En el año de nuestro Señor de 1887, el pequeño y polvoriento pueblo de Guayapam, en el corazón de Oaxaca, era un remanso de paz aparente. La vida transcurría marcada por el ritmo ancestral de las campanas de la iglesia y el murmullo del río. Sin embargo, en la periferia del pueblo, se alzaba la morada de las hermanas Peralta, Ramona y Benita, dos mujeres de avanzada edad, urañas y de aspecto severo.

Durante años, las hermanas habían mantenido una distancia impenetrable con la comunidad, justificando su reclusión con el cuidado de su madre, doña Elena. En su juventud, doña Elena había sido una mujer de fuerte carácter, pero con el tiempo, su presencia se desvaneció. Las hermanas explicaban su ausencia con excusas concisas: la madre estaba indispuesta, su vejez la había vuelto uraña, no quería ver a nadie.

Pero los meses se convirtieron en años, y doña Elena no volvió a ser vista. El silencio en la casa de las Peralta se volvió antinatural. Fue doña Remedios, la vecina más cercana, quien primero sintió que algo andaba terriblemente mal. Notó nubes inusuales de moscas, un hedor nauseabundo que se intensificaba con el calor y, en el silencio de la noche, un sonido débil y espaciado: el arrastrar de cadenas.

Aterrada, doña Remedios confió sus sospechas al sacerdote del pueblo, el padre Eusebio. Incapaz de ignorar la gravedad de los rumores, el padre Eusebio, acompañado por el alcalde, don Genaro, y dos alguaciles, se dirigió a la casa de las Peralta.

La puerta se abrió apenas una rendija, revelando el rostro adusto de Ramona. “¿Qué se les ofrece?”, preguntó con voz seca.

El padre Eusebio explicó su preocupación por doña Elena. Las hermanas insistieron en que su madre estaba bien, pero simplemente no deseaba ser molestada. Don Genaro, sin embargo, invocó su autoridad: “Con todo respeto, hermanas, pero la ley me obliga a asegurar el bienestar de todos. Debemos ver a doña Elena”.

Con un suspiro que sonó más a resentimiento que a resignación, las hermanas les permitieron entrar. El interior de la casa era un laberinto de sombras, polvo y un aire viciado. El hedor a descomposición era abrumador. Tras buscar en vano en las lúgubres habitaciones, Ramona señaló hacia el patio trasero. “Le gusta tomar el aire”, dijo.

El patio era un caos de maleza, y en su centro, casi oculto, encontraron el pozo. El olor era insoportable y un zumbido de moscas se elevaba del brocal. El alcalde se inclinó sobre el borde. La oscuridad era casi absoluta, pero entonces escuchó un sonido débil, un gemido, acompañado por el metálico y lúgubre tintineo de cadenas.

“¡Madre de Dios!”, exclamó don Genaro, con el rostro lívido.

El padre Eusebio se arrodilló, persignándose, y asomó la cabeza. Lo que vio le heló el alma. Allí, en el fondo, sobre un lecho de fango y agua estancada, yacía una figura humana esquelética, cubierta de mugre y llagas. Unas cadenas gruesas y oxidadas la sujetaban por los tobillos a una argolla en la pared. Era doña Elena, viva.

Mientras los alguaciles corrían por ayuda, don Genaro se volvió hacia las hermanas, que permanecían impasibles. “¿Qué han hecho?”, rugió.

“Ella se puso muy terca, padre”, respondió Ramona, con una voz desprovista de emoción. “No nos dejaba en paz. Tuvimos que controlarla por su propio bien. Le bajábamos la comida, agua… lo necesario”.

El horror de la justificación fue tan impactante como la visión en el pozo. Con la ayuda de los hombres del pueblo, que llegaron con escaleras y herramientas, Pedro el herrero tuvo que descender para cortar la cadena, que estaba soldada al tobillo de la anciana.

Con extremo cuidado, el cuerpo frágil y demacrado de doña Elena fue alzado del pozo. Cuando emergió a la luz, un silencio sepulcral cayó sobre la multitud. Las hermanas Peralta fueron arrestadas inmediatamente, entre los gritos de “¡Asesinas!” y “¡Monstruos!” de sus vecinos.

El médico del pueblo, don Ricardo, examinó a doña Elena. Su diagnóstico fue sombrío: desnutrición severa, infecciones múltiples y un shock traumático profundo. La noticia del “Horror de Guayapam” se extendió por todo Oaxaca, atrayendo a la prensa y a las autoridades.

Se inició un juicio rápido. Las hermanas, sentadas en el banquillo, nunca mostraron remordimiento. Ramona repitió su defensa: su madre había sido una mujer difícil y dominante, y ellas simplemente la habían “mantenido segura”.

Mientras el juicio avanzaba, el estado de doña Elena permanecía crítico. A pesar de los cuidados de don Ricardo y las vigilias de una arrepentida doña Remedios, el cuerpo de la anciana estaba demasiado destrozado. Los años de tortura y abandono habían consumido su espíritu. Doña Elena murió pocos días después de su rescate, en una cama limpia, pero sin haber recuperado jamás la conciencia ni pronunciado una sola palabra.

Su muerte selló el destino de sus hijas. Ramona y Benita Peralta fueron declaradas culpables de parricidio y tortura. La ausencia de locura diagnosticable, combinada con la crueldad premeditada del crimen, les valió la condena más severa. Fueron sentenciadas a pasar el resto de sus vidas en prisión.

Las “hermanas degeneradas de Guayapam” fueron trasladadas, sus rostros aún impasibles, dejando atrás el pueblo horrorizado. La casa de la periferia fue quemada hasta los cimientos por los vecinos, en un intento de purgar la mancha de su maldad. El pozo fue sellado con piedras y tierra, pero permaneció en la memoria colectiva como un monumento sombrío a la oscuridad que anidó, insospechada, en el corazón de Guayapam.