Los Ecos de la Mansión Beaumont
I. La Sentencia
Isolda sintió el peso del sobre lacrado en sus manos temblorosas, mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas hinchadas y enrojecidas. El notario Beauregard la observaba con una mezcla de lástima clínica y curiosidad mórbida desde el otro lado de su imponente escritorio de caoba. Afuera, la lluvia incesante de noviembre golpeaba los cristales de aquella oficina lúgubre en el Barrio Francés de Nueva Orleans; el año 1889 parecía empeñado en arrebatarle hasta el último vestigio de dignidad que le quedaba.
La carta era de su cuñada, Marguerite, y sus palabras no eran simples oraciones, sino cuchillos afilados dirigidos al corazón de su autoestima. “Isolda, después de tres años de matrimonio con mi hermano fallecido, ni siquiera le diste un heredero. Tu vientre estéril y tu cuerpo descuidado, engrosado por la gula y la pereza, son una vergüenza para nuestra familia. No recibirás ni un centavo de la herencia. Abandona la casa antes del viernes o te haré sacar por la fuerza. Una mujer como tú no merece llevar nuestro apellido.”
El notario Beauregard carraspeó, rompiendo el silencio denso de la habitación. Ajustó sus anteojos redondos sobre su nariz aguileña y miró a la mujer frente a él. Isolda tenía treinta y dos años, pero en su alma pesaban siglos. Desde la muerte de su esposo Thomas por tuberculosis hacía ocho meses, había ganado más de veinte kilos. La comida se había convertido en el único abrazo cálido en un mundo que la rechazaba por su incapacidad biológica de concebir. Sus vestidos negros tiraban de las costuras, y sus ojos verdes, antaño brillantes, eran ahora pozos de desesperación.
—Señora Isolda —dijo el notario finalmente, con voz grave y cautelosa—. Tengo una propuesta que podría interesarle, aunque debo advertirle que es… poco ortodoxa.
Isolda levantó la vista, limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano. No tenía nada que perder. Su propia familia la había repudiado antes de casarse, y los Moore, la familia de su esposo, la habían desechado como basura inservible tras el funeral.
—Escucho —murmuró con voz rota.
Beauregard extrajo un documento amarillento de un cajón cerrado con llave. El papel crujió bajo sus dedos como hojas secas de otoño. —Hace cincuenta años, la familia Beaumont fue una de las más prominentes de Nueva Orleans. Poseían una mansión magnífica en el distrito Garden. Pero en 1874 ocurrió una tragedia. Casi toda la familia murió en circunstancias violentas y extrañas. La casa quedó abandonada desde entonces. El testamento de la última heredera, la señorita Evangeline Beaumont, estipula que cualquier persona dispuesta a vivir en la propiedad durante un año completo, la heredará. Sin embargo… —hizo una pausa dramática— nadie ha logrado permanecer más de tres meses.
Isolda frunció el ceño. —¿Por qué? ¿Qué tiene de malo la casa?
El notario vaciló, tamborileando los dedos sobre la madera. —Los ocupantes anteriores reportan fenómenos inexplicables. Ruidos en la noche, objetos que se mueven solos, sombras que se deslizan por los pasillos. Una pareja huyó en dos semanas. Un hombre de negocios resistió casi tres meses, pero lo encontraron delirando en la calle, hablando de espíritus vengativos. Desde entonces han pasado cinco años sin que nadie se atreva a intentarlo.
Isolda apretó los puños sobre su regazo. Una casa embrujada. Perfecto. Como si su vida no fuera ya una pesadilla suficiente. Pero la alternativa era la calle, la mendicidad, o peor, uno de esos asilos para “mujeres caídas”. Al menos, en una mansión embrujada tendría una puerta que cerrar tras de sí.
—Acepto —dijo con una firmeza que la sorprendió a ella misma.
El notario parpadeó. —Señora, ¿está segura? No hay electricidad, la fontanería es arcaica y los vecinos evitan la zona. Hay rumores… dicen que la última persona vio a un hombre en el ático. Un hombre que no debería estar vivo.
—He dicho que acepto —interrumpió Isolda, irguiendo la espalda—. No tengo dinero, ni familia, ni futuro. Los fantasmas no pueden ser peores que las personas que me han rechazado toda mi vida.

II. La Mansión de las Sombras
Tres días después, Isolda se encontraba frente a la mansión Beaumont con una maleta desvencijada. La propiedad era una belleza trágica: tres pisos de altura, columnas griegas y ventanas enormes cubiertas de polvo y telarañas. Las glicinas trepaban por las paredes como dedos esqueléticos y los magnolios proyectaban sombras retorcidas. El silencio era opresivo.
Al entrar, el olor a humedad y madera vieja la golpeó. El interior estaba congelado en el tiempo, con muebles cubiertos por sábanas blancas que parecían espectros inmóviles. Isolda eligió un dormitorio en el segundo piso, limpió lo básico y trató de convencerse de que todo iría bien.
Pero la primera noche destruyó su calma.
Alrededor de las dos de la mañana, los escuchó: pasos. Lentos, pesados, arrastrándose directamente sobre su cabeza, en el tercer piso. Luego, un golpe sordo, como un cuerpo cayendo o un mueble siendo arrastrado. Isolda pasó la noche temblando, con un atizador de chimenea en la mano, sin pegar ojo.
A la mañana siguiente, con el valor que otorga la luz del sol, subió al tercer piso. Encontró la puerta del ático entreabierta. Al subir, descubrió algo que heló su sangre más que cualquier fantasma: restos de comida recientes, una manta doblada y un área limpia en el suelo polvoriento.
No estaba sola. Había alguien viviendo allí.
III. El Fantasma de Carne y Hueso
La segunda noche, Isolda decidió no esconderse. Si iba a morir, lo haría de pie. Se sentó en el pasillo del segundo piso con una lámpara de aceite y esperó. A medianoche, la puerta del ático se abrió. Los pasos bajaron.
Cuando la figura se detuvo ante su puerta cerrada, Isolda gritó que estaba armada. La respuesta fue una voz humana, ronca y cansada: “No grites. No voy a hacerte daño. Vivo aquí. He vivido aquí durante quince años. Por favor, vete.”
El intruso no era un espíritu, sino un hombre destrozado. Tras una tensa conversación a través de la puerta, el hombre huyó de nuevo al ático. Isolda, impulsada por una curiosidad más fuerte que el miedo, investigó en la biblioteca pública al día siguiente. Descubrió la historia de la masacre de 1874 y el nombre del supuesto asesino: Nashoba, un trabajador nativo de la tribu Choctaw que había desaparecido tras ser acusado por la única superviviente, Evangeline Beaumont.
Esa noche, Isolda hizo lo impensable. Cocinó estofado, puso dos platos en el pasillo y esperó.
Cuando Nashoba bajó, no encontró a una mujer histérica, sino a una alma tan herida como la suya ofreciéndole comida caliente. Nashoba, demacrado, con el cabello largo y la ropa hecha jirones, comió con la desesperación de un náufrago. Y luego, bajo la luz tenue de la lámpara, le contó la verdad.
Él no había matado a la familia. Había intentado salvarlos. El verdadero asesino era Lucien Beaumont, el primo obsesionado con Evangeline y su fortuna. Nashoba había salvado a Evangeline del fuego, pero en su trauma inicial, ella lo acusó. Él huyó, pero regresó un año después porque no podía abandonarla.
—Evangeline fue la última persona que me habló —dijo Nashoba con la voz quebrada—. Murió hace seis años. Una noche entré a verla. Ella lloraba. Me dijo: “Sé que no fuiste tú. Lo recordé hace meses. Fue Lucien. Él mató a mi familia y yo te condené”…
IV. La Alianza de los Olvidados
Isolda escuchaba, hipnotizada por el dolor en los ojos del hombre. —¿Por qué te quedaste entonces? —preguntó ella suavemente—. Si ella sabía la verdad…
—Porque Lucien sigue vivo —respondió Nashoba, y una sombra de odio cruzó su rostro—. Lucien es un hombre poderoso ahora, un “pilar de la comunidad”. Evangeline tenía miedo. Me escondió aquí porque sabía que si yo salía a la luz, Lucien me mataría antes de llegar a un tribunal. Vivimos como fantasmas en nuestra propia casa. Ella abajo, yo arriba. Cuando ella murió, dejó el testamento con esa cláusula absurda de un año.
—¿Para qué? —inquirió Isolda.
—Para ganar tiempo. O tal vez… —Nashoba la miró fijamente— para encontrar a alguien que no tuviera nada que perder. Alguien capaz de pelear. Lucien vigila la casa. Ha enviado hombres antes para asustar a los inquilinos. Quiere que la propiedad quede abandonada para poder comprarla por una miseria a través de un testaferro y destruir la evidencia que queda.
—¿Qué evidencia?
Nashoba se levantó y le hizo un gesto para que lo siguiera. Subieron al ático, al rincón donde él vivía. De debajo de una tabla suelta, sacó un diario encuadernado en cuero, chamuscado por los bordes. —El diario de Evangeline. Aquí escribió todo lo que recordó. Y algo más: Lucien le escribía cartas amenazantes antes del incendio. Ella las guardó. Están aquí dentro. Pero un indio mestizo y una mujer muerta no son suficientes para la justicia de este estado.
Isolda tomó el diario. Sintió una oleada de ira, no por ella, sino por este hombre que había sacrificado su vida por lealtad, y por Evangeline, aterrorizada en su propio hogar. —Ellos no te creerán a ti —dijo Isolda, levantando la barbilla, y en ese momento, la viuda triste y gorda desapareció, reemplazada por una mujer de hierro—. Pero me creerán a mí. Soy una viuda blanca, respetable a los ojos de la ley, y ahora, la inquilina legal.
—Es peligroso —advirtió Nashoba.
—Ya estoy muerta para el mundo, Nashoba. No tengo nada más que esta casa y esta verdad. Vamos a terminar con esto.
V. La Trampa
Durante los siguientes seis meses, Isolda y Nashoba vivieron en una extraña armonía doméstica. Él reparaba las goteras y cuidaba el jardín trasero al amparo de la noche; ella cocinaba y le leía las noticias. Isolda comenzó a perder peso, no por hambre, sino por la actividad constante y el propósito renovado. Su risa volvió, tímida al principio, luego sonora.
Pero sabían que el tiempo se agotaba. Isolda comenzó a dejarse ver en el pueblo, sembrando rumores. Le dijo al notario Beauregard (quien seguramente informaría a otros) que había encontrado “documentos interesantes” en el ático y que planeaba llevarlos al fiscal del distrito al finalizar su año.
El anzuelo estaba lanzado.
La noche del 14 de octubre, un día antes del aniversario del incendio, una tormenta azotó Nueva Orleans. Isolda estaba sentada en el salón principal, tejiendo a la luz de una sola vela. La puerta principal se abrió con un estruendo.
Lucien Beaumont entró. Era un hombre anciano ahora, pero sus ojos conservaban esa maldad fría. Venía acompañado de dos matones. —Vaya, vaya —dijo Lucien, sacudiendo su paraguas—. La viuda persistente. Te advertí que te fueras, querida. Mis fantasmas suelen ser muy convincentes.
—Tus fantasmas son de carne y hueso, Lucien —respondió Isolda sin levantar la vista de su tejido—. Y tienen buena memoria.
Lucien hizo una señal y los hombres avanzaron. —Busquen el diario. Y luego, desháganse de ella. Un accidente trágico. Tal vez una caída por las escaleras.
—¡Ahora! —gritó Isolda.
Desde la oscuridad del pasillo superior, una figura saltó con la agilidad de un depredador. Nashoba aterrizó sobre uno de los matones, golpeándolo con el mango de una pala. El otro hombre giró, sorprendido, pero Isolda ya se había levantado y le arrojó el contenido hirviendo de una tetera que mantenía sobre la estufa de leña. El hombre aulló de dolor.
Lucien sacó una pistola de su abrigo, apuntando a Nashoba. —¡Debiste morirte en el incendio, salvaje!
Pero antes de que pudiera apretar el gatillo, Isolda, moviéndose con una rapidez que nadie esperaba de ella, golpeó la mano de Lucien con el pesado atizador de hierro. El arma cayó al suelo y se disparó, la bala impactando en el espejo del vestíbulo.
Nashoba acorraló a Lucien contra la pared. Tenía el cuchillo de cocina en la mano, el mismo tipo de cuchillo que Lucien había usado años atrás. La justicia brillaba en sus ojos oscuros. Lucien temblaba, balbuceando súplicas.
—No —dijo Isolda, poniendo una mano sobre el brazo de Nashoba—. No manches tus manos con su sangre sucia. La soga del verdugo lo hará por ti.
En ese momento, las puertas dobles se abrieron de nuevo. El Sheriff y tres agentes entraron, con las armas desenfundadas. Isolda los había convocado horas antes, prometiéndoles la captura del famoso “Fantasma de Beaumont”.
Lo que encontraron fue a un pilar de la sociedad acorralado y confesando su crimen entre sollozos de terror, y a un hombre inocente que finalmente salía de las sombras.
VI. Un Nuevo Amanecer
El juicio fue el escándalo de la década. Con el diario de Evangeline y el testimonio de Isolda, junto con la cobardía de Lucien que terminó confesando para evitar la pena de muerte (aunque murió en prisión meses después), el nombre de Nashoba quedó limpio.
Isolda cumplió los 365 días en la mansión. Al finalizar el plazo, el notario Beauregard le entregó las escrituras con una reverencia respetuosa que nunca antes le había ofrecido.
La familia de Isolda intentó contactarla cuando supieron de su nueva riqueza. Marguerite llegó a la puerta con una sonrisa falsa y un pastel. Isolda simplemente la miró, sonrió con frialdad y le cerró la puerta en la cara sin decir una palabra.
Isolda no se volvió a casar. No necesitaba un hombre que la validara. Sin embargo, nunca volvió a estar sola.
Quien pasaba por la Mansión Beaumont veía que los jardines, antes muertos, ahora florecían con magnolias y rosas. Y si miraban con atención al atardecer, podían ver a dos figuras sentadas en el porche: una mujer de porte regio y ojos verdes vivaces, y un hombre de piel bronceada y cabello gris, compartiendo un té en silencio, unidos no por la sangre ni por el matrimonio, sino por algo mucho más fuerte: la lealtad de haber sobrevivido juntos al infierno.
Isolda encontró su hogar, y Nashoba, después de quince años de oscuridad, finalmente encontró la luz.
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