El aire de Guadalajara en octubre de 1925 llevaba consigo el peso del olvido. Manuel Reyes, periodista del Diario de Jalisco, caminaba por las empedradas calles del centro histórico con un periódico amarillento en la mano. La fecha en la esquina superior decía 15 de noviembre de 1899. Veintiséis años. Veintiséis años desde que la Hacienda González desapareció de los registros públicos, borrada de la memoria como si nunca hubiera existido.

El edificio frente a él, la mansión de tres pisos que alguna vez fue símbolo de prosperidad, ahora era un esqueleto de ladrillo rojo y ventanas rotas, cubierto de enredaderas como cicatrices vivas. Manuel, a sus 39 años, nunca se había atrevido a entrar. Hasta hoy. Lo que lo había impulsado fue una carta anónima que llegó a la redacción tres semanas atrás, con letra temblorosa: “Si quieres saber qué pasó con los 35 hombres, busque a las hermanas González. Busque el sótano. La verdad está bajo tierra”.

Manuel empujó la puerta principal. El sonido fue como un gemido. El interior olía a humedad, a madera podrida, a tiempo detenido. Muebles cubiertos de polvo y paredes descascaradas lo recibieron.

Fue entonces cuando escuchó la voz. “No debería estar aquí”.

Manuel giró bruscamente. Una mujer de al menos 90 años estaba sentada en una silla junto a lo que alguna vez fue una chimenea. Sus ojos grises lo miraban con una intensidad que heló la sangre del periodista. Vestía de negro, como si estuviera de luto perpetuo.

“Estoy buscando información”, dijo Manuel, recuperando la compostura. “Soy periodista. Vine por una carta sobre lo que sucedió en 1899”.

La mujer esbozó una sonrisa que pareció un cráneo sonriendo. “Una carta. Eso significa que alguien finalmente decidió hablar. Mi nombre es Catalina González. Tengo 92 años y he estado esperando a alguien como usted casi tres décadas”.

Manuel se acercó, sacando su libreta. “¿Usted es una de las hermanas gemelas?”.

“No desaparecimos”, dijo Catalina. “Nos escondimos. Y con razón. Mi hermana gemela, Victoria, murió hace 8 años. Fui la última en guardar este secreto, pero morirme sin contar lo que pasó sería una traición a esos hombres”.

Apoyándose en un bastón de madera oscura, Catalina se levantó. “Nuestro padre, Don Ricardo González, era un hombre respetado. Terrateniente, inversionista. Pero la verdad era mucho más oscura. En 1898 estaba en deudas enormes con prestamistas peligrosos. Victoria y yo teníamos apenas 19 años. Éramos gemelas idénticas, y nuestro padre descubrió que podía usar eso”.

Catalina lo guio hacia una puerta lateral. “Mi padre contrataba a hombres”, continuó, mientras bajaban hacia la oscuridad. “Nos hacía fingir, seducirlos, ganarles su confianza con promesas de trabajo y fortuna. Y luego, cuando estaban vulnerables, solos en el sótano, sucedía”.

“¿Qué sucedía?”, preguntó Manuel, aunque intuía la respuesta.

“Nuestro padre los asesinaba”, susurró Catalina. “O mejor dicho, los hacía desaparecer. 35 hombres entre 1898 y 1899. Ladrones, trabajadores desesperados… Nadie los echaba de menos. Mi padre robaba sus dineros, sus pertenencias. Fue su forma de pagar las deudas”.

Llegaron a una puerta de madera reforzada con hierro. Catalina la abrió con una llave antigua. Un olor fétido golpeó sus narices.

“¿Y ustedes?”, preguntó Manuel.

“Fuimos sus cómplices”, dijo Catalina. “No teníamos opción. Era un hombre cruel. Nos golpeaba, nos amenazaba con vendernos a burdeles si no obedecíamos. Éramos niñas atrapadas en un infierno”.

Descendieron al sótano. El aire se volvió más frío. El sótano era vasto. En las paredes había rayaduras profundas, como si alguien hubiera intentado escapar. Había cadenas oxidadas en los muros y, en el centro, un pozo profundo cubierto con tablones de madera podrida.

“¿Qué hay abajo?”, preguntó Manuel.

“Las respuestas”, dijo Catalina. “Y la razón por la que Victoria y yo nos convertimos en fantasmas”.

Catalina se sentó en una piedra, el peso de los años aplastándola. “Mi padre nos enseñó a actuar, a usar nuestro parecido para confundirlos. El primero se llamaba Juan. Un trabajador de caña. Yo lo seduje. Bailamos, bebimos vino. Cuando lo llevé al sótano para mostrarle su cuarto de criado, mi padre estaba esperando”.

“¿Cómo los asesinaba?”, preguntó Manuel, con la mano temblando sobre su libreta.

“De diferentes formas. Veneno, armas. Era inventivo en su crueldad”. Señaló el pozo. “No hay cuerpos. El pozo va directo a una red de cavernas naturales bajo Jalisco. Los cuerpos fueron dispersados allí, perdidos en la oscuridad”.

“¿Por qué me cuenta esto ahora?”, preguntó Manuel.

“Porque estoy envejeciendo”, respondió Catalina. “Porque Victoria se ha ido. Porque esos hombres merecen que alguien sepa sus nombres”.

El alba rompía sobre Jalisco cuando Manuel salió de la mansión. Había estado adentro ocho horas. En la redacción, se encerró y comenzó a escribir, pero sabía que necesitaba verificación.

Pasó las siguientes semanas obsesionado. En los archivos públicos, encontró que las deudas de Don Ricardo González desaparecieron abruptamente en 1899, coincidiendo con grandes depósitos de dinero de fuentes no identificadas. Encontró al anciano Padre Guillermo en la iglesia de la Asunción. El sacerdote recordaba a la familia: “Don Ricardo vino a verme alrededor de 1900. Pidió una confesión privada, no sacramental. Estaba quebrado por la culpa. Murió tres meses después”.

Manuel buscó a las familias. Encontró a Rosa María, la hermana de 78 años de Juan Carlos Mendoza, el trabajador de caña. “Tenía 23 años”, dijo ella, llorando. “Fue a una entrevista de trabajo en la Hacienda González. Mencionó a una chica hermosa que conoció allá. Nunca volvió”.

Cada familia que Manuel visitó tenía la misma historia: un ser querido desaparecido tras ir a la hacienda.

Regresó con Catalina. “Encontré familias rotas”, le dijo. “Necesito los nombres”.

La anciana fue a un mueble antiguo y extrajo un libro encuadernado en cuero negro. “Cuando nuestro padre murió, encontramos su diario. Un registro detallado de todo. Victoria y yo lo copiamos palabra por palabra”.

Manuel tomó el libro. Era el corazón de la verdad. “Primero de marzo de 1898, Juan Carlos Mendoza, 23 años, trabajador agrícola… eliminado por envenenamiento… dinero encontrado, 47 pesos. Victoria fue quien lo sedujo”. “8 de marzo de 1898. Alejandro Fuentes, 31 años, cartero… eliminado por arma de fuego… dinero encontrado, 123 pesos. Catalina fue quien lo sedujo”.

El 3 de noviembre de 1925, el Diario de Jalisco publicó la historia ocupando toda la primera plana. El titular fue simple: “LOS 35 NOMBRES. EL SÓTANO MALDITO DE LA HACIENDA GONZÁLEZ REVELA SU SECRETO”.

La ciudad estalló. Las autoridades se vieron obligadas a actuar. Llegaron a la mansión y comenzaron a excavar el pozo. “¡Hay esqueletos aquí!”, gritó un policía desde las profundidades. “Muchos esqueletos, diseminados por todas partes”.

Cuando fueron a arrestar a Catalina, la encontraron sentada en la mansión, sirviendo té. “Estoy lista”, dijo. “He estado lista durante 26 años”. Mientras se la llevaban, buscó a Manuel. “Cuide de que se recuerden sus nombres. Cuide de que sus familias sepan que el mundo conoce lo que sucedió aquí”.

El juicio comenzó en enero de 1926. La corte estaba abarrotada. Catalina fue llevada al juzgado, vestida de negro, con una dignidad tranquila.

“¿Es verdad que sedujeron a estos hombres para llevarlos a sus muertes?”, preguntó el fiscal.

“Sí”, dijo Catalina, su voz llenando la sala. “Es verdad. Fuimos cómplices”.

El abogado defensor alegó coerción, que era una niña de 19 años bajo el control de un padre violento. Pero el momento que cambió el juicio fue cuando Rosa María, la hermana de Juan Carlos, subió al estrado.

Miró directamente a Catalina. “Usted sedujo a mi hermano. Usted lo engañó. Pero también sé que usted fue una víctima. Mi hermano me contó que vio el dolor en sus ojos”.

El veredicto llegó: Catalina fue encontrada culpable de complicidad en asesinato. El juez, visiblemente afectado, la sentenció a 20 años de prisión, una sentencia que, dada su edad, equivalía a cadena perpetua. Le permitió una declaración final.

Catalina se levantó lentamente. “Pasé 26 años escondida en esa mansión”, dijo. “26 años viviendo con el fantasma de cada hombre que mi padre asesinó. Cada noche escuchaba sus voces. Fue un castigo que cualquier prisión apenas puede igualar. Pero ahora, finalmente, he tenido la oportunidad de contar la verdad. He tenido la oportunidad de darles a estos hombres la dignidad de ser recordados por sus nombres. Eso es algo”, hizo una pausa, sus ojos grises buscando a Manuel entre la multitud. “No es justicia, porque la justicia murió con ellos en ese sótano. Pero es la verdad. Y la verdad, al menos, nos ha hecho libres a todos”.

Catalina González murió en la prisión del estado dos años después. Manuel Reyes continuó trabajando como periodista, pero la historia de la Hacienda González lo marcó para siempre. Gracias a su trabajo, en el cementerio de Guadalajara se erigió un pequeño monumento, no con el nombre de la familia González, sino con los 35 nombres de los hombres que finalmente habían sido encontrados.