era casi un grito silencioso.
—¿Qué harías si pudieras hablar con tu yo de niño? —preguntó Teresa, su voz suave como el murmullo de una corriente.
Mateo no respondió de inmediato. Sus ojos, fijos en un punto invisible de la pared, eran dos pozos vacíos. Sus manos, apoyadas en las rodillas, estaban llenas de cicatrices, un mapa de guerras privadas que solo él entendía. Finalmente, su voz, un tono plano y desprovisto de cualquier emoción, rompió el silencio.
—Le mentiría. Le diría que todo va a estar bien.
Teresa apuntó algo en su libreta. Vio la leve tensión en la mandíbula de Mateo y la notó, el primer signo de vida en ese desierto emocional. Cruzó las piernas con lentitud, esperando. Sabía que la paciencia era la única llave para abrir esa puerta.
—¿Y si no le mintieras? —preguntó de nuevo.
La boca de Mateo se torció en lo que parecía una sonrisa, pero era más bien una mueca podrida. Un gesto que no alcanzaba sus ojos.
—Entonces le diría que corra. Que huya del infierno antes de que se le meta dentro. Que cuando escuche la voz de mamá riendo con Emiliano en la cocina, no se confíe. Que se esconda. Que cierre los ojos. Que nunca, nunca los mire.
La mención de esos nombres, de esa escena de falsa normalidad, hizo que la coraza se agrietara un poco. Teresa levantó la vista de su libreta. Su voz, siempre profesional, adquirió una nota de genuina curiosidad.
—¿Te hizo daño tu madre?
—No… —respondió Mateo, frotándose los nudillos, un tic nervioso que revelaba una tormenta oculta—. Ella solo miraba a otro lado. El que hacía daño era él.
El aire se llenó de un silencio pesado, el tipo de silencio que solo la verdad puede crear. Mateo se quedó un rato callado, como si estuviera buscando algo en el fondo de un pozo, un recuerdo enterrado bajo años de tierra y oscuridad.
—Y cuando al fin se fue, cuando dejé de verlo… ya era tarde. Me había dejado su voz metida en la cabeza. Y sus manos, también. No pude quitármelas nunca. Ni siquiera después de matarlo.
La terapeuta no reaccionó. Solo escribió, su lápiz moviéndose con una cadencia lenta y deliberada. Su rostro era una máscara de calma, pero por dentro, una alarma sonaba con fuerza. Había esperado una confesión de abuso, pero no esto.
—¿Lo mataste?
Mateo asintió. La mueca volvió a su rostro, esta vez con una sombra de amargura.
—Cuando cumplí dieciocho. Fue fácil. Tenía cáncer, ya estaba débil. Solo tuve que esperar. Le metí un trapo en la boca y le apreté la almohada. No tardó nada. Ni un minuto.
Mateo hizo una pausa, sus ojos buscando la reacción de Teresa. No encontró ninguna, y eso lo desestabilizó.
—¿Sabes qué fue lo peor? —¿Qué? —No sentí nada. Ni alivio, ni justicia. Solo… más silencio.
Capítulo II: El Legado de las Sombras
La niñez de Mateo no fue un cuento de hadas, sino una pesadilla envuelta en la normalidad. Desde la ventana de su pequeña habitación, veía a los otros niños jugar, sus risas sonando como melodías lejanas. Su mundo era una casa llena de secretos y el miedo era su único compañero. Cuando Emiliano, un hombre grande y de risa fuerte, llegó a sus vidas, Mateo supo que algo andaba mal. No era la risa de un padre, sino el rugido de un depredador. Su madre, ciega a la realidad o tal vez demasiado débil para enfrentarla, reía junto a él en la cocina, ignorando el miedo que vivía en los ojos de su hijo.
Las noches eran las peores. La casa se volvía una prisión. El crujido de las tablas del piso, la voz de Emiliano llamándolo, el olor a alcohol y el asco que le subía por la garganta. La voz de su madre, riendo en el otro cuarto, era un recordatorio constante de su abandono. Mateo aprendió a esconderse, a hacerse invisible. Se metía debajo de la cama, en el armario, en cualquier rincón donde el aire fuera menos denso. Pero nada podía detener las manos que lo encontraban.
La primera vez que el pensamiento de la muerte se cruzó por su mente, fue a los diez años. En el armario, con el cuchillo de cocina en la mano, se miró en el reflejo opaco de la hoja. Se veía tan pequeño, tan roto. El miedo no era a morir, sino a seguir viviendo. La idea de colgarse del pasamanos, de poner fin a su infierno, se convirtió en una constante, una voz susurrante que le prometía el silencio. Pero no lo hizo. No porque no quisiera, sino porque el miedo a defraudar a esa voz, la que le decía que era un cobarde, era aún mayor.
Los años pasaron, y Mateo se convirtió en un fantasma en su propia casa. Sus manos, llenas de cicatrices de uñas que se clavaban en su carne, eran un diario de su sufrimiento. Pero con cada cicatriz, crecía en él un fuego, un odio frío que no se extinguía. Y cuando supo que Emiliano tenía cáncer, que el tiempo era su aliado, el fuego se avivó. La venganza se convirtió en su única razón para existir. No quería matarlo por rabia, sino por justicia. Una justicia que el mundo le había negado.
Capítulo III: La Venganza y el Vacío
El día que cumplió dieciocho años, la sed de venganza alcanzó su punto culminante. No había sido un acto impulsivo. Fue el resultado de una espera paciente, de un plan metódico. Había esperado a que el cáncer de Emiliano lo debilitara, a que lo postrara en la cama. Esperó hasta que su madre se fuera a trabajar, dejando la casa en un silencio que se le antojaba perfecto.
Esa noche, Mateo entró en la habitación de Emiliano, un hombre reducido a una sombra de lo que fue. Su aliento era débil, su mirada perdida. Mateo no sintió pena. Solo el frío de la misión. Le metió un trapo en la boca para silenciar cualquier posible grito y, con una almohada, lo asfixió. La lucha fue mínima, casi inexistente. Emiliano se fue como había vivido, en silencio, y Mateo se quedó de pie, observando el cuerpo inerte, esperando el aluvión de emociones que debía venir.
Pero no vino. No hubo alivio. No hubo éxtasis. Solo más silencio. El mismo silencio que había prometido a su yo de niño. El mismo vacío que lo había consumido por dentro. Después, fue a su habitación, se acostó en su cama, y por primera vez en años, durmió. No hubo pesadillas. Solo el vacío.
A la siguiente sesión no fue. Tampoco a la otra. El silencio de Mateo se había vuelto literal. Teresa, preocupada, lo llamó, pero el teléfono sonó sin respuesta. Un mes después, recibió una caja sin remitente. Dentro había una cinta de casete, una grabadora vieja y una nota, escrita con una letra pulcra pero sin emociones.
“Escúchala”.
La terapeuta, con un temblor en las manos, puso la cinta. Sonó la voz de Mateo. Tranquila. Sin emoción.
—Si pudiera volver atrás… no lo salvaría. Lo sentaría frente a mí y le diría lo que viene. Todo. Las noches. Los ruidos. El asco. El odio. El día que se encerró en el armario con el cuchillo de cocina. La primera vez que pensó en colgarse del pasamanos. —Y luego le diría: ‘No temas. Todo eso que te va a pasar… te va a hacer fuerte. Te va a llenar de fuego. No serás una víctima. No. Vas a convertirte en algo mucho más peligroso. Algo que nadie podrá volver a tocar sin quemarse. Vas a sobrevivir, aunque eso te convierta en monstruo.’ —Y entonces me miraría con esos ojos sucios de infancia… y sabría que me entiende. Porque los demonios no nacen. Se hacen. Y yo soy prueba de ello.
Click. Fin de la cinta.
Capítulo IV: La Búsqueda del Fuego
A tres estados de distancia, un pederasta con antecedentes apareció descuartizado en una nave abandonada. Las cámaras de seguridad grabaron a alguien con una máscara infantil, de esas de cumpleaños, abandonando el lugar. Nunca lo atraparon. Pero los rumores crecieron. Alguien estaba cazando a los monstruos. Alguien que una vez fue uno de sus juguetes rotos. La noticia, que llegó a los oídos de Teresa, la llenó de un frío que le recorrió la columna vertebral. Se dio cuenta de que el silencio de Mateo no era la ausencia de dolor, sino la calma antes de la tormenta.
Y así fue durante los siguientes años. Teresa siguió las noticias con la misma atención que un detective, y cada nuevo caso, cada nuevo monstruo que caía, le confirmaba su sospecha. El niño que había prometido convertirse en un demonio, había cumplido su palabra. Pero en cada reportaje, en cada foto de la escena del crimen, Teresa veía la misma ausencia. El mismo silencio. El mismo vacío que había visto en los ojos de Mateo. Se dio cuenta de que la venganza, en lugar de sanar, estaba profundizando la herida. Que Mateo estaba atrapado en un ciclo de violencia que lo estaba matando por dentro. Se había convertido en un reflejo de su depredador, en un monstruo que cazaba a otros monstruos.
Capítulo V: El Regreso al Santuario (El Final Feliz)
Un día, después de casi cinco años de silencio, el teléfono de Teresa sonó. Era un número desconocido. Al otro lado de la línea, la voz de Mateo, ya no tan plana como antes, pero aún con una nota de cansancio, la saludó.
—Soy yo. Mateo.
El corazón de Teresa dio un vuelco.
—Sabía que llamarías. —No creo que lo sepas, pero… hice algo. Encontré a la persona que le hizo daño a ese niño. Y… no lo maté.
El silencio al otro lado de la línea fue largo y pesado. Teresa no dijo nada. Esperó.
—Lo entregué. Con todas las pruebas. Lo vi esposado, se lo llevaban. Y sabes qué… sentí algo. Sentí… un poco de paz. Y de nuevo, el vacío. Pero esta vez, fue diferente. Fue un vacío lleno de luz.
Mateo hizo una pausa. Su voz se quebró un poco, la primera vez que Teresa lo escuchaba llorar.
—Me di cuenta, Teresa. Me di cuenta de que mi fuego no era para destruir. Era para alumbrar. Que mi monstruo no era para cazar, sino para proteger. Me di cuenta de que si seguía por ese camino, me convertiría en uno de ellos. Y no podía permitirlo. No por mí, sino por el niño que fui.
La semana siguiente, Mateo apareció en la puerta del consultorio. Ya no era un fantasma. Era un hombre. Las cicatrices en sus nudillos seguían ahí, pero sus ojos ya no eran pozos vacíos. Estaban llenos de una tristeza profunda, sí, pero también de una luz que Teresa nunca había visto en él.
—Estoy listo —le dijo.
A partir de ese día, Mateo no volvió a terapia para sanar sus heridas. Volvió para entenderlas, para aceptarlas, para honrarlas. Empezó a estudiar derecho, se especializó en casos de abuso infantil y se convirtió en la voz de los que, como él, no la tenían. El “monstruo” que había forjado con el dolor de su infancia, se transformó en un protector de la inocencia. Las cicatrices en sus manos ya no eran un mapa de guerras privadas, sino un recordatorio de la fuerza que había encontrado. Un recordatorio de que los demonios no nacen, sino que se hacen, pero que, con el amor y el apoyo adecuados, pueden convertirse en ángeles guardianes.
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