Las sombras de Ben
Capítulo I: El Eco de un Lazo Indisoluble
En el pueblo de Timucuy, un rincón del mundo donde el tiempo parecía haberse detenido en un suspiro, vivían Ángela y su esposo, Julián. Era un lugar pintoresco, de calles de tierra que se anegaban con la lluvia, casas de adobe con techos de teja y una plaza central donde el rumor de la vida cotidiana era el sonido más fuerte. En Timucuy, la gente se conocía por generaciones, y las historias de amor, tragedia y costumbre se entrelazaban como las hebras de un tapiz antiguo. Ángela y Julián, casados desde hacía ocho años, habían tejido su propio pedazo de ese tapiz. Su vida era una rutina tranquila, llena de pequeñas certezas: el café de la mañana, la siesta después del almuerzo, la espera del atardecer para sentarse en el porche y contemplar el horizonte.
Pero la certeza más grande en la vida de Julián era Matías, su hermano gemelo. Desde que nacieron, eran inseparables, dos mitades de un mismo ser. No solo compartían rasgos físicos idénticos – la misma nariz aguileña, la misma sonrisa ladeada, los mismos ojos oscuros y profundos – sino también un vínculo que desafiaba la lógica. Se comunicaban con miradas, terminaban las frases del otro y, a menudo, sentían lo mismo al mismo tiempo, una conexión que los demás en el pueblo consideraban un don. Juntos, crecieron en los campos de maíz del abuelo, jugaron a la pelota con un balón de trapo, se defendieron de las peleas en la escuela y compartieron secretos bajo la luz de la luna. Incluso cuando Julián se casó con Ángela, Matías siguió siendo una parte esencial de su vida, un tercer pilar en el pequeño mundo que habían construido. Por eso, su muerte, inesperada y prematura, fue un golpe brutal. Un rayo en un cielo sin nubes.
El velorio se llevó a cabo en la casa de la familia, como dictaba la costumbre. Los vecinos se agolparon en la sala, sus rostros sombríos iluminados por la luz parpadeante de las velas que se habían encendido en cada rincón. El aire estaba cargado del olor a flores marchitas, a incienso y a la pesada pena de los que se habían quedado. El cuerpo de Matías yacía en un ataúd abierto, su rostro pálido y sereno, tan inexpresivo que parecía una figura de cera. Julián no derramó una sola lágrima. Se quedó de pie, inmóvil, con la mirada perdida en un punto lejano, como si su mente se hubiera disociado de su cuerpo. Sostenía las cuentas de un rosario con los dedos temblorosos, un gesto que Ángela notó con el corazón oprimido. Su dolor era un océano helado, inmensurable, y ella, desde la orilla, no podía hacer más que observarlo sin entenderlo del todo.
Capítulo II: Las Pequeñas Grietas
Después del entierro, Ángela intentó ayudar a su esposo a sobrellevar el duelo. Le preparó sus comidas favoritas, se sentaba a su lado en el porche en silencio, y le daba masajes en la espalda para aliviar la tensión que lo mantenía rígido. Pero pronto notó cambios inquietantes en su comportamiento. Al principio, eran cosas pequeñas, casi insignificantes, que podían ser atribuidas a la conmoción. Olvidaba dónde dejaba sus llaves, no recordaba si había apagado la estufa y, en dos ocasiones, llamó a su esposa por el nombre de su madre sin darse cuenta.
—Debe ser el dolor —se repetía Ángela, tratando de encontrar una explicación racional—. Es normal que esté distraído. Es el duelo.
Pero las distracciones pronto se convirtieron en algo más. La primera manifestación de lo que vendría ocurrió una noche, mientras dormían. Ángela despertó al sentir que Julián se movía inquieto en la cama. Abrió los ojos y lo vio sentado en el borde del colchón, su espalda rígida, con la mirada fija en la pared del frente, una pared blanca y vacía.
—¿Julián? —susurró, con un hilo de voz, el corazón latiéndole con fuerza en el pecho.
Él tardó en responder. Su voz, cuando finalmente habló, era monótona, plana, como si viniera de un lugar muy lejano.
—Está aquí —dijo, sin apartar la mirada de la pared.
—¿Quién? —preguntó Ángela, el escalofrío de la noche colándose por las sábanas.
—Matías. Me está llamando.
Ángela sintió un escalofrío recorrerle la espalda, un frío que no venía del aire, sino de la extraña calma en la voz de su esposo. Encendió la lámpara de la mesita de noche, y la luz cálida inundó la habitación, disipando las sombras que bailaban en la pared. Le tomó el rostro con sus manos, tratando de encontrar en sus ojos la chispa de su esposo, del hombre que conocía.
—No hay nadie aquí, amor. Fue un sueño.
Pero Julián se soltó de su agarre con una fuerza inesperada y se levantó. Caminó hacia la puerta como un sonámbulo y salió al patio. Ángela, asustada y confundida, corrió tras él y lo encontró de pie, descalzo sobre la tierra húmeda, el rocío de la madrugada cubriendo sus pies. Susurraba algo en voz baja, un murmullo incomprensible que se perdía en la brisa.
—¿Qué dices? —preguntó ella, abrazándose a sí misma por el frío de la madrugada.
Julián giró la cabeza lentamente y la miró. En sus ojos, Ángela no vio a su esposo. Vio una expresión extraña, ajena, una mirada que no le pertenecía.
—Dice que no debí dejarlo solo. Que ahora es mi turno.
Ángela sintió que el aire le faltaba. Esa noche, convenció a su esposo de volver a la cama, pero a partir de entonces, los episodios se hicieron más frecuentes. Julián empezó a confundir su reflejo en los espejos con el de su hermano. Decía que Matías le hablaba, que lo veía en los rincones de la casa, en el reflejo del agua, en las sombras de los árboles. A veces, Ángela lo encontraba sentado en la mecedora del patio, murmurando cosas sin sentido, como si estuviera en una conversación con un invitado invisible.
Capítulo III: El Vínculo Prohibido
El miedo se instaló en la casa. Ángela ya no dormía tranquila, siempre alerta a los ruidos de la noche. Se había vuelto una observadora silenciosa del lento desmoronamiento de su esposo, impotente, sin saber a quién acudir. La gente del pueblo, que lo quería mucho, lo atribuía al duelo. “Déjalo, Ángela. Es su manera de extrañarlo”, le decían, sin entender la profundidad del abismo en el que se estaba hundiendo.
Lo peor ocurrió una madrugada. Ángela despertó de golpe al escuchar un ruido en la cocina, un sonido metálico que hizo eco en el silencio de la casa. Se levantó con cautela, el corazón golpeándole en las costillas. Al llegar, vio a Julián de espaldas, de pie frente al fregadero. Parecía estar sosteniendo algo.
—¿Qué haces? —preguntó, encendiendo la luz con un movimiento tembloroso.
Él giró lentamente. En sus manos, había un cuchillo de cocina, la hoja brillando bajo la luz pálida del foco.
—Matías dice que debo ir con él —susurró.
Ángela sintió cómo el pánico la paralizaba. Su cuerpo se quedó inmóvil, su voz se secó en su garganta. Con voz temblorosa, intentó razonar con él, con el hombre que amaba, con el hombre que ahora parecía ser otra persona.
—No, amor… Matías ya no está. Eres Julián, estás aquí, conmigo. Estamos juntos.
Los ojos de su esposo se llenaron de lágrimas. Su cuerpo se tensó, como si estuviera librando una batalla interna. Y, de repente, dejó caer el cuchillo al suelo, el ruido metálico del impacto rompiendo el silencio. Como si despertara de un trance, comenzó a sollozar, un lamento doloroso que venía desde lo más profundo de su ser. Ángela corrió a abrazarlo, y en sus brazos, Julián se derrumbó.
Después de esa noche, Ángela supo que no podían seguir así. El amor no era suficiente para luchar contra una sombra, contra un lazo tan fuerte que se negaba a romperse. Buscó ayuda en una curandera del pueblo, una anciana de manos arrugadas y ojos sabios llamada Doña Aurelia. La anciana la recibió con una calma que Ángela no había sentido en meses. Le escuchó con atención, sin interrumpirla, mientras Ángela le contaba los detalles de los últimos meses, las voces, los espejos, el cuchillo.
Doña Aurelia le explicó que el lazo entre los gemelos era tan fuerte que, a veces, cuando uno moría, el otro quedaba atrapado entre dos mundos, arrastrado por el dolor de la ausencia, por la necesidad de una conexión que ya no existía.
—Su espíritu lo está jalando. Lo busca, lo llama, porque no puede aceptar que la mitad de sí mismo ya no está. Pero si Julián se aferra a la vida, si su amor por ti es más fuerte que el lazo de sangre, puede liberarse —le advirtió la anciana.
Con la guía de la curandera, hicieron un ritual de despedida. En una noche de luna llena, bajo un cielo estrellado que parecía una obra de arte, llevaron una vela blanca y una prenda de Matías al campo donde solían jugar de niños. Allí, en medio de la hierba húmeda y el canto de los grillos, Julián, con la voz entrecortada, habló con su hermano por última vez. Le pidió que lo dejara ir, que dejara que su espíritu descansara en paz, que él se quedaría en la tierra para continuar su vida con Ángela.
Cuando la vela se consumió, Julián sintió un peso desaparecer de su pecho, un alivio que lo hizo respirar por primera vez en meses. A partir de esa noche, las voces cesaron. El eco de Matías en su mente se fue disipando, y los espejos volvieron a reflejar solo su propio rostro.
Reflexión
El duelo es un camino solitario y a veces nos atrapa en sombras que parecen imposibles de vencer. Pero aprender a soltar no significa olvidar, sino honrar la memoria de quienes amamos sin perdernos en su ausencia. La vida sigue, y aunque el dolor nos acompañe, siempre hay luz esperando al final del camino, un camino que Julián, con la mano de Ángela en la suya, por fin estaba listo para recorrer.
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