La Casa de las Serpientes

 

La mañana en que Esperanza Méndez caminó por primera vez hacia el rancho que acababa de comprar, el sol apenas comenzaba a asomarse entre los cerros. Llevaba en la mano arrugada el papel que certificaba la propiedad, adquirida por la increíble suma de diez pesos. Diez pesos que representaban todos sus ahorros de tres años trabajando como lavandera en el pueblo.

—Está loca, doña Esperanza —le habían dicho las vecinas—. Nadie vende un rancho por diez pesos si no tiene algo malo.

Pero Esperanza no les hizo caso. A sus 52 años, viuda desde hacía cuatro y con dos hijos ya grandes viviendo en la capital, solo quería un pedacito de tierra donde no tuviera que pagarle renta a nadie. El camino de terracería crujía bajo sus guarachas gastados. A lo lejos, entre matorrales y nopales, se dibujaba la silueta de su nueva casa: una construcción sencilla de adobe con techo de lámina oxidada, sus paredes agrietadas como arrugas en un rostro viejo.

—No es gran cosa —murmuró, limpiándose el sudor con el rebozo—. Pero es mío.

Don Mauricio, el anciano que le había vendido la propiedad, tenía los ojos hundidos y las manos temblorosas cuando cerraron el trato. —Ese rancho lleva abandonado más de quince años —le confesó—. Desde que mi esposa murió, no he podido volver. Los recuerdos, ¿sabe?, a veces pesan más que las piedras. —Entiendo, don Mauricio —respondió ella—. Pero a mí no me asustan las casas viejas ni los recuerdos de otros.

El viejo la miró con lástima antes de firmar. Le entregó una llave oxidada y sus últimas palabras flotaron en el aire como un mal presagio: “Que Dios la acompañe”.

 

Ahora, parada frente a la puerta, Esperanza introdujo la llave. La cerradura cedió con un chirrido que hizo eco en el valle. El interior olía a tierra húmeda y a años de abandono. El polvo flotaba en los haces de luz que entraban por las ventanas sin vidrios. Dejó su morral en el suelo, sacó una escoba, un trapo y una imagen de la Virgen de Guadalupe que colocó en un clavo.

—Virgencita, cuídame, por favor —susurró antes de comenzar a barrer.

El silencio del rancho era absoluto, tan denso que resultaba extraño. Cuando el sol comenzó a ponerse, la casa se veía menos fantasmal. Agotada, extendió su petate en el rincón más limpio y se acostó, sintiendo una esperanza que no había experimentado en años.

Lo que la despertó no fue un ruido, sino la sensación de que algo no estaba bien. Abrió los ojos en la oscuridad. La luna llena bañaba el cuarto en una luz fría y plateada. Y entonces lo vio: una línea oscura se deslizaba lentamente por la pared de adobe. Su corazón dio un vuelco. Era una serpiente, una víbora gruesa del largo de su brazo, que se arrastraba con total naturalidad hasta desaparecer por una grieta.

“Es solo una víbora. En el campo hay víboras”, se repitió para calmarse hasta que el cansancio venció al miedo.

Al día siguiente, la luz del sol disipó sus temores. Trabajó limpiando la maleza y descubrió un viejo pozo con agua, una buena señal para su futura huerta. Sin embargo, cuando cayó la noche, el silencio volvió a pesarle. Y entonces comenzó el roce, un sonido suave, casi imperceptible. Se incorporó en la oscuridad. Esta vez no era una serpiente. Eran cinco, deslizándose por las paredes y el suelo como si fueran las dueñas del lugar. Un grito se le atoró en la garganta. Se levantó de un salto y corrió hacia la puerta, sus manos temblorosas apenas logrando abrir el pestillo. Salió disparada hacia la noche, descalza y con el corazón amenazando con salírsele del pecho.

Esperó a que amaneciera para atreverse a mirar dentro. No había nada. Como si todo hubiera sido una pesadilla. Pero ella sabía lo que había visto. En lugar de seguir trabajando, caminó de regreso al pueblo en busca de respuestas. Encontró a don Chuy, el tendero más viejo del lugar.

—Usted que ha vivido aquí toda su vida, ¿sabe algo del rancho que le compré a don Mauricio? —le preguntó.

El viejo suspiró. —Siéntese, doña. Ese rancho tiene historia. Cuando don Mauricio y su esposa, doña Consuelo, vivían ahí, todo estaba bien. Pero después de que ella murió, él empezó a ver cosas raras. —¿Cosas raras como qué? Don Chuy bajó la voz. —Serpientes. Muchas serpientes. Una noche despertó y había tantas que no podía caminar sin pisarlas. Salió corriendo y nunca más volvió.

La sangre se le heló a Esperanza. —¿Y por qué nadie me lo dijo? —Supongo que don Mauricio pensó que era su oportunidad de deshacerse de esa propiedad. Y usted, con perdón, estaba tan desesperada que no hizo las preguntas correctas.

Tenía razón. Cegada por su sueño, no había cuestionado por qué algo tan bueno costaba tan poco. Pero la terquedad de Esperanza era más fuerte que su miedo. Regresó al rancho con cal, sulfato y un machete nuevo. Roció la cal alrededor de la casa y vertió el sulfato en cada grieta que encontró. Al caer la noche, encendió una fogata afuera y esperó, decidida a no dormir.

Pasada la medianoche, escuchó de nuevo el inconfundible roce de escamas contra el adobe. Se levantó, machete en mano, y miró hacia la puerta. Lo que vio la dejó helada. No eran cinco serpientes, eran decenas, tal vez cientos. Salían de las grietas como agua, formando una masa móvil y silenciosa. Víboras de cascabel, coralillos, mazacuatas, grandes y pequeñas, todas moviéndose en un ballet macabro bajo la luz de la luna.

El machete cayó de sus manos. Una de las serpientes más grandes, una cascabel del grosor de su brazo, se deslizó hasta el umbral, levantó la cabeza y la miró directamente a los ojos. En ese instante, el terror de Esperanza se transformó en una profunda comprensión. Ese animal no estaba ahí para atacarla; simplemente estaba en su hogar.

—Su lugar… —murmuró Esperanza—. Esta siempre ha sido su casa.

La serpiente sostuvo su mirada unos segundos más y luego se retiró al interior. Esperanza se dejó caer junto al fuego, y las lágrimas rodaron por sus mejillas. No eran de miedo, sino de aceptación. Había comprado un rancho que ya tenía dueños, dueños que habían estado allí mucho antes que cualquier humano.

A la mañana siguiente, entró en la casa por última vez, recogió sus pocas pertenencias y caminó de regreso al pueblo sin mirar atrás. En la tienda de don Chuy, escribió una carta para don Mauricio, diciéndole que se quedara con su rancho y su dinero, pero que le contara la verdad al próximo comprador.

Dos semanas después, Esperanza vivía en un cuartito alquilado. Una tarde, vio a un grupo de hombres del pueblo caminar con machetes y palos hacia las afueras. —Van al rancho de los Ciénagas —le explicó una vecina—. Van a matar todas las serpientes y a quemar esa casa.

Sin pensarlo, Esperanza corrió tras ellos. —¡Esperen! ¡No pueden hacer eso! —gritó, sin aliento. —¿Cómo que no? —respondió uno—. ¡Ese lugar es un peligro! —Esas serpientes llevan ahí décadas y nunca han bajado al pueblo. ¡Ellas estaban primero! Nosotros somos los invasores. Si las matamos por miedo, ¿qué nos hace diferentes de ellas?

Un largo silencio se apoderó del grupo. Poco a poco, los hombres bajaron sus armas y regresaron al pueblo.

Los meses pasaron. Esperanza ahorró de nuevo y, con la ayuda de sus hijos, construyó un pequeño cuarto en el pueblo. Era modesto, pero era suyo, y estaba en paz. Había perdido diez pesos y el sueño de un rancho, pero había ganado algo más valioso: la humildad de entender que la tierra no nos pertenece, y que el verdadero hogar es un estado de paz interior.

Años después, cuando sus nietos le preguntaban por la casa llena de víboras, ella sonreía y decía: —Fue la mejor compra que pude haber hecho. Me enseñó que el miedo no debe convertirse en crueldad y que todos merecemos un lugar en este mundo. A veces, perder es la única forma de ganar.

Y el rancho seguía allí, en las afueras, un monumento silencioso a la coexistencia, recordando a todos que hay batallas que no se deben pelear, sino comprender.