Aquella mañana de sol abrasador, cuando el canto agudo del sorsal aún resonaba en los cafetales de las montañas de Puerto Rico, el destino de Domingo estaba sellado. Aún no lo sabía, pero la ama, doña Mariana, había puesto los ojos en él. Lo había hecho con un hambre tan profunda y tan paciente que ninguna oración podría jamás aplacar.
Esta no es una historia de rebelión física, ni una crónica de látigos. Es la historia de un terror psicológico, de una depredación silenciosa que ocurría en los pasillos alfombrados de la casa grande. Es la leyenda de un hombre esclavo forzado a cometer un pecado que lo consumiría, y de la mujer que usó su poder absoluto para robarle el alma.
Domingo era un negro alto y fuerte de unos 30 años. Trabajaba en la casa grande de la hacienda La Candelaria desde que era un niño, cuando el ascendado don Jacinto de Albuquerque lo trajo de una plantación de azúcar en Cuba, separándolo de su madre Cefa, a quien jamás volvió a ver.
En la casa de los Albuquerque, Domingo llevaba una vida de secretos. El primero era que sabía leer. Lo había aprendido a escondidas gracias a la hija mayor de los patrones, la niña Isaura. Ella, de corazón manso y compadecida de la inteligencia silenciosa de Domingo, le enseñó las letras. Pero Isaura creció, se casó con un juez rico y se fue a La Habana. Y Domingo se quedó solo, con sus libros prohibidos escondidos bajo el colchón de paja en el barracón.
Don Jacinto, el ascendado, era un hombre de trato duro, pero justo dentro de la lógica brutal de la época. No era un sádico; era un hombre de negocios, predecible en su crueldad.
Pero su esposa, la ama Mariana, era una criatura de otra índole. Había venido de San Juan a los 18 años, deslumbrantemente hermosa, con cabellos negros y ojos de felino. Se casó con don Jacinto por un arreglo entre familias. Él, ya viudo y 20 años mayor, la instaló en la hacienda, y desde el primer día, Mariana sintió el peso insoportable del tedio. La remota montaña no era San Juan. No había bailes, ni ópera, solo el zumbido de los insectos y el olor a café.
Mariana pasaba sus días en la hamaca, leyendo novelas francesas y observando. Observaba a los esclavos. Y fue así que comenzó a reparar en Domingo. No era solo su fuerza, aunque era el hombre más fuerte del ingenio; era su presencia. Era el sudor en su pecho, los músculos bajo su piel oscura. Pero más que eso, era su silencio, su dignidad. Domingo rara vez bajaba la mirada, la sostenía un segundo más de lo debido, no con insolencia, sino con una inteligencia que la provocaba.
El deseo que nació en ella era prohibido, un pecado mortal. Pero Mariana no era una mujer que se curvaba a los mandamientos. Don Jacinto pasaba largas temporadas fuera de la hacienda por negocios. Y era en esas ausencias, en esas largas noches calurosas, cuando Mariana sentía la tentación crecer.
Una noche de luna llena, con el asendado ausente, Mariana tomó su decisión. Mandó a una mucama a llamar a Domingo a la casa grande. La excusa: una ventana en su dormitorio que no cerraba bien.
Domingo subió, su corazón golpeando con fuerza. Sabía que era una mentira. Él mismo había verificado todas las cerraduras la semana anterior.
Cuando entró en el dormitorio, ella estaba allí. Llevaba un camisón blanco de seda fina. La habitación olía a su perfume, un olor a Jazmín que lo mareó. Sobre la mesita de noche, había una garrafa de vino de oporto y dos copas.
“Domingo, la ventana”, dijo ella con voz macia. “No cierra”.
Él se acercó. Sus manos callosas tocaron el pestillo. Abrió la ventana y la cerró. Funcionaba perfectamente.
“No veo el problema, señora.”
“No estás mirando bien, Domingo”, dijo ella.
Él estaba de espaldas cuando sintió la mano de ella, caliente y suave, tocando su espalda sobre la camisa áspera. Sintió los dedos de ella subiendo lentamente por su columna.
“Señora”, murmuró él sin volverse. “Esto… esto no está bien.”
Mariana rió bajito, un sonido dulce y cruel. “¿Y quién eres tú para decir lo que está bien, Domingo?”, susurró ella, su aliento caliente en su oreja. “Tú eres mío. Eres mi propiedad. Así como esta cama es mía, así como todo en esta hacienda es mío.”
Él se giró y la vio. Vio la verdad en sus ojos de felino. No era solo deseo; era la embriaguez del poder absoluto. Domingo entendió que estaba en una trampa sin salida. Si se rehusaba, si la rechazaba, ella podía gritar, acusarlo de haberla atacado. Su palabra contra la de él. Sería linchado antes del amanecer.
Esa noche, Domingo hizo lo que ella mandó. Y mientras la poseía, sintió que estaba perdiendo un pedazo de su alma. No había placer, solo vergüenza y un asco profundo de sí mismo. Mariana, sin embargo, sintió un placer agudo, la embriaguez de la victoria. Había doblegado a aquel hombre fuerte.
Después de esa primera noche, ella lo llamó otras veces. Siempre con excusas, y luego, simplemente dejó de usar excusas. “Dile a Domingo que suba”, ordenaba. Y Domingo iba, porque la amenaza silenciosa de la horca pendía sobre su cabeza.
La casa grande se había convertido en su infierno personal. Domingo ya no vivía; sobrevivía. Perdió peso. Sus ojos, antes vivos, ahora estaban hundidos, fijos en el suelo, siempre asustado. Dejó de hablar.
En el barracón, los otros esclavos comenzaron a notar. “¿Qué le pasa a Domingo?”, murmuraba María de los Dolores, la lavandera. “Está flaco como un perro callejero.”
“He lavado las sábanas de la ama”, susurró otra. “Huelen a él… y te juro, comadre, que no es el olor agrio de don Jacinto.”
Benito, un hombre fuerte, también lo vio. “Ella lo mira desde la galería… Lo mira como un halcón mira a un conejo.”

La comunidad del barracón se apartó de él. Algunos con lástima, otros con desprecio. Los hombres desviaban la mirada. ¿Era un traidor que se había vendido por los favores de la ama? No entendían el terror de la coerción. Domingo estaba solo, atrapado entre el desprecio de su gente y la obsesión de su dueña.
El terror alcanzó un nuevo nivel cuando don Jacinto regresó. Domingo sintió un alivio inmenso. La pesadilla había terminado. Estaba equivocado.
Dos noches después, la mucama personal de Mariana, Tula, se deslizó en el barracón. “Domingo”, susurró temblando. “La ama dice que… quiere que vayas a arreglar un broche de su joyero. Ahora.”
“¿Ahora?”, susurró Domingo. “¿Con el amo en la casa?”
“Él está dormido. Bebió mucho vino”, dijo Tula, y salió corriendo.
Domingo entendió. El juego de Mariana había cambiado. Ya no era solo el placer, era el riesgo. Era la emoción de cometer el pecado supremo con su marido durmiendo a pocos metros. Su aburrimiento la había convertido en un monstruo. Subió esas escaleras sintiendo el frío de la muerte.
Fue entonces que Domingo pensó seriamente en huir al monte. Sabía que los cazadores de esclavos lo encontrarían, pero ser azotado hasta la muerte parecía mejor que este pánico constante.
Una de esas noches terribles, incapaz de volver al barracón, se quedó en la galería de servicio. Fue allí donde lo encontró Joaquín del Rosario, el esclavo más viejo de la hacienda, el que cuidaba los caballos.
“Mi hijo,” dijo Joaquín, su voz pausada. “Estás rezando a los dioses equivocados.”
“Señor Joaquín, yo no…”
“Silencio. Tengo 70 años. He visto esta historia antes. Vi a la madre del ascendado hacer lo mismo con un muchacho. El ascendado viejo lo colgó. Vi a esta misma ama, Mariana, intentarlo con otro antes que contigo. Un joven taíno. Él la rechazó. Ella gritó. A él lo ahorcaron por intento de violación esa misma tarde.”
Domingo sintió que el aire le faltaba.
“El barracón lo sabe todo”, dijo Joaquín. “Olemos el miedo. Vemos la forma en que ella te mira.”
Domingo finalmente se quebró. “No lo quiero, señor Joaquín. Juro por mi madre que no lo quiero. Pero, ¿cómo puedo decirle que no? Ella me matará.”
“No puedes, mi hijo”, asintió el viejo. “No puedes decir que no. Y eso es lo que te está matando.”
“Quiero huir.”
“No lo hagas. Es lo que ella quiere que pienses. Si huyes, confirmarás la sospecha. Ella gritará violación para salvar su honor. Te cazarán como a un perro.”
“Entonces, ¿qué hago, Joaquín? ¿Espero a que el amo abra la puerta una noche?”
“No puedes huir del destino, pero puedes enfrentarlo”, dijo Joaquín. “Ella es descuidada. Está borracha de poder y va a cometer un error. Va a dejar una prueba. Solo reza para que cuando cometa ese error, no te arrastre al fondo del río con ella.”
Joaquín tenía razón. Tres semanas después, la ama Mariana descubrió algo que cambió el juego. Dejó de llamar a Domingo. Empezó a evitarlo. Pasaba sus días encerrada, rezando.
Domingo sintió un alivio inmenso. Pensó que ella se había aburrido.
Pero Mariana estaba enferma por las mañanas. Su cuerpo comenzó a cambiar. La ama Mariana estaba embarazada. Y aunque don Jacinto celebró la noticia, orgulloso de su virilidad, Mariana sabía la verdad. Sabía por las fechas. El niño que crecía en su vientre era el hijo del esclavo. El niño que podría nacer con la piel oscura.
La mujer que había usado su poder como un arma, ahora era prisionera de su propio cuerpo. Se dio cuenta de que tenía una sola salida: Domingo tenía que desaparecer. No podía huir; tenía que ser vendido. Vendido tan lejos que su existencia misma se convirtiera en un rumor.
Esperó a que don Jacinto regresara de un viaje. “Jacinto, querido”, dijo con dulzura fingida. “Ese esclavo Domingo… me pone nerviosa.”
Don Jacinto dejó la pluma. “¿Nerviosa? Domingo. ¿Por qué? Es el mejor que tengo.”
“Es insolente”, mintió Mariana. “La forma en que me mira ha cambiado. Ya no me siento segura. Véndelo. Por mi honor, Jacinto, ¿protegerás a un esclavo por encima de la seguridad de tu esposa?”
El ascendado la miró fijamente. Vio el pánico en sus ojos. Ella no estaba actuando como una ama ofendida, sino como un animal atrapado. “Mariana”, dijo lentamente. “Cálmate. Si te hace sentir insegura, lo consideraré.”
“¡No lo consideres, hazlo!”, imploró ella.
“¡Dije que lo consideraré!”, gritó él, golpeando la mesa.
Mariana salió temblando. Había presionado demasiado. Don Jacinto se quedó allí, la sospecha sembrada. ¿Por qué Domingo? ¿Por qué ahora?
Al día siguiente, el ascendado observó. Vio cómo los otros esclavos se apartaban de Domingo. Vio las miradas de desprecio y lástima. Esto no era un esclavo insolente; era un paria.
Llamó a María de los Dolores, la lavandera. La llevó al almacén. “Habla la verdad ahora y te protegeré. Miénteme y te venderé al capataz del ingenio de azúcar.”
María se quebró. Cayó de rodillas. “No sé nada, amo. Solo… solo lo que vi. Una noche, hace dos lunas, cuando usted estaba en Ponce… lo vi. Vi a Domingo saliendo… saliendo del ala de la ama por la puerta de la galería.”
El mundo de don Jacinto se detuvo. Dos lunas antes. Saliendo del ala de su esposa. Y ahora ella estaba embarazada. Y ahora estaba desesperada por venderlo. La ecuación estaba completa. La traición era tan profunda que le robó el aliento.
Caminó de regreso a la casa grande. Cada paso era medido. Domingo estaba en la cocina reparando una silla. El capataz entró. “El amo te llama. A su despacho. Ahora.”
El alivio de Domingo se evaporó. Mientras cruzaba el patio, sus miradas se cruzaron con la del viejo Joaquín. El viejo solo bajó la cabeza y negó lentamente. La tormenta había llegado.
Domingo entró en el despacho. Don Jacinto estaba de pie junto a la ventana. Sobre el escritorio no había libros de cuentas; solo el pesado látigo de cuero crudo.
“Domingo,” dijo don Jacinto, su voz peligrosamente tranquila. “Me han contado unas historias. Historias sobre ti y mi esposa.”
Domingo sintió que el suelo desaparecía. “Señor, yo nunca… yo juro por el alma de mi madre…”
“Entonces, ¿por qué”, dijo don Jacinto girándose, su rostro pálido, “me dice María de los dolores que te vio saliendo de su cuarto en la noche?”
Domingo estaba atrapado. Si mentía, moría. Si confesaba el acto, moría. Recordó las palabras de Joaquín: “puedes enfrentarlo”. Eligió la verdad completa.
“Amo”, comenzó, su voz temblando pero firme. “Es verdad que estuve en sus aposentos. Pero juro por el alma de mi madre Cefa que no fue mi voluntad.”
“Continúa.”
Y Domingo habló. Las palabras salieron a borbotones. Le contó de la primera noche, de la ventana, del camisón de seda. “Ella… Ella me tocó, amo. Me dijo: ‘Eres mío, eres mi propiedad’.” La mano de don Jacinto sobre el látigo se apretó, sus nudillos blancos.
“Se lo supliqué, Señor”, continuó Domingo, su voz quebrándose. “¿Qué podía hacer un hombre en mi lugar? Si yo la rechazaba, ella solo tenía que gritar violación y sus hombres me habrían colgado. ¿Qué elección tenía yo?”
“La elección de morir con honor”, dijo el ascendado.
“¡No hay honor en la esclavitud, amo!”, gritó Domingo. “¡Solo hay miedo! Y ella usó ese miedo.” Le contó de las noches siguientes, del terror, del asco. “No era placer, amo”, sollozó, cayendo de rodillas. “Era vergüenza. Era sentirme menos que un hombre.”
Mientras Domingo hablaba, el rostro de don Jacinto se puso de un rojo oscuro. En su desesperación, Domingo dijo la última verdad: “Y ahora… ahora ella me odia porque… porque está embarazada y tiene miedo. Tiene miedo de que el niño se parezca a mí.”
El despacho quedó en silencio mortal. Don Jacinto levantó la vista. Sus ojos ya no estaban calmos. Eran los ojos de un hombre cuya alma acababa de ser asesinada. Vio la traición, la profanación de su linaje.
Domingo cerró los ojos, esperando el golpe del látigo. Pero el golpe no llegó.
“Levántate”, dijo el ascendado. Su voz era tranquila. “¡Levántate!”
Temblando, Domingo se puso de pie.
“Vete”, dijo don Jacinto sin mirarlo. “Vuelve al barracón. No salgas. No hables con nadie. Reza a tus dioses africanos. Reza a todos los dioses que conozcas, porque aún no he decidido qué voy a hacer contigo… o con ella.”
Domingo huyó del despacho. Cayó en el suelo de tierra del barracón, jadeando. “Le conté”, jadeó. “Le conté todo.” Un silencio de terror cayó sobre el barracón.
Esa noche, la hacienda guardó un silencio tenso, antinatural. Y entonces, desde la casa grande, comenzó. Primero las voces. El grito agudo de la ama Mariana, un grito de negación. Luego la voz de don Jacinto, un rugido que nunca habían oído.
“¡Me mentiste!”, gritaba don Jacinto. “¡En mi propia casa! ¡Con mi propiedad!”
“¡No fue así!”, gritaba ella. “¡Él miente, el esclavo miente!”
Se oyó el sonido de porcelana rompiéndose, platos, jarrones. Luego un golpe seco, el sonido de una mano golpeando una cara. Los gritos continuaron durante una hora, un torbellino de violencia y locura.
De repente, los gritos pararon. Un silencio total cayó sobre la hacienda, peor que los gritos.
Y entonces, un solo sonido rompió la noche tropical.
Bang.
Un disparo. Un solo disparo de pistola, ecoando por el valle del cafetal.
El eco del disparo se disolvió en la noche, y luego nada. Silencio. Un silencio absoluto, más aterrador que los gritos, más pesado que la humedad de la montaña. En el barracón, nadie dormía. Trescientos esclavos contenían la respiración, escuchando en la oscuridad.
Pasó una hora que pareció una eternidad. Finalmente, oyeron pasos lentos y pesados en el patio. Eran las botas de Don Jacinto.
La puerta del barracón se abrió, revelando al capataz con un candil. “Domingo,” dijo con voz ronca. “El amo te llama.”
Domingo se levantó, sintiendo que sus piernas no lo sostenían. Caminó como un sonámbulo hacia la casa grande. Joaquín del Rosario lo vio pasar y cerró los ojos, rezando.
Entró al despacho. Don Jacinto estaba sentado en su silla, inmóvil. La pistola humeante estaba sobre el escritorio, junto al látigo que no había usado. La habitación olía a pólvora y a brandy.
“Ella está muerta,” dijo Don Jacinto, sin mirarlo. Su voz era vacía, carente de toda emoción.
Domingo no dijo nada, solo esperó.
“Confesaste la verdad,” continuó el hacendado. “La verdad de ella y la tuya. Pero el niño que llevaba… era una mancha que no puedo limpiar.”
“Amo…”
“Calla. No puedo tenerte aquí. Verte cada día sería recordar esta noche.” Don Jacinto tomó un papel del cajón. “Te he vendido. Un barco sale de San Juan al amanecer. Irás a las minas de Potosí.”
Domingo sintió un frío peor que el de la pistola. Potosí. Era el infierno en la tierra, un lugar de donde nadie regresaba.
“Es mejor que el árbol de mango,” añadió Don Jacinto, como si leyera su mente.
Dos hombres entraron y ataron las manos de Domingo. Mientras lo sacaban de la hacienda La Candelaria en la oscuridad, Domingo miró por última vez los cafetales iluminados por la luna. Había sobrevivido a la depredación silenciosa de Doña Mariana, pero su alma, como él temía, jamás la recuperaría. Su vida en Puerto Rico había terminado, solo para comenzar otra, peor, lejos de todo lo que conocía. El silencio volvió a caer sobre la casa grande, donde el amo se quedó solo, reinando sobre su tragedia y el pecado que ahora estaba enterrado con su esposa.
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